Transición
El olvido de la memoria en Andalucía

La crónica perdida de la Transición en Andalucía contiene los nombres de muchas personas que padecieron la represión de aquel tiempo tan mal recordado. Rescatamos algunas de esas historias.

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Manifestación por la autonomía de Andalucía el 4 de diciembre de 1977. Juan A. Rodríguez Vicente
13 mar 2017 15:33

El 24 de enero de 1977 un grupo de pistoleros ultraderechistas irrumpe en el despacho de abogados ubicado en el número 55 de la calle Atocha de Madrid. Allí acaban con la vida de cinco personas y dejan malheridas a otras cuatro. Cuarenta años después, la trágica efeméride es noticia en telediarios y periódicos. Los actos de recuerdo trascienden la propia ciudad de Madrid y un lema esclarecedor define las emociones sobrevenidas: “Porque fueron, somos; porque somos, serán”.

Frente al mito oficial de aquella época, que proyecta la Transición española como un proceso modélico, ha pervivido un relato alternativo, que pone su foco en la virulencia de esos años marcados por unas ansias de cambio a duras penas contenidas por los residuos de un Régimen que resistía agazapado en todas las estructuras del Estado.

Y así, por ejemplo, en el imaginario colectivo pervive aún el recuerdo de la Matanza de Atocha como un punto negro que rebate la historiografía oficial. Sin embargo, ¿recordamos en Andalucía como merecen a quienes cayeron 40 años atrás?

Madrid, 1 de agosto de 1974. Franco, decrépito y senil, permanece hospitalizado desde mediados del mes anterior. Mientras, Juan Carlos de Borbón ejerce como jefe de Estado interino. A cientos de kilómetros, en la localidad sevillana de Carmona y con 40 ºC a la sombra, un grupo de vecinas y vecinos cortaba las carreteras del municipio. No piden democracia o libertad, sino agua, que solo recibían gracias a un camión cisterna que ese caluroso día de verano no llegó a la localidad. Aquella protesta fue disuelta a golpe de culatazos y, ya frente a la centenaria muralla de Carmona, retumbaron los disparos.

Enrique Rodríguez, de 15 años, sobrevivió. A Miguel Roldán, con una bala en el pecho, lo trasladan a Sevilla para ser operado de urgencia, pero muere poco después. La versión oficial: durante un forcejeo, a uno de los agentes se le disparó el arma y una misma bala hirió a los dos vecinos.

Entierran a Miguel 24 horas después, de madrugada, permitiendo únicamente la presencia de su esposa. Durante los días siguientes, los taxis de Sevilla lucirán crespones negros en su memoria. Los obreros de diferentes fábricas y talleres de la provincia le rinden, con su silencio, un homenaje póstumo.

Más de 650 clérigos y seglares, integrantes de organizaciones cristianas como la Hermandad Obrera de Acción Católica (HOAC), reclaman el esclarecimiento de los hechos. Las concentraciones de protesta, en buena parte de Andalucía e incluso en Madrid o Barcelona, se suceden, dejando tras su repentina disolución la calle inundada de panfletos. E incluso un grupo de emigrados ocupa durante varias horas el consulado español en Frankfurt.

Pero lo sucedido en Carmona en 1974 no fue un hecho aislado. Cuatro años antes, en Granada, ya había corrido la sangre cuando las fuerzas policiales reprimieron la manifestación de unas 6.000 personas, según consta en los archivos de la HOAC. Recorrían las calles de Granada en apoyo a una huelga de albañiles.

Frente a la sede de los sindicatos, donde los manifestantes huían de la carga policial, sonaron varias detonaciones. Hubo un centenar de heridos. Las “balas al aire” que disparó la policía se cobraron la vida de Cristóbal Ibáñez, Antonio Huertas y Manuel Sánchez.

Pan, trabajo y libertad

El proceso político abierto tras la muerte del dictador tampoco contribuyó a serenar el conflicto social que se vivía en Andalucía. Más bien al contrario, agudizó las tensiones latentes durante décadas.

En la mayoría de las ocasiones fueron las propias fuerzas de seguridad del Estado quienes ejercieron la represión. Otras veces, en cambio, ese papel recayó en organizaciones fascistas que, como Fuerza Nueva, actuaban con la impunidad más absoluta, cuando no en estrecha complicidad con las estructuras del Estado.

El pueblo andaluz reclamaba un Estatuto de Autonomía que reconociera sus aspiraciones históricas, lo colocara en igualdad de derechos con otros territorios e, igualmente, garantizara los deseos de progreso social y bienestar de la sociedad que despertaba.

En mayo de 1943, Franco en persona inaugura Hytasa, el enclave industrial que el primer franquismo diseñó para Sevilla. Un 7 de julio de 1977 sus trabajadores y trabajadoras recorren las calles del Cerro del Águila exigiendo mejoras laborales y salariales.

Como sucediera en Granada siete años antes, policías de paisano dispersan la manifestación a disparos. Y como sucedió en Carmona en 1974, la víctima pasaba por allí. Se llamaba Francisco Rodríguez, tenía 56 años y le dispararon por la espalda. Todo seguía igual.

Javier tenía apenas 19 años, formaba parte de la Joven Guardia Roja —organización juvenil vinculada al Partido del Trabajo de España (PTE)— y era hijo de Guillermo Verdejo, alcalde de Almería durante la época franquista. En la madrugada del 13 al 14 de agosto de 1976, Javier Verdejo se disponía a hacer una pintada en la playa del Zapillo (Almería).

“Pan, trabajo y libertad”, tres palabras que se quedaron a medias cuando huyó ante la aparición de un grupo de guardias civiles. La versión oficial: “El agente tropezó y su arma, un Z-62 —un subfusil—, se le disparó causando la muerte de uno de los que huían”.

La bala le atravesó la garganta. Su familia no presentó siquiera denuncia y, durante el multitudinario entierro, los compañeros de Javier se hacen con el féretro y convierten el sepelio en un acto político. El gobernador civil de la época, Roberto García-Calvo —posteriormente magistrado del Tribunal Constitucional—, sepultó cualquier investigación sobre su muerte.

Ni el nombre de Verdejo ni el de Manuel José García Caparrós son conocidos por la inmensa mayoría de la sociedad andaluza
Pero ni el nombre de Verdejo ni el de Manuel José García Caparrós son conocidos por la inmensa mayoría de la sociedad andaluza, por más que el segundo muriera el 4 de diciembre de 1977, en Málaga, en una de esas manifestaciones que congregaron a 1.600.000 personas en toda Andalucía, pidiendo autonomía.

Como Verdejo, García Caparrós tenía 19 años cuando murió. Mientras que en Sevilla los exaltados de Fuerza Nueva lanzaban piedras y botellas contra la marcha, en Málaga los disturbios los inicia la Policía Armada, después de que otro joven, Trinidad Berlanga, trepara por la fachada del edificio de la Diputación para colgar una bandera andaluza.

Las cargas policiales se sucedieron por todo el centro de la ciudad, dejando dos heridos más. García Caparrós murió en la Alameda de Colón, tiroteado por un policía de paisano. Los agentes policiales implicados en la muerte de García Caparrós jamás fueron juzgados.

El “error” de Almería

La impunidad con la que actuaban las organizaciones ultraderechistas se postergó hasta entrados los 80. En mayo de 1981, en Cártama (Málaga), Rafael Vega, militante de Fuerza Nueva, asesinó de un disparo a Antonio Mariscal. Más de 2.000 personas acudieron a su entierro.

Y esa manera de proceder también caracterizaba el modo de operar de las fuerzas policiales. El día 10 de ese mismo mes, la Guardia Civil afirmaba que entre los restos de un vehículo calcinado en el barranco de Gérgal (Almería) yacían los cadáveres de tres militantes de ETA y presuntos autores del atentado contra el general Valenzuela.

La realidad, no obstante, era bien distinta. Aquellos restos calcinados correspondían a Luis Montero, Luis Cobo y Juan Mañas —tres amigos que se dirigían a un bautizo—, que habían sido detenidos sin que opusieran resistencia.

Fueron torturados y asesinados durante la noche en un cuartel abandonado de la Guardia Civil. Cuando los agentes se dan cuenta de su error, intentan tapar los hechos. Descuartizan los cuerpos para introducirlos en el vehículo, que posteriormente despeñan por el acantilado, tirotean e incendian.

De los 11 responsables de aquellos hechos, solo tres fueron juzgados y condenados. El oficial al mando, el teniente coronel Castillo Quero, recibió una condena de 24 años. A pesar de ello, en 1988 obtuvo el tercer grado penitenciario, y en 1992, la libertad condicional. Los condenados recibieron como retiro varios millones de pesetas a cargo de los fondos reservados.

Impunidad

El 3 de marzo de 1982 un cabo de la Guardia Civil, Juan Macías, mataba a Ignacio Montoya y hería de gravedad a su primo Antonio. Desde Lebrija se habían trasladado a Trebujena para buscar espárragos.

Ignacio era un jornalero de 18 años, con siete hermanos y al que nunca nadie enseñó a leer y escribir. Les dispararon por la espalda. Su delito, haber intentado ordeñar una cabra que no era suya. Tras la muerte se convoca una huelga general en Trebujena, Lebrija, Las Cabezas de San Juan y El Cuervo.

Los ayuntamientos de estas localidades, junto a los de Sanlúcar de Barrameda y Los Palacios —todos gobernados por fuerzas de izquierda—, emitieron un comunicado que pedía “la depuración de todos los elementos fascistas” de las fuerzas de seguridad.

El autor de los disparos, tras pasar por prisión preventiva, fue condenado a un año y seis meses de prisión. Eso era lo que por entonces valía la vida de un pobre jornalero andaluz.

Dentro de escasos diez meses se conmemorarán 40 años de aquel 4 de diciembre de 1977 que reunió a más de millón y medio de personas y de la muerte de García Caparrós.

Probablemente su nombre —como los de Javier Verdejo, Ignacio Montoya, Miguel Roldán, Antonio Mariscal o Francisco Rodríguez— seguirá siendo completamente desconocido para la mayoría de andaluces y andaluzas, que tampoco tendrán presente en el recuerdo a los tres albañiles muertos en Granada o los espeluznantes hechos del caso Almería.

Y es ahí, en el olvido de la memoria, donde se ocultan las claves para comprender no solo lo que fuimos, sino quiénes somos y qué queremos ser. “Veinte años no es nada”, cantaba Gardel. Cuarenta se nos han hecho una eternidad.
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