Sexualidad
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El colectivo LGTBI de la Euskal Herria rural enfrenta dificultades y retos específicos, pero no todas las personas que lo conforman los sienten y afrontan igual
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Bambi y Alejandro comparten vecindario en el valle de Ayala Alex Chacón
19 jul 2022 07:00

“Si no hubiera sido por las redes sociales, me habría cortado las venas en 3º de la ESO”, reconoce Bambi, artista, activista social y mujer trans bisexual. Lo hace con convicción, mientras sostiene con elegancia su copa de vino blanco en una mano en la que destacan sus prominentes uñas postizas pintadas de rojo. Mismo color que los cordones de las zapatillas de Alejandro Juez, que despuntan sobre el riguroso negro de su camiseta de estilo deportivo y sus pantalones ajustados. Alejandro es abiertamente gay, siempre lo ha sido. Estudiante de periodismo, asegura que nunca ha estado en el armario, y que tampoco ha recibido demasiada violencia por ello.

Sobre la violencia, precisamente, ha reflexionado mucho June Fernández a lo largo de su carrera. En especial, sobre la violencia patriarcal y la LGTBIfobia. Tras terminar la carrera de Ciencias de la Comunicación en las mismas aulas en las que ahora estudia Alejandro, puso en marcha Pikara Magazine, revista digital enfocada al periodismo con perspectiva de género. June tiene un problema con las categorías identitarias cerradas. En la actualidad, ha resuelto ese dilema identitario y político, situándose dentro del espectro bi-bollero. Aunque se ha definido de distintas maneras a lo largo de su vida, mujer bisexual, lesbiana política… hoy lo único que asevera es que se siente cómoda dentro del espectro bi-bollero.

Bambi, Alejandro y June son muy diferentes. Entre lo que les une está que se identifican con una, o varias, siglas del colectivo LGTBI y que viven en el medio rural vasco.

Clack. Clack. Clack. Los tacones de Bambi chocan contra el asfalto y resuenan en toda la calle. Es una de las pocas personas que pasea a esta hora por Amurrio. “A la tarde se llena”, explica junto a la plaza del ayuntamiento, “pero ahora están todos fuera, trabajando”. Camina firme, con la espalda erguida y el mentón elevado. Su expresión corporal transmite seguridad, aunque, paradójicamente, en esta localidad alavesa Bambi siempre se ha sentido más bien frágil. Sobre todo durante su adolescencia, cuando salió del armario como mujer trans, “con 14 o 15 años”.

Por aquel entonces, la única respuesta que obtuvo por parte de su entorno familiar fue el rechazo. Sus padres, que creían que estaba enferma, optaron por comenzar a llevarle a la consulta de una psicóloga. “Solo se enfocó en hacerme creer que yo no era una persona trans, sino un maricón más.”, explica Bambi. A día de hoy, el trato con su familia continúa siendo tenso. “Mi relación con ellos no es la mejor, pero tampoco es la peor”, explica.

El grito de la soledad

En Zaraobe, el instituto del pueblo, Bambi también tuvo que lidiar con situaciones similares a las experimentadas en el contexto familiar. La discriminación y el acoso eran constantes, y además no contaba con muchas personas en las que apoyarse: “Mis primeros años allí fueron muy duros. Me sentía muy sola”, afirma. Sin personas afines con las que tejer una red de apoyo mutuo, Bambi buscó refugio en las redes sociales. Y el ciberespacio se convirtió en una herramienta de socialización: “En aquel momento, mis amigos eran personas de Instagram a las que no había visto jamás”, señala. A su juicio, las redes sociales son “una fuente de bienestar” para todas aquellas personas LGTBI que, como ella, se han sentido solas o marginadas en medios rurales.

“Mis amigos eran personas de Instagram a las que no había visto jamás”, confiesa Bambi

La soledad y el aislamiento son dos de los mayores problemas que enfrenta la comunidad LGTBI rural vasca. Así lo refleja la asociación Aldarte, el único centro de estudio y documentación para las libertades LGTBI en Euskal Herria, en varios estudios sobre la situación de las personas de este colectivo en los pueblos de Araba y Navarra. Para la socióloga Lala Mujika, su directora, una de las claves que diferencia la realidad LGTBI rural vasca de la urbana es el “aislamiento simbólico”. Las personas que viven en estos pueblos crecen sin referentes cercanos o personas afines con las que compartir vivencias, socializar o relacionarse afectivo-sexualmente. Y eso desemboca en un sentimiento de soledad más difícil de romper según pasan los años. En los últimos tiempos, el uso de las redes sociales ha aliviado esta carga. Sin embargo, no suele ser suficiente. “Alguien puede meterse a Internet y encontrar muchísimas referencias, pero esto jamás podrá sustituir el contacto físico”, asegura la directora de Aldarte.

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Bambi es artista, maquilladora y activista trans Alex Chacón

Normas de género

Para que las personas LGTBI de los medios rurales navarro-alaveses se muestren como tal, tienen que actuar de la manera más normativa posible. Eso, al menos, señalan las investigaciones de Aldarte. Se entiende por normatividad el conjunto de normas que rigen el comportamiento de las personas de acuerdo con el género, masculino o femenino, que se les ha asignado al nacer. Joseba Martínez de Guereñu, psicólogo social y trabajador de Aldarte, entrevistó para elaborar estos estudios a un buen número de hombres gays que cumplían estas normas y estaban “perfectamente integrados” en sus comunidades. “Tienen una red de apoyo muy importante y están muy bien ubicados”, constata.

Alejandro Juez también se siente bien integrado en su medio. Pero reconoce que si hubiese sido una persona menos ajustada a los roles de género quizás hubiera tenido “más problemas”. Vive en Respaldiza, un pequeño pueblo aledaño a Amurrio y, al igual que Bambi, cursó sus estudios secundarios en el instituto Zaraobe. En su caso, optó por “no esconder ni expresar” su orientación sexual al resto de sus compañeros. “Cuando me preguntaban si me gustaba alguien, respondía sinceramente, y nunca pasó nada”, comenta. Alejandro asegura que su sexualidad nunca le ha supuesto un obstáculo y que su vida en el Valle de Ayala siempre se ha desarrollado con total normalidad: “He tenido la suerte de sentirme una persona normal y nunca he tenido ningún problema para socializar con los demás”, dice.

La orientación sexual de Alejandro tampoco ha supuesto ningún problema para su familia. Nunca se ha sentido rechazado en casa y admite ser “un privilegiado” por ello. Eso sí, reconoce que vivir su sexualidad en libertad no debería ser un privilegio. En el entorno familiar de Alejandro, además, las orientaciones sexuales no hetero siempre han estado muy presentes. Uno de sus tíos tuvo durante muchos años una relación sexoafectiva con otro hombre. En el pueblo, en el mismo medio en el que él ha crecido. Nunca supuso un problema para su familia. También recuerda que cuando hizo su primera comunión, su madre le ofreció llevar un vestido en vez del típico traje de marinero con el que suelen vestir a los niños. También veía series como Aquí no hay quién viva o 7 vidas con sus padres. Fueron las primeras en retratar la homosexualidad de manera positiva en la televisión española.

“Cuando me preguntaban si me gustaba alguien, respondía con sinceridad y nunca pasó nada”, cuenta Alejandro Juez

El apoyo familiar, y la naturalidad con la que se abordó la diversidad sexual y de género en su círculo social, contribuyó a que Alejandro normalizara las realidades LGTBI a una edad muy temprana. De hecho, en esa época estaba convencido de que las vecinas de su abuela, que vivía en un pueblo cercano, eran lesbianas: “Recuerdo que había dos hermanas que vivían juntas y yo asumí que estaban casadas”. Pese a que en aquel momento las parejas homosexuales ni siquiera tenían acceso al matrimonio, él creía que incluso podían contraerlo en la iglesia.

A Alejandro y Bambi apenas les separan 5 kilómetros, la distancia que hay de Amurrio a Respaldiza. Ambos han crecido en el valle, cursado sus estudios en el mismo instituto y caminado por las mismas calles. Pero sus vidas están separadas por el acierto con el que se ciñen a los roles de género, un aspecto determinante en las vidas de las personas no heterosexuales rurales. Según el estudio de las realidades LGTBI realizado por Aldarte, las personas que más se alejan de las normas de género tienen dificultades para desarrollarse en su medio. En consecuencia, muchas dejan sus pueblos para migrar a las grandes urbes.

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Alejandro Jurado, periodista especializado en tecnología Alex Chacón

El 'sexilio' urbano

Praga, República Checa. Año 2019. Bambi recorre las calles de una ciudad en la que, al fin, siente que respira. Se siente libre e integrada en un espacio en el que se le abren un mundo de posibilidades. A través del programa de becas Erasmus, ha conseguido hacer unas prácticas de maquillaje en un teatro de la capital checa. Allí conoce a una chica, que se acabará convirtiendo en su pareja. Esta le introduce al mundo queer praguense, salen, ríen, beben, se enamoran. Pero Bambi sabe que su estancia en Praga tiene fecha de caducidad. Según van pasando los meses es cada vez más consciente de que tendrá que volver a Amurrio, su pueblo, que percibe como cerrado y claustrofóbico. Su ansiedad se incrementa y cada vez tiene más claro que su viaje a Praga ha sido una huida hacia delante. Bambi se ha sexiliado allí. Y no quiere volver. No quiere regresar a las miradas, a los comentarios malintencionados, al desdén de su familia.

Migrar de los pueblos a las ciudades por cuestiones relacionadas con la identidad sexual y de género tiene un nombre: sexilio. El término, acuñado por el sociólogo puertoriqueño Manuel Guzmán, alude al “fenómeno por el que personas con identidades distintas a la heterosexual” se ven obligadas a abandonar sus lugares de origen “por persecuciones hacia su orientación sexual”. Nerea Zúñiga Rodríguez, pedagoga especializada en género, reconoce que es una estrategia a la que “muchas y muchos” recurren porque en el ámbito rural se produce “un mayor control social” que puede llegar a “coartar la libertad” de las personas LGTBI.

En una determinada etapa de su vida, June Fernández también necesitó salir del pueblo en el que transcurría su adolescencia. En aquel momento, residía “en una casa aislada de un pueblo pequeño”, cerca de Mungia, y sentía que “no encajaba” allí. Era, a su juicio, “un sentir difuso”, porque todavía no había encontrado los términos necesarios para definir qué era ese deseo que también sentía hacia las mujeres y las personas de géneros no binarios. Además, en el espacio en el que ella socializaba los roles de género estaban muy marcados. “En mi cuadrilla los chicos se ponían en la barra a ver el partido de fútbol y las chicas nos sentábamos en una mesa a mirar revistas”, comenta sobre su manera de quedar. Pero, por suerte, en el instituto conoció a “un grupito de personas muy poco normativas”. Solo coincidían en el recreo, ya que estudiaban en castellano y June lo hacía en euskara. Pero, junto a su nuevo grupo de amistades, June descubrió la noche LGTBI bilbaína: “Empezamos a salir por los bares de ambiente de Sanfran sobre todo porque dos salieron del armario como gays y les acompañábamos a locales como el High”.

June reconoce que en la ciudad ha encontrado “más espacios y referentes” que en Mungia. Siempre ha identificado a la ciudad con “la apertura y la libertad”. Las ciudades han sido, además, los primeros lugares en los que ha podido entablar relaciones no heterosexuales: “La primera vez que tuve sexo con una mujer fue en Madrid, y empecé a salir con mujeres en Managua (Nicaragua). Creo que, inconscientemente, he necesitado salir de mi familia y de mi origen para vivir la libertad sexual”, cuenta. Aun así, su percepción de la ciudad ha ido cambiando a lo largo del tiempo.

Gracias a su profesión de periodista, June ha conocido a personas cuyas vivencias cuestionan la idea del paraíso urbano. En su libro-reportaje 10 Ingobernables, publicado en 2016, comparte la historia de Juanita Markez, una persona de género fluido que promueve el feminismo queer en una pequeña localidad de Barcelona. “Vi que era posible estar en un pueblo pequeño y ser visible, tener un espacio propio”, afirma June. Y, en ese sentido, cree que Juanita “sembró una semilla” en ella. Esa semilla maduró hasta florecer, años después, en su mudanza a un pueblo. En aquel momento, June y su pareja esperaban el nacimiento de su hija, y buscaban alternativas a un Bilbao “que se nos hacía cada vez más caro y pesado''.

El municipio vizcaíno de Larrabetzu, por sus características, puso fin a su búsqueda: “Me percaté de que en un pueblo de 2.000 habitantes había, por lo menos, dos familias como la nuestra. Además, ese día , Zutunik, el colectivo feminista del pueblo, había llenado todo con carteles a favor de la diversidad sexual”, recuerda June. Hoy, se siente razonablemente cómoda en un municipio que aúna todo lo que su pareja y ella querían para la crianza: la paz, la tranquilidad, el contacto con la naturaleza y un lugar “con una fuerte convicción a favor de la diversidad sexual”. Aun así, ha descubierto que en el pueblo también viven ciertas familias conservadoras a las que les molesta su disidencia, pero cree que esto no tiene que ver con la ruralidad, sino con la LGTBIfobia -concretamente, por el tipo de comentarios recibidos, con la lesbofobia- que no entiende de medios urbanos o rurales, sino de odio. Eso sí, reconoce que esta hostilidad puede resultar “más claustrofóbica” en los pueblos.

“He necesitado salir de mi familia y de mi origen para vivir la libertad sexual”, reconoce June Fernández

La lucha a favor de la diversidad sexual, según June, siempre ha estado presente en muchos puntos de la Euskal Herria rural. La periodista vizcaína cuenta que en los últimos años se han estado organizando varios encuentros bollo en diferentes puntos de Gipuzkoa. Estos eventos lesbofeministas, se agrupan en una serie de jornadas llamadas Bollurria, impulsadas por la Asamblea Feminista de Oiartzun. “Cuando se han organizado jornadas lesbofeministas, se han hecho en pueblos pequeños”, asegura June. Y añade que, en la década de los noventa, la Asociación de Lesbianas Feministas de Álava organizó varias acampadas en pueblos pequeños “que fueron muy sonadas”.

Todo ello contribuye a desmitificar la idea de la ciudad como un paraíso para las personas LGTBI. Lala Mujika, de Aldarte, considera que esta idea no es más que una construcción. “Es un relato que hemos construido así”, asevera la socióloga. “Si investigamos mucho más, probablemente lo romperemos”, afirma. También asegura que una de las conclusiones que sacó en claro tras realizar el estudio de las realidades LGTBI en las Cuadrillas alavesas, es que este no es un medio “mucho más violento que el urbano”. De hecho, considera que puede llegar a ser “más amable” en muchos sentidos.

La diversidad sexual es, según Aldarte, una de las asignaturas pendientes de las administraciones públicas. Para Lala Mujika, su directora, hacen falta más políticas que “activen un mayor empoderamiento de las personas LGTBI” en los medios rurales. Y que no dependan de la “buena voluntad” de las áreas de igualdad de cada ayuntamiento, como sucede ahora. “Es interesante, necesario, y las personas lo demandan”, afirma la socióloga. Entre ellas, por ejemplo, Bambi. Gracias al empuje de esta artista y otras vecinas, Amurrio acaba de celebrar su primer día del orgullo LGTBI. Y Bambi estuvo allí, marchando entre banderas arcoíris y consignas a favor de la libertad sexual. Aunque el claqueteo de sus tacones esta vez no se escuchó entre tanto bullicio.

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