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Tecnopolítica
Datos
La inexistencia de una política pública de datos acorde a los desafíos actuales, implica que las administraciones, incapaces de administrar ese oro del siglo XXI, acaben privatizando su gestión. Y se trata de un oro soberano y común, que deberíamos defender
Los datos eran el nuevo credo hasta la pandemia, vivíamos en la data-driven society, en inglés, la sociedad regida por datos, conducida por estos, la datacracia. Tanto es así, que algunos oráculos se atrevieron a vaticinar el fin de la teoría, de las ciencias sociales, de las Humanidades, con la llegada del Big Data, como otrora Francis Fukuyama lo hiciera con la Historia. Pero en pleno apogeo de la Big Data-driven Society y sus ecos thatcherianos de gobierno digital de corazones y mentes, la pandemia ha demostrado su incapacidad para revelar verdad alguna a través de aquellos, más allá de su propio uso instrumental, toda vez que los oficiantes de este culto parecen hablar aún, en muchos casos, la cuantificadora lengua vernácula del ábaco.
Quedarnos en la enumeración nos incapacita para pensarnos socialmente, de modo colectivo, nos atomiza y segrega, nos desorienta entre los vaivenes de cifras, atenazando nuestra capacidad de respuesta colectiva
Más allá de las antediluvianas, digitalmente hablando, tablas en los PDF con los contajes, que dibujan las dificultades de la tan cacareada transparencia, necesaria para el ejercicio del gobierno electrónico, democrático y abierto verbigracia, así como de la inexistencia de coordinación entre diversas administraciones y agencias en un mundo global, la COVID-19 ha mostrado tout court, la inexistencia de una política pública de datos, de una capacidad de gestión de estos acorde a los desafíos y el espíritu de los tiempos.
Más temprano que tarde, las administraciones, incapaces de administrar ese oro del siglo XXI, un oro soberano y común que deberíamos defender, se echarán en los brazos de quienes sí poseen dicha capacidad, con sustanciosos contratos por los que la ciudadanía pagará con creces de modo constante, no sólo a través de la licitación pública con la hucha común, sino con nuestros propios datos soberanos.
La pandemia se torna la excusa perfecta para abrir el acceso al gobierno electrónico a las corporaciones digitales con capacidad para minerar los datos, desde la Sanidad a la Educación (e. g. enseñanza virtual, sin pagar derechos de explotación y propiedad intelectual a los docentes), pasando por todos y cada uno de nuestros soberanos gestos digitales cotidianos, en una nueva suerte de extractivismo, de esclavitud, vendida a caballo entre las ficciones de seguridad y libertad.
No obstante, siempre que uno esté dispuesto a desafiar la dictadura del número e ir más allá, cruzando el farragoso bosque cuantitativo, una nada sutil necropolítica emerge de los errores de cálculo en torno a la gestión de los datos de estos meses. El Big Data puede hablarnos del qué, pero no nos habla del cómo. Sin éste, sin la teoría, sin las ciencias sociales, las Humanidades, las ciencias humanas, cualquier explicación, cualquier posible respuesta está incompleta, herida de muerte. Quedarnos en la enumeración nos incapacita para pensarnos socialmente, de modo colectivo, nos atomiza y segrega, nos desorienta entre los vaivenes de cifras, atenazando nuestra capacidad de respuesta colectiva, nos mata, social y políticamente, ahogados por los números.
En el envés de esta política por decreto de la gestión de los datos por otros medios, que es la guerra al coronavirus, una guerra cuyo campo de batalla va más allá de nuestros cuerpos, proyectándose sobre nuestros corazones y mentes
Resulta sospechosamente alarmante cómo las corporaciones, capaces de microsegmentar audiencias y productos, de rastrearnos y seguirnos en tiempo real, de reconocernos facialmente, así como de modelar conductas e inclinar ¿nuestras? tendencias y deseos, que van del voto al consumo, correlato uno del otro hoy día; cómo esas corporaciones no han puesto al servicio de la sociedad dicha abrumadora capacidad para gestionar la crisis humanitaria de proporciones globales que padecemos y ha transformado nuestras sociedades para siempre.
Antes al contrario, están disputando desde el primer momento las regalías por la trazabilidad, el seguimiento y el control, es decir, por la potestad para gestionar estas, llegando incluso a alianzas inéditas entre gigantes tecnológicos enfrentados hasta ahora, por el acceso a nuestra intimidad, la última frontera por colonizar del capitalismo de la que extraer valor en un mundo degradado por el cambio climático y la crisis ecológica.
En el envés de esta política por decreto de la gestión de los datos por otros medios, que es la guerra al coronavirus, una guerra cuyo campo de batalla va más allá de nuestros cuerpos, proyectándose sobre nuestros corazones y mentes, entre las trincheras del pathos y el ethos, vuelve heterotópicamente de la mano de la Nueva Normalidad, aquello a lo que el filósofo francés Michel Foucault llamó la ideología de la seguridad o el sociólogo Mike Davis calificó como la ecología del miedo.
Se trata de una suerte de datacracia que aplana nuestras anomalías salvajes, entalonando nuestras diferencias para reducirnos a una mera tendencia que explotar económicamente, políticamente por ende. De ahí la necesidad de ser trazados, controlados, reescritos y programados, desahuciados de nuestro propio código, tras el expolio en disputa por nuestros últimos bienes comunes, por nosotros mismos, por transformar nuestros propios cuerpos políticos deseantes. Deus ex machina y, como sabemos, en el principio, fue el verbo.