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Sidecar
Política, feminismo y psicoanálisis
A modo de demostración de que lo reprimido sí retorna, la política ha irrumpido en el mundo supuestamente apolítico del psicoanálisis estadounidense. Un grupo de interés, Black Psychoanalysts Speak, y un documental, Psychoanalysis in El Barrio, tratan de corregir los prejuicios raciales y de clase del análisis psicoanalítico. En Unbehagen, una lista de correo electrónico psicoanalítico, se debate si es necesario que el género, la raza, la etnia y la orientación sexual del o de la psicoanalista coincidan con los del paciente. La propia American Psychoanalytic Association (APsA) se ha visto sacudida por recriminaciones políticas, purgas, dimisiones y denuncias. Un artículo de Donald Moss, publicado en la revista de la asociación, sirvió de catalizador en este caso. De acuerdo con su presentación:
La blanquitud es una condición que primero se adquiere y luego se tiene, una condición maligna, parasitaria, a la que los “blancos” son particularmente susceptibles. La condición es fundacional y genera formas características de ser en el propio cuerpo, en la propia mente y en el propio mundo. La blanquitud parasitaria hace que los apetitos de sus anfitriones sean voraces, insaciables y perversos.
La reacción al artículo presentó una feroz división. Hubo quien lo consideró una valiosa ampliación de la teoría psicoanalítica, mientras que otros creyeron que dejaba de lado factores vitales determinantes de la racialización, tales como la desindustrialización, la discriminación sindical y las desigualdades del mercado inmobiliario. En respuesta a la controversia se constituyó un organismo interno, la Comisión Holmes, para “investigar el racismo sistémico y sus determinantes subyacentes presentes en la American Psychoanalytic Association y ofrecer soluciones para abordar la totalidad de los aspectos identificados de racismo”. Una de las repercusiones de todo ello ha sido el debate suscitado sobre el antisemitismo precipitado por la invitación a pronunciar una conferencia a un controvertido terapeuta psicoanalítico libanés, que provocó la dimisión del presidente de la asociación, Kerry Sulkowicz.
Estos acontecimientos son dignos de mención en sí mismos, pero también plantean cuestiones más amplias sobre la relación entre el psicoanálisis y la política. Lo sorprendente de la politización del psicoanálisis contemporáneo es hasta qué punto se ajusta al identitarismo liberal, a veces denominado wokeness, que prevalece en la cultura en general y que considera que males sistemáticos como el racismo emanan de las psiques individuales, siguiendo el modelo del pecado. Esto supone un triste desvío para una corriente de pensamiento que ofrecía una auténtica alternativa al moralismo. Sin embargo, lo que está en juego va más allá del psicoanálisis considerado en sí mismo. Se trata de las perspectivas de la izquierda del siglo XXI capaz de abarcar una concepción no reduccionista de las relaciones existentes entre el mundo social y la psicología individual. En los últimos años también se ha producido un cierto resurgimiento del pensamiento psicoanalítico en la izquierda estadounidense. Sam Adler-Bell, copresentador del podcast Know Your Enemy, lo atribuye a la derrota de Bernie Sanders. “Se está produciendo un giro hacia el interior —especula—, quizá este psicoanálisis puramente materialista de las motivaciones de la gente no nos da lo que necesitamos para dar sentido a este momento”. Una nueva revista, Parapraxis, se describe a sí misma como un “suplemento de orientación psicoanalítica a la crítica radical y al materialismo histórico”, prometiendo descubrir “la dimensión psicosocial de nuestras vidas”.
Para abordar esta situación debemos considerar las historias entrelazadas del socialismo, el feminismo y el psicoanálisis. La principal contribución del socialismo fue la idea de que la democracia y la libertad individual no podían lograrse sin contrarrestar el capitalismo de manera significativa. Al desarraigar al campesinado y reunir a los trabajadores en las ciudades, la industrialización creó las bases de un movimiento revolucionario. Menos a menudo se señala que este mismo proceso transformó la familia. Anteriormente la familia había sido el principal lugar de producción y reproducción y, por lo tanto, el sentido de identidad del individuo estaba arraigado en el lugar que ocupaba tanto en el trabajo como en el hogar. El capitalismo industrial separó el trabajo remunerado del hogar. Las consecuencias fueron dobles. En primer lugar, la separación contribuyó a propiciar un nuevo orden de género entre la burguesía emergente basado en el culto a la verdadera feminidad, que implicaba que el sufrimiento de las mujeres las dotaba de autoridad moral. En segundo lugar, la separación contribuyó a aflojar los lazos que ataban a los individuos de ambos sexos al lugar que ocupaban en sus respectivas familias, propiciando la idea de una vida personal, de una identidad distinta del lugar que cada ser humano ocupa en su respectiva familia, en la sociedad y en la división social del trabajo.
Comprender que la sociedad capitalista moderna no se basa simplemente en el auge de la industria, sino también en la retirada de la producción de la familia, ayuda a aclarar las aportaciones y los puntos ciegos del socialismo, el feminismo y el psicoanálisis
Comprender que la sociedad capitalista moderna no se basa simplemente en el auge de la industria, sino también en la retirada de la producción de la familia, ayuda a aclarar las aportaciones y los puntos ciegos de estas tres corrientes emancipadoras. Los socialistas tendían a reducir la cultura y la psicología a la economía. Centrados en la economía política, dejaron la familia y la vida personal al psicoanálisis y al feminismo. A su vez, el psicoanálisis y el feminismo se centraron en la familia, descuidando su relación con la economía capitalista. Durante la década de 1960, la opinión predominante en la izquierda era que el psicoanálisis era apolítico o “individualista”, pero, de hecho, era político en un sentido diferente, dado que se hallaba centrado no en la relación existente del capital frente al trabajo, sino, por el contrario, en la libertad del individuo frente a las formas interiorizadas de autoridad, incluidas las que eran objetivo de las revoluciones democráticas, como la tradición, las relaciones amo/siervo y la iglesia, todas las cuales Freud relacionaba vagamente como ley paterna. Con el tiempo, especialmente durante la década de 1960, quienes fueron influidos por el psicoanálisis dirigieron su atención a otras formas de autoridad interiorizada, en particular el racismo y el sexismo, así como a formas de vergüenza y culpa específicas del capitalismo, esto es, a la deferencia mostrada al supuesto conocimiento científico, la doxa y, por supuesto, la deferencia al propio psicoanálisis.
En general, el psicoanálisis no se enfrentó directamente a las instituciones, sino que actuó indirectamente sobre ellas a través de sus efectos sobre los individuos. De este modo, el psicoanálisis reflejaba la nueva experiencia de la vida personal, presupuesta por Freud en la teoría del inconsciente. De acuerdo con esta teoría, las ideas o estímulos que llegaban al individuo procedentes de la sociedad o de la cultura no se registraban directamente, sino que se disolvían y reconstituían internamente de modo que adquirían significados personales, incluso idiosincrásicos. Como resultado de todo ello, la vida interior de los hombres y mujeres modernos se organizaba a través de símbolos y narraciones, que se habían vuelto personales o idiosincrásicas; la vida psíquica podía interpretarse, pero no reintegrarse en un todo previamente existente. Desde este punto de vista, la raza, el género o la nacionalidad de una persona no se traducen sin más en su mundo intrapsíquico, sino, por el contrario, se refractan a través de las contingencias de su vida personal, lo cual significa que la política entra en la consulta en función de su significado para el paciente individual y no al servicio de un programa político. Lejos de estar definida por unas determinadas ideas políticas, la práctica psicoanalítica era abierta, no utilitaria e impredecible.
No resulta casual que las rebeliones de la década de 1960, en las que las mujeres y las cuestiones de la vida personal ocuparon un lugar central, desempeñaran un papel clave en la redefinición de la política del psicoanálisis
Durante varias décadas la contribución potencial del psicoanálisis a la política radical no fue ampliamente apreciada. Una de las razones de ello es que el psicoanálisis no estaba orientado a un grupo sociológico identificable, como la clase obrera, sino en realidad a nuevas posibilidades históricamente específicas de emancipación personal, que el capitalismo prometía pero no podía cumplir. Los límites de la política psicoanalítica también reflejaban el reduccionismo psíquico o cultural incorporado a la separación de la familia y la economía. Esa separación dio lugar a nuevas formas de pensar la historia y la política, centradas en el papel de la psicología en la comprensión tanto de los individuos como de los grupos o masas, pero estos tendían a ser pensados en sí mismos y no como parte de una teoría social más amplia. No resulta casual, pues, que las rebeliones de la década de 1960, en las que las mujeres y las cuestiones de la vida personal ocuparon un lugar central, desempeñaran un papel clave en la redefinición de la política del psicoanálisis.
Este cambio comenzó con los intelectuales negros que recurrieron al psicoanálisis para dilucidar los costes interiores del racismo. El sociólogo Horace R. Cayton Jr., al describir su propio psicoanálisis, escribió que aunque había comenzando pensando que la raza era un adecuado “cajón de sastre”, una racionalización de la insuficiencia personal, acabó comprendiendo que la raza “llegaba hasta el núcleo de mi personalidad [y] constituía el núcleo central de mi inseguridad. […] Debo de haberla ingerido con la leche materna”, añadió. Richard Wright, profundamente marcado por el psicoanálisis, afirmó que “lo que se había tomado por nuestra fuerza emocional eran nuestras confusiones negativas, nuestras huidas, nuestros miedos, nuestro frenesí bajo presión”. Fanon, psiquiatra freudiano, escribió:
Me golpearon los tambores, el canibalismo, la deficiencia intelectual, el fetichismo, los defectos raciales [...]. Me alejé de mi propia presencia [...]. ¿Qué otra cosa podía ser para mí mismo sino una amputación, una escisión, una hemorragia que salpicaba todo mi cuerpo de sangre negra? Me caso con la cultura blanca, con la belleza blanca, con la blancura blanca.
Estas obras nunca pretendieron sustituir a los análisis de la segregación y del sistema de plantación, sino por el contrario complementarlos, profundizarlos y complicarlos. El resultado fue el freudomarxismo en el que la psicología individual y la teoría social ocupaban el lugar que les correspondía. Otros esfuerzos por alcanzar ese equilibrio fueron la reinterpretación de la Reforma (Erik Erickson, Norman O. Brown, Erich Fromm) y las obras sobre la sociedad y la cultura de masas (Wilhelm Reich, Theodor W. Adorno, Christopher Lasch, Richard Hofstadter, Herbert Marcuse).
Los esfuerzos efectuados durante la década de 1960 para producir una comprensión no reductiva de las relaciones existentes entre lo social y lo psíquico se vieron cortocircuitados. Aunque el culto a la verdadera feminidad había muerto hacía tiempo, muchas mujeres seguían suspendidas entre dos planteamientos diferentes de la familia: por un lado, el planteamiento que postulaba que la familia y las relaciones personales en general eran el ámbito especial, moral, de la mujer; y, por otro, que la emancipación sexual y personal exigía liberarse de la familia. El resultado fue una profunda ambivalencia hacia el psicoanálisis, que influyó en las actitudes tanto como el sexismo real de los psicoanalistas estadounidenses. La aproximación más relevante fue la expresión sin tapujos por parte de las feministas de la magnitud del sufrimiento de las mujeres y el profundo sentido de la injusticia de una sociedad dominada por los hombres. El resultado fue que la ambivalencia se resolvió negativamente.
Esta resolución informó dos libros publicados en 1970, que anunciaron el nacimiento del feminismo de la segunda ola: Sexual Politics, de Kate Millett, y Dialectic of Sex, de Shulamith Firestone. Para Millett, Freud era el líder de una contrarrevolución contra el feminismo llevada a cabo bajo la bandera de la envidia del pene. Firestone redefinió la envidia del pene como envidia del poder y sustituyó la idea de Marx y Engels de una dialéctica de clases por una dialéctica del sexo en virtud de la cual el dominio de los hombres sobre las mujeres y los niños era la fuerza motriz de la historia. Ambos libros pretendían sustituir el psicoanálisis por el feminismo. Gayle Rubin llamó al psicoanálisis “feminism manqué”.
Psychoanalysis and Feminism (1974), de Juliet Mitchell, marcó un nuevo giro en el encuentro entre el feminismo y el psicoanálisis. Mitchell era socialista —y editora de la NLR— y se hallaba influida por Fanon y por el psicoanálisis existencial de David Cooper y R. D. Laing. La cuestión que le preocupaba era cómo las mujeres viven en sus “cabezas y corazones una autodefinición que es en el fondo una definición de la opresión”. En 2017 recordó:
[…] fue mi fascinación por la rabiosa postura contraria a Freud de las primeras feministas estadounidenses durante la segunda mitad de la década de 1960 lo que me hizo encaminarme a la biblioteca del British Museum para leer los cinco artículos escritos por Freud sobre la mujer. En realidad, leí sin parar los veintitrés volúmenes de su obra traducida. Psychoanalysis and Feminism fue el resultado de esa lectura. Había encontrado lo que quería: alguna forma de pensar la cuestión de la opresión de las mujeres.
Su libro criticó el feminismo de la segunda ola por haberse “deshecho de la vida mental”. Para estas feministas, se lamentaba, “todo sucede realmente [...] no hay otro tipo de realidad que la realidad social”.
A finales de la década de 1970 y durante la de 1980, algunas feministas, homosexuales y, en menor medida, personas de color se convirtieron en psicoanalistas, terapeutas o trabajadores sociales psiquiátricos. En su mayoría, sin embargo, no se unieron a Mitchell para volver a Freud. Por el contrario, transformaron el psicoanálisis en el denominado paradigma relacional, que no se centraba en el inconsciente individual, sino en las relaciones interpersonales. Basándose en la famosa observación de Winnicott —“no existe tal cosa como un bebé”—, es decir, la madre siempre está presente, el psicoanálisis relacional fue una formación de compromiso, que combinaba un paradigma centrado en la madre, en la introspección práctica y en un nuevo código de conducta. Las feministas psicoanalíticas sustituyeron el “sexo” por el “género”, desechando así la teoría psicoanalítica de la motivación sin poner otra en su lugar. La teoría de Melanie Klein sobre las relaciones objetuales inconscientes, en gran medida, si no totalmente, coherente con Freud, fue tergiversada como interpersonal o relacional. Nancy Chodorow y Jessica Benjamin dieron prioridad a la diferencia de género e idealizaron la sintonía y otras habilidades interpersonales asociadas a la mujer. Para otras autoras, el inconsciente desapareció en una fenomenología de las relaciones íntimas, como el flirteo, los besos, las cosquillas y el aburrimiento, o en una microsociología de los insultos y las lesiones.
Esta idea de que la agresión viene del exterior funciona muy bien con el paradigma liberal/mercantil, que se basa en un modelo de equilibrio y niega que exista agresión alguna en el seno del sistema de mercado, afirmando que todo problema debe ser externo proviniendo del Estado, del monopolio o de China
El giro relacional sustituyó el inconsciente por una teoría ética de las relaciones interpersonales, lo cual contribuyó a lo que hoy se conoce como wokeness. En realidad, lo que se verifica en ausencia de una teoría del inconsciente es la proyección. Todo lo malo y todo lo incorrecto se considera que viene del exterior. La teoría de la envidia del pene era desagradable, dolorosa e incluso errónea, pero su propia estructura incluía un esfuerzo por dilucidar cómo las mujeres podían haber movilizado su agresión contra sí mismas. Cuando los individuos carecen incluso del concepto de una vida intrapsíquica y mucho menos tienen acceso a ella, proyectarán su agresividad y otros “malos” sentimientos hacia el exterior, generando la necesidad de los avisos de contenido, de los juicios morales colocados junto a determinados cuadros, y de los decanos y rectores que desempeñen el papel de policías, para construir definiciones de la universidad —y de la Nueva Izquierda— como una cultura de la violación. Esta idea de que la agresión viene del exterior funciona muy bien con el paradigma liberal/mercantil, que se basa en un modelo de equilibrio y niega que exista agresión alguna en el seno del sistema de mercado, afirmando que todo problema debe ser externo proviniendo del Estado, del monopolio o de China. La negación de la agresión conduce al moralismo basado en la idea, que deriva a su vez del culto a la verdadera feminidad, de que el victimismo confiere autoridad moral. Aquí, la estructura intrínsecamente engañosa del capitalismo se muestra en el ámbito de la moralidad.
La exigencia de reconocimiento puede leerse como la contrapartida política del giro relacional. La reacción abrumadoramente negativa de las feministas al libro de Christopher Lasch Culture of Narcissim (1979) señaló el triunfo de la recién acuñada “teoría del reconocimiento” hegeliana sobre la autorreflexión freudiana. En ese libro, Lasch consideraba la exigencia de reconocimiento como un síntoma de una sociedad basada en la atención en la que prevalecían los procesos del reflejo y la idealización. Sin embargo, para sus críticas feministas Lasch era un defensor de un ideal de autonomía pasado de moda y “masculinista” y nada más que eso. Mientras tanto, respondiendo no al feminismo sino al trauma alemán de los años del nazismo, Jürgen Habermas rechazó los intentos de Adorno y Horkheimer de combinar a Freud y Marx en favor de un paradigma basado en la intersubjetividad, el diálogo democrático y la acción comunicativa, que hundía sus raíces en el pragmatismo y la psicología social estadounidenses. Estas corrientes fueron puestas en relación con el feminismo por Axel Honneth, quien argumentó que la exigencia de reconocimiento, en el sentido hegeliano de Anerkennung, es la llave maestra de la justicia. El resultado fue una nueva noción de “teoría crítica”, que sustituyó al freudomarxismo: Winnicott sustituyó a Freud y Talcott Parsons a Marx.
Al reunir en una sola institución los elementos más atrasados de la sociedad y las posibilidades más visionarias, la política de la familia es combustible
Volvamos ahora a nuestras raíces decimonónicas, cuando la retirada de la producción de la familia creó la demanda moderna de libertad personal, entendida como algo situado más allá de la economía. Seguramente Marx, que lo leía todo y había abrazado la obra de pensadores no socialistas como Charles Darwin y Lewis Henry Morgan, así como la de monárquicos como Honoré de Balzac, se habría sentido fascinado por Freud, Fanon y Mitchell, entre otros autores y autoras. Al igual que aprendemos del poscolonialismo sobre la nación, necesitamos pensar en la familia en términos de desarrollo desigual y combinado. Al reunir en una sola institución los elementos más atrasados de la sociedad y las posibilidades más visionarias, la política de la familia es combustible. La separación forzada entre formas de emancipación personal, como la liberación de la mujer, el antirracismo y la política de identidad, por un lado, y el socialismo, por otro, se produjo durante la década de 1960, cuando las tres corrientes emancipadoras —socialismo, feminismo y psicoanálisis— estaban más cerca de unirse.
Un psicoanálisis revitalizado, impulsado por el redescubrimiento del carácter personal del inconsciente, fortalecería enormemente nuestras exploraciones de la libertad humana
La alternativa al wokeness, por último, no es la separación abstracta y liberal de lo individual y lo político, sino por el contrario la interdependencia entre lo individual y lo colectivo. Todos los seres humanos tienen necesidades materiales y sociales básicas, que únicamente pueden satisfacerse colectivamente. Así lo han entendido históricamente los socialistas. Pero las necesidades del individuo no pueden reducirse a lo colectivo; también son interiores, psicológicas y personales. De ahí la lógica de la idea del psicoanálisis como complemento del socialismo. Un psicoanálisis revitalizado, impulsado por el redescubrimiento del carácter personal del inconsciente, fortalecería enormemente nuestras exploraciones de la libertad humana —en la psicoterapia, en las artes y en el discurso público— y sería un aliado natural para una política socialista revitalizada. Mientras tanto, siempre hay un lugar para la reforma moral, incluso bajo el socialismo, pero desde luego no en el psicoanálisis.