We can't find the internet
Attempting to reconnect
Something went wrong!
Hang in there while we get back on track
La vida y ya
Una vela con el número diez
La tarta de cumpleaños tiene un número diez. Además han puesto aleatoriamente velas sueltas y múltiples caramelos de colores rellenos de chocolate esparcidos sobre la superficie. Las niñas y los niños se arremolinan alrededor sabiendo que tienen el mismo protagonismo a la hora de soplar los pequeños fuegos. Todas han formado parte de El Arenero. Diez promociones. Una tarta con el número diez. Muchas familias de distintas generaciones se juntan para celebrar que forman parte de ese proyecto de crianza compartida.
El comienzo de El Arenero fue como muchos otros comienzos: se trataba de resolver una necesidad. Seis familias que no habíamos conseguido plaza en las escuelas infantiles públicas de 0 a 3, decidimos hacer un proyecto autogestionado para resolver los cuidados hasta que nuestras hijas e hijos comenzaran el colegio. Se trataba solo de eso. De rebelarnos ante la perspectiva de tener que criar solas en una gran ciudad. Existían otros proyectos autogestionados que nos sirvieron como referencia.
Fue un tiempo después cuando nos dimos cuenta de que no se trataba solo de eso. De que lo que habíamos ido construyendo era mucho más que un espacio de crianza compartida.
Quizás no fue el primer año ni el segundo pero, poco a poco, nos fuimos atreviendo a definir ese lugar como un proyecto de transformación social (en pequeño, una de esas gotas o de esos granos de arena). De transformación porque estaba cambiando nuestra manera de entender y actuar en el mundo. Eso es lo que celebramos con la tarta de cumpleaños.
Las 10 velas encendidas hablan de una forma de revertir el orden establecido a través de compartir vida y crianza. Decidir resolver una necesidad que se presenta como individual de forma colectiva nos ha supuesto muchos aprendizajes: hacer asambleas y tomar decisiones colectivamente, resolver conflictos, decidir por qué queremos usar los espacios públicos de la ciudad y reivindicarlos, tener la convicción que una alimentación ecológica y de cercanía no es solo mejor para la salud de nuestras peques sino también (sobre todo) para la del planeta, compartir las contradicciones intrínsecas a criar, tener más ganas de defender la educación pública, disfrutar cuidando, no sentirnos desbordadas y solas, saber que formas parte de una tribu que se da apoyo mutuo.
El Arenero trasciende lo que ocurre dentro de sus paredes (los cambios de pañales, la comida que acaba en otros lugares además de en la boca, la calma para dormir la siesta). Es, también, un espacio de relaciones con el entorno, con la gente que habita los parques de la zona, con los adolescentes que se sientan en las escaleras del local y que acaban entrando a contar cuentos, con el huerto que un grupo de personas decidió montar en un pedazo de plaza, con otros movimientos y colectivos de los que formamos parte muchas de las adultas.
Pero, quizás, eso no sea lo más importante. Tampoco lo que ocurre detrás de la puerta que abre ese espacio de crianza respetuosa donde, cada día, las cuerdas se convierten en mangueras que riegan, las piezas de madera se colocan unas sobre otras formando torres imposibles, se salta en los colchones que sirven también para echarse la siesta y se comen los caramelos que aparecen dibujados en los cuentos. Ni siquiera el modo en el que aprenden a resolver los conflictos diciendo con voces pequeñas: “No me gusta que hagas eso”, “cuando yo acabe de jugar te lo doy”, “ahora no me apetece” (frases pronunciadas con menos letras, claro).
Quizás lo más importante sea que ahí se crea otra manera de ser y estar, pisando suave la arena, en común, un ensayo de esas otras formas de encontrarse que podrían ser.
En El Arenero las niñas y los niños construyen los hilos para tejer la red. Todas, todos, han aprendido a tejer.
Cada año la puerta se abre, poco a poco van saliendo.
Todas. Todos. Adultas. Pequeñas. Han vivido el ensayo de lo que podría ser.