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Con la caída del gobierno holandés el 7 de julio pasado, el reinado de Mark Rutte, el primer ministro más longevo de la historia del país, ha llegado a su fin. Era el político gerencial par excellence: un hombre que había perfeccionado sus habilidades en el departamento de recursos humanos de Unilever antes de servir una larga temporada en la sala de máquinas del derechista Partido Popular por la Libertad y la Democracia holandés (Volkspartij voor Vrijheid en Democratie, VVD). Su mandato se caracterizó por grandes turbulencias políticas y económicas, pero durante más de una década logró capear sucesivas crisis y asegurar a su partido una serie encadenada de victorias electorales. Al dimitir por voluntad propia, ha evitado hábilmente ser derribado por sus rivales. Su sesión de despedida en el Parlamento fue cálida y cordial; la oposición mayoritaria sólo tuvo palabras elogiosas para con él. Al propio Rutte se le oyó susurrar a uno de los líderes de la oposición de centro-izquierda: «Te quiero».
En medio de la crisis de la Eurozona de 2010 y navegando sus aguas, Rutte optó al puesto de primer ministro con un programa, que reproducía conscientemente la «gran sociedad» de David Cameron: atlantista, mercantilista, comprometida con la reducción del sector público mediante la delegación de la responsabilidad en los hogares, las organizaciones benéficas y los grupos comunitarios. Rutte la denominó la «sociedad de la participación», diciendo a los votantes que «el Estado ya no es la máquina de la felicidad». Fue un mensaje que resonó entre las bases del VVD: grandes empresas, pequeñoburgueses conservadores y pensionistas. Una vez elegido con el 20 por 100 de los votos, Rutte lanzó a partir de 2012 una campaña de austeridad sin precedentes, que fue respaldada por los socialdemócratas y desencadenó la recesión más larga y la mayor ola de empobrecimiento de la historia holandesa de posguerra. Los efectos fueron el aumento de la deuda pública, el incremento de las tasas de suicidio, el descenso de los salarios y una grave crisis asistencial. Sin embargo, nada de esto importaba mientras siguiera fluyendo la inversión extranjera. Una y otra vez, Rutte recordó a los votantes que la riqueza de la nación holandesa dependía de sus multinacionales y habló del país como una sociedad anónima: «BV Nederland».
Una vez realizado este reajuste económico, Rutte se centró en las guerras culturales durante su segundo y tercer mandato: adoptó una postura dura ante la crisis migratoria y prohibió el burka en diversos espacios públicos. (En el exterior, mientras tanto, el VVD prestó ayuda al Frente del Levante —Daesh— sirio, que a su vez imponía la sharia y llevaba a cabo ejecuciones sumarias en sus territorios). Finalmente, cuando la economía holandesa empezó a recuperarse de sus heridas autoinfligidas y comenzó a abrirse un nuevo espacio de maniobra presupuestario, la pandemia de la Covid-19 obligó al gobierno a tomar cartas en el asunto. Una vez más, Rutte siguió el ejemplo de los conservadores británicos. Al principio dio rienda suelta al virus y confió en la inmunidad de rebaño, antes de dar un brusco giro de 180 grados dos semanas más tarde, aplicando duras medidas de bloqueo y otras «medidas no farmacológicas» para evitar sobrecargar el mercantilizado sistema sanitario holandés.
Los medios de comunicación manufacturaron su respuesta a la pandemia como altamente competente, lo que le permitió esquivar el desafío lanzado por el Foro para la Democracia (Forum voor Democratie, FVD) de Thierry Baudet –una formación euroescéptica de extrema derecha– y conseguir su reelección como primer ministro en 2021. (Desde entonces han salido a la luz más informes reprobatorios sobre la estrategia de Rutte en materia de salud pública, pero el primer ministro puede respirar tranquilo gracias al aplazamiento indefinido de la comisión de investigación parlamentaria, que debía comenzar sus trabajos en 2025).
Países Bajos
Países Bajos La revuelta de los agricultores neerlandeses
La tercera coalición de Rutte se vino abajo cuando salieron a la luz informes de que el gobierno holandés había tomado medidas brutales contra los padres y madres vulnerables en relación con las ayudas para el cuidado de sus hijos. Tras doscientos noventa y nueve días de negociaciones para formar gobierno, algo sin precedentes en los Países Bajos, se formó un nuevo gabinete en 2022, pero para entonces la situación política había cambiado: la pandemia había desaparecido y la guerra asolaba Ucrania. Además, el Tribunal Supremo neerlandés había dictaminado que el gobierno incumplía sus obligaciones climáticas, lo que obligó a Rutte a anunciar que cerraría granjas y reduciría a la mitad el número de cabezas de ganado del país.
Se trataba de una solución contundente a los problemas causados por la sobredimensionada industria ganadera neerlandesa, responsable del 46 por 100 de sus emisiones de nitrógeno, y a la destrucción de reservas naturales y la contaminación de zonas legalmente protegidas por la Unión Europea. Sin la reducción de este vasto sector, los Países Bajos no podrán cumplir jamás con sus objetivos medioambientales. Sin embargo, ante la ausencia de algo parecido a una «transición justa» concebida para compensar la pérdida de puestos de trabajo y para reorientar la economía al margen de las exportaciones agrícolas, la decisión de sacrificar un gran número de animales causó un temor comprensible los agricultores. Dados los recursos públicos reasignados para satisfacer los presupuestos de defensa y ayuda militar y los planes para compensar la crisis del coste de la vida provocada por las sanciones occidentales impuestas a Rusia, los fondos para emprender políticas sociales ecológicas escaseaban.
Esta situación desencadenó una oleada de agresivas protestas protagonizadas por los agricultores, con cientos de tractores bloqueando las principales autopistas, que culminó con la creación del Movimiento Campesino-Ciudadano (BoerBurgerBeweging, BBB) en 2019: un partido populista de derecha financiado por el poderoso complejo agroalimentario neerlandés y dirigido por una antigua periodista de la industria cárnica. En marzo de este año, el BBB infligió una dolorosa derrota electoral al VVD, cosechando 1,4 millones de votos y alzándose con la victoria en todas y cada una de las provincias holandesas. Gran parte de sus partidarios eran ruralistas descontentos, residentes en los llamados «lugares que a nadie le importan». Muchos de ellos habían votado antes al Partido por la Libertad (Partij voor de Vrijheid, PVV), escisión antimigrante del VVD, o al propio VVD. A estos electores no les convencían necesariamente todos los puntos del programa del BBB, que incluye un tope de refugiados y normas más estrictas para integrar a los migrantes, pero les repugnaba lo suficiente la maquinaria política de Rutte y su aparente disposición a sacrificar sus medios de vida. Algunos votantes urbanos también se inclinaron por el BBB después de que el gobierno suspendiera grandes proyectos de construcción en un ostentoso intento de reducir los niveles de emisiones, renunciando a cualquier intento de hacer frente a la crisis de la vivienda del país.
Frans Timmermans, que ha ocupado casi todos los puestos políticos imaginables a lo largo de su carrera política, pretende encabezar la lista combinada de socialdemócratas y verdes
Rutte ultimó su nuevo gabinete justo mientras crecía la popularidad del BBB. El ministro de Finanzas, Wopke Hoekstra, antiguo socio de McKinsey, intercambió su puesto con la ministra de Asuntos Exteriores, la antigua diplomática Sigrid Kaag, que lidera el partido socialmente liberal Demócratas 66 (Demokraten 66, D66). Las bases del VVD interpretaron estos movimientos como la señal de que D66 estaba ganando cada vez más influencia en el gobierno y de que Rutte tal vez había sido desarbolado por Kaag, que utilizaría su nuevo cargo para llevar a cabo una agenda elitista y ultraprogresista. Peor aún, durante las negociaciones de la coalición de 2022, Rutte se había comprometido a alcanzar ambiciosos objetivos medioambientales, que le obligaban a aprobar políticas –impuestos sobre los vuelos, sobre la gasolina y potencialmente sobre la carne–, que se consideraraban onerosas y autoritarias. El propio Rutte parecía sentirse cada vez más incómodo al verse asociado con la coalición, que se percibía como secuestrada por los «creyentes en el clima», que querían acabar con la industria alimentaria nacional, y por los «wokies» [progres], que pretendían disculparse por la implicación holandesa en el comercio de esclavos y eliminar la infame tradición nacional de Zwarte Piet, el ayudante negro de Santa Claus, habitualmente representado por un actor blanco.
Racismo
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En consecuencia, la popularidad del gobierno empezó a caer en picado. En una encuesta tras otra, se preveía que los partidos gobernantes perderían un gran número de escaños en las siguientes elecciones generales, mientras que el BBB seguiría creciendo. Los periodistas parlamentarios esperaban que Rutte hiciera todo lo posible por mantener unida a su grey, mientras esperaba un cambio en la marea electoral. Seguramente una coalición que se había formado con tanto esfuerzo no se desmoronaría tan fácilmente. Pero las cosas no se desenvolvieron de ese modo. Bajo la presión de los viejos cuadros y de los burócratas del partido, Rutte se puso manos a la obra para encontrar una vía de salida, que minimizara el previsible daño electoral que se cernía sobre el VVD. La nueva afluencia de migrantes registrada en 2023 le proporcionó el pretexto perfecto.
Los fundamentos para esta polémica ya estaban establecidos. Desde la Guerra contra el Terrorismo, los medios de comunicación holandeses han retratado el islamismo como una amenaza civilizatoria. La oposición a la inmigración en general y a la llegada de musulmanes en particular se ha convertido en el envite político decisivo del país, dividiendo a su mayoría conservadora de pura cepa de su minoría progresista «fuera de onda». Mientras tanto, las cuestiones materiales relacionadas con el coste de la vida, la renta disponible, la fiscalidad y la calidad y accesibilidad de los servicios públicos se consideran cuestiones tecnocráticas y por ende competencia exclusiva de los expertos económicos. El principal informativo diario de la televisión pública holandesa, Nieuwsuur, cuenta con un único economista neoclásico para informar a la ciudadanía sobre las causas de la inflación, la necesidad de subir o no los tipos de interés y los mejores medios para mantener la rentabilidad. Los políticos se han negado a hablar de la llamada «greedflation» [avaroinflación], porque la consideran un término insultante para los accionistas. Los intentos de romper este cordón sanitario por parte de la líder del Partido Socialista, Lilian Marijnissen, y del líder de la mayor federación sindical holandesa, Tuur Elzinga, han quedado hasta ahora en nada.
En esta coyuntura, a Rutte le resultó fácil arrojar cebo sangrante a sus bases confeccionando una disputa con sus socios de coalición. El desacuerdo se centraba en qué categorías de refugiados debían tener derecho a reunirse con sus hijos una vez que se les hubiera concedido formalmente el estatuto de refugiado. Dos de los cuatro partidos gobernantes, D66 y la Unión Cristiana, querían que se concediera este tanto a los refugiados políticos como a los procedentes de países devastados por la guerra. Rutte estaba dispuesto a aceptar la primera categoría, pero no la segunda. Convertir este asunto en un tema de ruptura permitió al VVD demostrar su dureza en materia de migración a un electorado cada vez más descontento y recuperar la iniciativa tras su caída en las encuestas. El partido demostró que su compromiso era lo suficientemente fuerte como para hacer el sacrificio postrero: el cuarto gobierno de Rutte y con él su carrera política.
Aún no se sabe si esta apuesta política dará sus frutos. A las próximas elecciones, previstas para noviembre, concurrirán líderes del partido aún desconocidos, ya que Hoekstra y Kaag han dimitido. Frans Timmermans, actual vicepresidente de la Comisión Europea, que ha ocupado casi todos los puestos políticos imaginables a lo largo de su carrera política, pretende encabezar la lista combinada de socialdemócratas y verdes. Sin embargo, los sondeos actuales sugieren que los votantes de derecha aprecian la decisión de Rutte de dimitir; algunas encuestas indican incluso que ha permitido al VVD situarse por delante del BBB.
En muchos sentidos, la decisión de Rutte tipifica la política que representa. El primer ministro es famoso por su aversión a los grandes proyectos ideológicos (en una ocasión citó la afirmación del canciller alemán Helmut Schmidt de que si uno quería visión era mejor que acudiera a un optometrista). En su lugar, se esfuerza por dominar el juego posicional que es la política contemporánea, dando prioridad a la táctica y la óptica sobre la estrategia y la sustancia. Su mayor preocupación siempre ha sido cómo sobrevivir a las próximas elecciones, cómo utilizar el próximo acontecimiento en su beneficio electoral, cómo diseñar una salida antes de que estalle la crisis y cómo asegurarse de que otro pueda ser culpado de una determinada situación. Los hechos, las políticas públicas y los protocolos democráticos son meros instrumentos para manipular las percepciones de la ciudadanía.
La dimisión de Rutte puede volver a repulir la imagen del VVD, pero también puede ser el pedernal xenófobo que enciende un polvorín político combustible. Como consecuencia de ello, el VVD podría ser incapaz de forjar otra coalición con partidos socialmente más progresistas, en cuyo caso no puede descartarse una futura alianza del partido con el BBB, lo cual, a su vez, significaría el fin de cualquier contribución holandesa seria al esfuerzo global para mitigar el colapso climático, junto con un creciente iliberalismo y un racismo sancionado por el Estado.
La reputación internacional de Rutte no se ha visto afectada por sus problemas internos. Su belicosidad en Ucrania, liderando el envío de armas cada vez más mortíferas, le ha granjeado la simpatía de la OTAN, cuya presidencia puede estar cerca. O puede que vuelva a Unilever. Durante uno de sus últimos debates parlamentarios, reflexionó sobre el hecho de que su mayor arrepentimiento político era no haber derogado los impuestos sobre los dividendos, supuestamente responsables de la decisión de Shell y Unilever de trasladar sus grupos al Reino Unido. Ahora, los accionistas de la City están descontentos con los resultados de Unilever y quieren que la empresa se fragmente. Una de las ideas que se barajan al respecto es convertir su filial de alimentación en una entidad jurídica independiente y trasladar su sede social a los Países Bajos. Rutte sería el hombre perfecto para dirigirla. Y una coalición BBB-VVD, deseosa de envenenar aún más el medio ambiente en nombre de los beneficios de la industria alimentaria, proporcionaría el telón de fondo político perfecto para tal operación.
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Y eso que todavía no ha subido el nivel del
mar hasta el punto de destruir la tierra cultivable.
Entonces será la gran movida. Y lo vamos a ver.
No es para 2100, sino para antes de 2050.
Excelente artículo. Holanda es casi un paraíso fiscal, como Luxemburgo, "atrayendo capital exterior" como los de Ruíz-Mateos, Ferrovial y tantos otros, pero eso sí, con el beneplácito de la Unión Europea que junto al BCE, tanto hacen por dañar a la mayoría de europeos que luego serán atraídos por la ultraderecha.