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Tecnopolítica
Dilemas sociales
El estreno en Netflix de “El dilema de las redes sociales” (The social dilemma, Jeff Orlowski, 2020) pone de manifiesto los múltiples problemas que el uso de las mismas está generando en nuestras sociedades, al tiempo que muestra el despiadado negocio del capitalismo digital, el capitalismo cognitivo de datos y vigilancia en el que se basa la economía de la atención
Cuando yo era adolescente y salíamos los fines de semana, las compañeras del instituto entraban gratis a la discoteca. Este hecho solía cabrearme, no sólo por el machismo inherente de aquello, sino por el uso mercantil que éste ejercía sobre el cuerpo adolescente de mis compañeras, tratadas como trozos de carne, como reclamo. La lógica de acoso establecida en aquel umbral apuntalaba una cultura de la violación que no es otra que la que se despliega hoy día en las llamadas redes sociales de Internet, convertidas en una discoteca digital de aparente barra libre en la que quienes nos creemos clientes, prosumidores y creadores de contendidos, somos vendidos al mejor postor en cada interacción. El perreo adolescente en un vídeo de unos cuantos segundos, permanecerá de forma indeleble en Internet como cebo para que la compañía propietaria de la app a la que se sube éste, genere beneficios sin ofrecer otro dividendo que un subidón de dopamina, cada vez menor, a quien subió el vídeo.
Si algo es gratis para ti, alguien está pagando para que lo sea y eso te convierte en un producto, un consumible para ese alguien. Que hubiera chicas en la discoteca era un reclamo. Ese sencillo principio, presente en este documental estrenado en 2020 y realizado antes de la pandemia, es la guía del modelo de negocio de las redes sociales de Internet. Dicho modelo aparece bien expuesto por algunos de los geeks que lo crearon, a finales de la primera década del siglo XXI, en el valle de Silicio de la dorada California; la gran mayoría hombres blancos, hipercualificados y formados en las mejores universidades de la Ivy League en EEUU. El documental cuenta, además, con los testimonios de Shoshana Zuboff, la catedrática de Harvard que ha desarrollado el concepto “capitalismo de vigilancia”, o Cathy O´Neil y sus “armas de destrucción matemática”.
Internet es un mundo de hombres, creado por hombres y dirigido por hombres: hombres blancos, anglosajones en su mayoría, localizados en un valle en California y orientado a la obtención del máximo beneficio. Un mundo atravesado por lógicas de monopolio, control y vigilancia, que dejarían en pañales a la policía política de cualquier dictadura
Además del sempiterno tono expiatorio, cansino hasta la extenuación, llaman la atención los recursos audiovisuales en la narración, que hacen que uno sienta lástima por unos ya no tan jóvenes, multimillonarios, que han ocasionado problemas globales, poniendo en riesgo no sólo la vida, la convivencia y la salud mental de miles de millones de personas, socavando la democracia y sus posibilidades, fomentando el odio, la polarización y el autoritarismo a través de los algoritmos, esas armas matemáticas de destrucción masiva a las que llamo Algoritarismos.
El documental no soporta un superficial análisis de clase, raza y género. Al verlo, pensaba en una de las tesis de mi compañera Remedios Zafra en ese maravilloso libro suyo llamado “El entusiasmo”. Internet es un mundo de hombres, creado por hombres y dirigido por hombres: hombres blancos, anglosajones en su mayoría, localizados en un valle en California y orientado a la obtención del máximo beneficio. Un mundo atravesado por lógicas de monopolio, control y vigilancia, que dejarían en pañales a la policía política de cualquier dictadura. Internet es como un shopping center, dice una de las voces críticas entrevistadas y recordé las palabras de una buena amiga brasileña: “odio los shopping centers”. Esa es la lógica.
En otra clave, que Netflix acoja un proyecto de este tipo y lo patrocine sin medida, el magnífico Low and Behold, de Werner Herzog, pasó sin pena ni gloria y ya no está disponible, debería hacernos pensar en la guerra que la plataforma mantiene con otras plataformas de reciente creación, en la disputa por ese espacio de negocio y sus audiencias, sus ¿clientes?
Comencé a ver el documental y lo dejé a medias; al día siguiente la plataforma me notificaba vía mail que todavía no había terminado de verlo. Dichosas notificaciones. Expuestas como algo de lo que deshacerse por los arrepentidos geeks que abrieron la caja de Pandora de las redes a finales de la pasada década, el mail que Netflix me envió ejemplifica bien la contradicción entre la crítica superficial a los peligros de un modelo de negocio y la asunción sin escrúpulos de éste en una operación sospechosamente publicitaria de lavado de cara. Buena parte de los testimonios son de personas que ya no trabajan en las compañías que fundaron o contribuyeron a fundar y que ahora critican.
La esquizofrenia generada por esa tensión entre las expectativas sintéticas y filtradas, diseñadas neuronalmente para cada uno y un presente precarizado que se deshace a nuestros pies, a cada paso, hacen que no sólo predecir qué pueda suceder en un futuro inmediato, a corto e incluso a largo plazo, permita a los gurús del valle de Silicio y sus algoritmos anticiparse y diseñarnos ese futuro prometedor
Un momento interesante del documental nos muestra a Jaron Lanier, uno de los padres -la figura del padre, del inventor, del emprendedor es inevitable-, muy crítico con las redes sociales, exponiendo la que quizá sea una de las claves importantes, pero que el documental evita. El modelo de negocio de las redes sociales, de las apps, de las plataformas de streaming y vídeo, no se basa sólo en los datos que generamos y la publicidad discriminada que los sustenta y nos convierte en productos, en yonkis a través de una tormenta de mierda (shitstorm) que nosotros mismos producimos. Una tormenta, por otra parte, incesante, directa al córtex cerebral, al hipotálamo, que acosa y viola nuestra cognición transformándola, dinamitando nuestros deseos, apropiándose de estos y generando otros deseos sintéticos, que poco o nada tienen que ver con nuestras apetencias y voliciones, con nuestros anhelos.
La esquizofrenia generada por esa tensión entre las expectativas sintéticas y filtradas, diseñadas neuronalmente para cada uno y un presente precarizado que se deshace a nuestros pies, a cada paso, hacen que no sólo predecir qué pueda suceder en un futuro inmediato, a corto e incluso a largo plazo, permita a los gurús del valle de Silicio y sus algoritmos anticiparse y diseñarnos ese futuro prometedor. La modificación de nuestras cogniciones, nuestros deseos y comportamiento, nuestras decisiones, sin que siquiera seamos conscientes. Un poder maquínico-chamánico jamás soñado por popes, sacerdotes o augures, que requerían de una violencia extrema para imponer sus dogmas de fe.
La violencia que generan las redes sociales de Internet está emparentada con aquella microfísica que describió el filósofo francés Michel Foucault: su poder está en todo lugar y en ninguno, se ejerce sobre nosotros con nuestro consentimiento y somos nosotros quienes la creamos cediendo todo nuestro poder al conectarnos, al clicar, al descargar una app, mientras esperamos una respuesta al “escribiendo” del Whatsapp, cediendo toda nuestra atención.
Las soluciones planteadas por los arrepentidos geeks pasan por que las compañías paguen y asuman su responsabilidad, ya vemos la imposibilidad de hacer prosperar una tasa Tobin para las tecnológicas, la llamada tasa Google, o el caso omiso a las sanciones por evasión fiscal de la actividad de algunas de ellas que tributan en países de la Unión Europea.
En ningún momento, salvo por la intervención de la Dra. Zubboff, se cuestiona el capitalismo, un capitalismo arraigado hoy día en las tecnológicas, más aún en plena pandemia; prueba de ello son los beneficios de Amazon en el trimestre del confinamiento global, la primera en capitalización bursátil, seguida entre las diez primeras por Alfabet, Facebook, etc., las llamadas GAFA.
Otras soluciones de carácter individual que proponen son eliminar las notificaciones en la configuración, navegadores no rastreables y encriptados, también en el correo y los servicios de mensajería privados. Pero estas soluciones no nos hacen soberanos, no mientras no aprendamos código y tengamos el control sobre los datos y su uso y destino. La amenaza es tan enorme sobre nuestra propia vida que sólo cabría desconectarse pero, ¿es posible? ¿Tenemos el valor y el coraje necesario? Es más, ¿serviría de algo que nos desconectásemos si no nos desconectan?