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València
A las 20:11, era tarde
Escribo, hoy, nueve de noviembre, undécimo día en el que todavía quedan miles y miles de toneladas de lodo ya infecto derramado en decenas de pueblos de l´Horta Sud y del interior de Valencia. Restos del día en el que en 8 horas llovió lo que llueve en un año, inusitado raudal de agua y plomo. Hoy escribo y mi texto es crónica desorganizada y es lanza de voz en grito. Escribo una historia de pérdida, de terror inimaginable, de un clamor pidiendo socorro, de devastación y de muerte. También, la historia de algunas personas, pequeñas y humildes que, entre miles, andando o encaramadas a sus bicicletas ─el único vehículo personal justo y razonable del siglo XXI─ hicieron lo posible por ayudar a sus vecinos. Pero también estas líneas son pretexto para perseverar en una crítica hoy imprescindible, ya que, en la tercera década de este siglo, imaginar otro mundo posible, un mundo del verdadero bienvivir, se está convirtiendo en una obligación moral y de la más absoluta humanidad.
Uno de noviembre, cuarto día tras la despiadada riada. Me levanto de la cama con la voluntad de ser también riada, pero riada hecha con mariposas de compasión, amor en acción y solidaridad, con miles de mis tercos y generosos vecinos de la ciudad de Valencia. Mi primer objetivo: sacar mis alforjas, revisar las ruedas de mi bicicleta, prepararla y ofrecerme como porteadora para llevar lo que sea necesario, allá donde el fango lo colma todo. Los poblados del sur están anegados, el lodo por las rodillas, materia viscosa e invasiva, centenares de coches y mobiliario urbano apilados en el centro de las calles impidiendo el paso y estampados contra las persianas, en muchas calles celosos carceleros taponando los portales. No hay luz, sigue sin haber agua potable y la señal de internet va y viene a ratos. Sobre las paredes de las viviendas, el rastro vívido del miedo y del nivel que el agua ha rubricado.
El cambio climático no es inocuo, no es una teoría, no es un debate de sobremesa, es un escenario global ─de incertidumbre y de agonía─ en el que se está desarrollando nuestras vidas.
El 29 de octubre, el primer día de la peor gota fría del siglo, un Zeus anunciado nos miró con odio y encadenó tormenta tras tormenta, descargando su ira sobre las comarcas del interior de la provincia. Récord de precipitaciones, tornados y horas y horas de lluvias como colmillos. El Mediterráneo demasiado caliente, más caliente que nunca, tan caliente que es el epicentro de esta bomba pluvial que nos ha arrasado. La razón, 422 ppm de dióxido de carbono en la atmósfera, principal agente de la temperatura global y, por ende, de la de nuestro mar. Emisiones de CO2, de origen trifonte que señala a nuestra actividad industrial, a la hipermovilidad motorizada y fosilista de personas y mercancías, y a la profunda deforestación que afecta a todas las selvas del planeta. El cambio climático no es inocuo, no es una teoría, no es un debate de sobremesa, es un escenario global ─de incertidumbre y de agonía─ en el que se está desarrollando nuestras vidas.
Al día siguiente, el miércoles, 30 de octubre, segundo día, el amanecer muestra el horror y la devastación que vino por el barranco. Los poblados del sur son vertederos de fango y coches. Coches en las calles, coches atravesados en las autovías, en las huertas, encima de los árboles y estampados en las paredes. Los coches amontonados en las calles estrechas bloquearon el paso del agua y elevaron su nivel. En otros lugares se convirtieron en arietes que demolieron las paredes de muchas de las viviendas bajas en las que se empotraron. Y los garajes fueron trampas en las que decenas de personas a las que nadie avisó ─el que avisa no es Mazón─ de la magnitud de la crecida se ahogaron por rescatar sus vehículos. La riada, demasiado pronto, arrancó de nuestras manos demasiadas vidas. Y esa alerta que las hubiera salvado ─el que avisa no es Mazón─, llegó con un mensaje erróneo y demasiado tarde. Los del barro no perdonan ni olvidan.
En À Punt, en la radio, en los diarios, en la calle, en las conversaciones, en todas las esquinas, angustia, miedo, ausencias y preguntas: «¿No encuentro a Juan? ¿Alguien vio a Isabel? Nos faltan tres vecinos. ¿Dónde está mi hijo? Se escapó de mis manos».
El jueves 31 de octubre, tercer día, en la antesala del puente, la vida del área metropolitana se detiene. Las estanterías de los supermercados en la capital se vacían de agua embotellada y decenas y decenas de personas —muchos muy jóvenes— con garrafas al hombro cruzan el cauce nuevo del río Turia. Accedemos andando desde San Vicente por la Torre, allí, encontramos algún coche de bombero, alguna grúa, algunos bomberos forestales y cientos de personas adentrándose en el lodazal. A medida que avanzamos barro y más barro; coches y más coches apilados: y aquí y allá caravanas que el agua arrancó de algún aparcamiento y arrastró de un lado a otro como casas de juguetes rotas y olvidadas. Poco se puede hacer aún, pero los vecinos empiezan a vaciar los bajos de muebles y enseres y los montones de escombros se suman al fango y a los coches abarrotando las calles. En À Punt, en la radio, en los diarios, en la calle, en las conversaciones, en todas las esquinas, angustia, miedo, ausencias y preguntas: «¿No encuentro a Juan? ¿Alguien vio a Isabel? Nos faltan tres vecinos. ¿Dónde está mi hijo? Se escapó de mis manos».
Las carreteras y los accesos a la tristemente conocida como “zona cero” están impracticables y bloqueados por la policía. En la Ronda Sur el caos circulatorio es absoluto y sobre el sonido de los motores detenidos y de la impertinente impaciencia de los cláxones, se escucha el tono de voz implorante de un policía local informando a los conductores que intentan acceder: «no se puede porque el acceso está cortado». Pero, aunque no se puede entrar en coche, multitud de vehículos pugnan por salir de los poblados del sur. Ver las ambulancias y los vehículos de emergencias detenidos en un atasco, nos deja una sensación de impotencia y claustrofobia. Es paradójico estar atrapado en una jungla de máquinas ideadas para correr que en la suma de miles de voluntades se convierte en una cárcel de ponzoña, ruido y humo. ─No estás en un atasco, tú eres el atasco─.
Por eso la mañana del viernes 1 de noviembre, cuarto día tras la riada, el arraigado colectivo cicloactivista de la ciudad de Valencia ya está movilizado. La bicicleta ─ese ingenio perfecto de descarbonizar mentes─ es idónea. No ocupa espacio, no congestiona el tráfico, no hace ruido y con un trasportín y unas alforjas o un carro permite portear una cantidad nada desdeñable de peso. Así que con naturalidad, llegamos a la plaza, centro neurálgico de mi barrio, y las ganas de ser útil y ayudar nos colocan a todos en el momento y lugar exactos. Allí estamos, algunos sin conocernos: Marysol-illa, Manolo, Rubén, Vitalic, Javi y Elena. Nosotros con las bicis preparadas y el barrio entero desprendido en un alud de generosidad y bondad que deja las estanterías de los supermercados vacías.
Los compañeros de la asociación vecinal nos cargan las bicis y el pequeño comando pañales se pone en marcha. En la Rambleta nos unimos a decenas y decenas de cicloporteadores
Pronto encontramos una pequeña misión, una pizca de neguentropía para conjurar el caos. Ana y Montse de la Asociación de vecinos de Patraix, nos piden que llevemos a Paiporta pañales, potitos, leche de continuación y productos para bebés. Tenemos un destino, un objetivo y dos personas que nos esperan en Paiporta: Mariave y Miguel Ángel. Los compañeros de la asociación vecinal nos cargan las bicis y el pequeño comando pañales se pone en marcha. En la Rambleta nos unimos a decenas y decenas de cicloporteadores que como nosotros llegarán sin dificultad al punto de entrega en su destino. Nosotros lo conseguimos. A pesar del barro, de la falta de cobertura, de la vorágine viaria, de los puentes demolidos logramos encontrarnos con Marieve y Miguel Ángel en el colegio público de Paiporta y entregar nuestra valiosa mercancía.
Debo abordar la siguiente reflexión sin que me abandone la sensibilidad, la atención, el respeto y el cuidado. Vivimos en una sociedad adicta al coche. Y no es esta una cuestión de elecciones individuales; es una dependencia estructural y sistémica. En la provincia de Valencia hay 1.313.881 turismos para 2.605.757 habitantes. Máquinas de 1000 kilogramos que suelen transportar a una o dos personas autoportantes de 70 kilogramos cada una. Vehículos que en un injusto y doloroso reparto se apropian «del 70% y el 80% del espacio y que, además, están aparcados el 95% del tiempo». Vivimos en ciudades reguladas alrededor de la movilidad motorizada, que entorpece la movilidad a escala humana, que emponzoña el aire que respiramos, y que contribuye a un 30% de las emisiones de CO2.
Las ciudades erigidas a la medida de los coches son en esencia gigantes aparcamientos que disputan el espacio no solo a las personas, también a la vida vegetal ─puesto que donde se asfalta nada crece─ y, por consiguiente, al resto de seres vivos. Y además, influyen fatalmente en la permeabilidad del suelo, en las escorrentías y en los acuíferos. Nuestras ciudades no son bienhechoras. Son lugares oscuros, grises, contaminados. Hemos suscrito un contrato social en el que entregamos nuestra salud y la de nuestro entorno a cambio de una supuesta libertad motorizada. El núcleo de un porvenir descarbonizado, justo y sostenible reside en el transporte público.
Conservamos el horror de cientos de coches amontonados y arrastrados por la riada, no podemos dejar de señalarlo. Es por esos millones de turismos y sus emisiones ─aunque no solo─ que vivimos en un planeta que se está calentando demasiado rápido
Y, hoy, que en nuestras retinas todavía conservamos el horror de cientos y cientos de coches amontonados y arrastrados por la riada, no podemos dejar de señalarlo. Es por esos millones de turismos y sus emisiones ─aunque no solo─ que vivimos en un planeta que se está calentando demasiado rápido. Es por el hollín de los tubos de escape del tráfico que miles y miles de seres vivos ven recortadas sus posibilidades de vida buena. Es por los coches y el asfalto que nuestras ciudades son lugares feos, sórdidos y estridentes.
Y, tristemente, el 29 de octubre, ese día que un diluvio de proporciones colosales, un evento absolutamente inusual, provocó el desbordamiento de cuatro ríos y varios barrancos, fue por los coches que se formaron diques de metros de altitud. Fue por los coches que murieron decenas de personas. Fue por los coches que en los primeros días se colapsaba el acceso de los vehículos de emergencias y la entrada humanitaria. Y será por los 100.000 coches destruidos que la albufera tardará décadas en recuperarse.
En el centro de las calles enfangadas, mirándonos, nos hemos repetido que estábamos en un territorio de guerra. ¿Y qué es una riada si no el embate de un cauce reclamando lo que es suyo? Sí, es una guerra que hace tiempo declaramos al planeta y a la naturaleza. Cada vez que construimos en los lechos de los ríos y junto a los barrancos, cada vez que deforestamos para asfaltar y hormigonar el suelo, cada vez que contaminamos cielo, aire y tierra, cada vez que nos empeñamos en dilapidar la historia fósil de miles de bosques enterrados y sedimentados quemando hidrocarburos. Cada vez que olvidamos que la Tierra tiene límites, le declaramos la guerra. Somos una civilización profundamente desorientada.
He de terminar y vuelvo para ello al nueve de noviembre, undécimo día tras la peor riada del siglo, estamos en la calle, en San Agustín, ya somos centenas, a unos 50 metros por San Vicente avanza una columna de rabia, barro y dolor. Vienen con las palas y caminan con botas embarradas. A una gritan: «Somos los del barro. Ya estamos aquí. Asesinos» La manifestación es multitudinaria, emotiva, desgarrada y tensa. Los valencianos gritan, los valencianos lloran: «no son muertes, son asesinatos. Mazón dimisión. A las 20:11 era tarde. Desastre mortal, inacción criminal. Mazón comiendo y el pueblo muriendo». Esa tarde miles de personas ocupan el centro de la ciudad unidas por la tristeza y por la rabia. Esa tarde también somos riada en un amargo colapso de la confianza en las instituciones.
Hemos sido testigos de un espectáculo bochornoso y de una negligencia institucional infinita y absolutamente criminal, en la que aquellos que juraron su cargo como servidores públicos de todos los valencianos nos negaron el amparo
Lamentablemente, hemos sido testigos de un espectáculo bochornoso y de una negligencia institucional infinita y absolutamente criminal. En la que aquellos que juraron su cargo como servidores públicos de todos los valencianos nos negaron el amparo. En estos días se ha escrito sobre esto de una forma mucho más extensa y virtuosa de la que yo desarrollaré. Pero ¿qué se puede esperar de un Consell que estrena la legislatura entregando las emergencias a un partido negacionista como Vox; o que elimina la Unidad Valenciana de Emergencias, en vez de dotarla, armarla y reforzarla; o que pretende eliminar la Agencia de Cambio Climático una entidad cuyo objetivo es establecer fórmulas de mitigación y adaptación?
El negacionismo climático es una losa en nuestros subconscientes. Las instituciones están formadas por personas y las personas somos menos racionales de lo que nos gusta creer. Quienes hablan de ínfulas climáticas o chiringuitos ecologistas, quienes se expresan de esa manera difícilmente pueden liderar la adaptación a un clima cambiante en el que los eventos meteorológicos serán cada vez más frecuentes y mucho más extremos. Ese negacionismo paranoide a veces, interesado otras, debe estar fuera de las instituciones, porque la enorme labor que nos queda por delante va mucho más allá de la reconstrucción. Es un trabajo de reconversión, reeducación, resiliencia y adaptación inspirado en el principio de prudencia y en la protección social.
Ahora lo sabemos: el negacionismo climático te arranca de las manos a tus hijos. Los del barro no perdonan ni olvidan.
Valencia a 18 de noviembre de 2024