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Ruido de fondo
Navidades en Hallmark
Negarse a detectar y comprender las dinámicas del mainstream invisible, que también son una expresión de economía y estilos de vida invisibles, es darle poder para que siga operando impunemente en los corazones y las mentes.
Hace varios meses, un comentario casual leído en redes sociales despertó nuestro interés por Doctor en los Alpes. Nos dimos cuenta de que, pese a gozar de 19 temporadas repartidas a lo largo de 30 años, apenas sabíamos nada de esta serie de producción austriaco-alemana, aparte de su título y su premisa argumental: las peripecias profesionales y familiares de un galeno que ejerce en un entorno idílico. Nuestras pesquisas dieron, sin embargo, frutos exiguos. Más allá de las inevitables entradas en la Wikipedia, foros de fans y sueltos promocionales —en alemán—, brillaban por su ausencia análisis sobre la serie y su repercusión.
Mainstream invisible: expresión literaria o audiovisual que, en virtud de sus escasas ambiciones formales y discursivas y lo poco que viste socialmente a sus receptores, tiende a ser ignorado por el prescriptor cultural
Producto al fin y al cabo amable, aséptico, idóneo para acunar largas tardes de festivos, Doctor en los Alpes constituye una muestra modélica de mainstream invisible; es decir, de expresión literaria o audiovisual que, en virtud de sus escasas ambiciones formales y discursivas y lo poco que viste socialmente a sus receptores, tiende a ser ignorado por el prescriptor cultural. Esto permite a millones de lectores o espectadores disfrutar de ello sin tutelas ni complejos y empaparse de sus valores, a menudo muy diferentes a los que nos gusta promulgar en la esfera pública. Se trata, por tanto, de artefactos que están en ojos de todos pero cuya presencia nos resistimos a reconocer.
Otro ejemplo de mainstream invisible, cada año más relevante en las fechas en que nos hallamos —vísperas de navidades—, son las películas Hallmark. Reciben su nombre del canal que las emite, y este a su vez de la famosa empresa estadounidense de tarjetas y adornos navideños, cuyos ingresos anuales rondaban en 2016 los 3.400 millones de euros. Previendo la transformación futura de la ficción en constructo identitario y de consumo, Hallmark decidió adquirir en 1998 un canal televisivo de origen religioso con el objetivo de ofrecer al espectador series y películas de corte familiar, ligero, que reforzasen en última instancia un estilo de vida tradicional y la adquisición de productos asociados al mismo.
El Hallmark Channel y una cadena subsidiaria posterior, Hallmark Movies & Mysteries, intentaron durante años que sus programaciones calasen en el público mayormente cristiano y del Medio Oeste recibido en herencia, lo que ha traído aparejadas tensiones continuas entre conservadurismo y modernidad o, para ser más exactos, entre obsolescencia y competitividad. Los ejercicios de prueba y error de Hallmark incluyeron el fichaje de Martha Stewart, Anne Heche y otras celebridades en decadencia de la pequeña y la gran pantalla; el pluriempleo de dos figuras recurrentes en sus tarjetas de navidad como anfitriones de los canales; y la contraprogramación de la final de la Super Bowl —el evento deportivo anual más importante de Estados Unidos— con concursos de habilidades y belleza de animales domésticos.
Pero el éxito vino de la mano de una ocurrencia muy típica de nuestros tiempos, como ponen de manifiesto los universos Disney, Lego o Fortnite: la construcción de un relato transversal a sus ficciones, que abarca y codifica las experiencias vitales del espectador en ritmos pautados. En el caso de Hallmark, organizó su parrilla en una seasonal programming o programación estacional que tenía como epicentros celebraciones a conmemorar con las tarjetas y los regalos correspondientes: Acción de Gracias, San Valentín, el Día de la Madre, los enlaces matrimoniales de mayo y junio, las vacaciones primaverales y veraniegas, y, por supuesto, las navidades.
De hecho, la introducción en 2009 del Countdown to Christmas —cuenta atrás hasta la Navidad—, un ciclo de telefilmes y programas especiales que desembocan en la última semana de diciembre, fue esencial para lograr que los canales Hallmark y Hallmark Movies & Mysteries sean vistos hoy por hoy en el 48% de los hogares norteamericanos. De la popularidad de Countdown to Christmas da fe el incremento de los telefilmes que la integran. En 2009 fueron cinco. En 2016, 21. En 2020 son 40.
La legión de seguidores de la iniciativa temió que la pandemia que atravesamos diera al traste con muchos de los títulos anunciados para estas navidades. Pero ni la peste negra podría con el sistema de producción Hallmark: presupuestos inferiores al millón de dólares, guiones formulaicos hasta el extremo de posibilitar el rodaje simultáneo de más de una película, tres meses entre la luz verde a un proyecto y su materialización, un star system autónomo de intérpretes y realizadores capaz de conjugar su implicación anual en varios títulos, y localizaciones en países que brindan todo tipo de facilidades y subvenciones a las producciones audiovisuales; en particular, Canadá.
Estas estrategias podrían hacernos pensar en la lógica productiva de la edad dorada de Hollywood o la serie B de Roger Corman. Pero el temperamento característico de las imágenes fruto de aquellas coordenadas de producción da paso aquí a una falta de personalidad notable. Para ser justos, muchos de los rasgos impersonales de las películas Hallmark son consustanciales al grueso del mainstream invisible televisivo, y nos obligan a pensar en la correlación existente entre las imágenes de ficción que no manchan, que no hieren, y la eficacia de las imágenes publicitarias que se cuelan entre ellas: iluminación neutra, desarrollo narrativo en base a chascarrillos intrascendentes y viñetas breves, trabajos de peluquería y estilismo que equiparan a los actores con maniquíes de gran almacén...
Ahora bien, como adelantábamos, las ficciones Hallmark son ante todo catálogos de ventas de los productos Hallmark. Y, en ese aspecto, sí se percibe en sus imágenes un esfuerzo por crear un universo con identidad propia que tenemos al alcance de la mano —de la cartera— replicar. En Nunca beses a un hombre con un suéter navideño (Allan Harmon, 2020), una de las etapas del Countdown to Christmas de este año más celebradas por los aficionados, se puede observar cómo la historia de amor que viven en una pequeña población un arquitecto cansado de la gran ciudad y una profesora divorciada está incesantemente enmarcada —en ocasiones literalmente, a través de los encuadres— en la decoración y los fastos propios de la navidad.
Para un espectador no predispuesto a esta clase de ficciones el efecto acaba por ser paranoide, como si los personajes simulasen participar de cara a quien les contempla de una dictablanda, una distopía amable, en la línea de El show de Truman (Peter Weir, 1998). No puede decirse que en las películas Hallmark falte espacio para la diversidad y otras consideraciones progresistas de la realidad, algo que ha llegado a costarle al canal recriminaciones de su público mayoritario.
Pero se trata, en cualquier caso, de apuntes cosméticos, que no rompen con la dimensión decorativa de la ficción, en la que también se imbrica sin pestañear el estamento militar merced a una base situada en las proximidades de la localidad. Sus mandos ayudarán con entusiasmo a que los soldados destacados en el extranjero puedan reunirse siquiera virtualmente con sus familiares para celebrar las fiestas como se debe.
Esta faceta de Nunca beses a un hombre con un suéter navideño, que da lugar a escenas un tanto surrealistas en las que los protagonistas caminan por calles atiborradas de papanoeles, árboles de navidad y tipos uniformados, demuestra la perversidad que son capaces de albergar las imágenes al apostar precisamente por la ausencia de énfasis, la normalidad, en la que termina por caber todo, por aberrante que sea. Vale por eso la pena finalizar señalando que competidores de Hallmark como The Lifetime Network y Netflix han tomado nota del éxito de Countdown to Christmas y han multiplicado en los últimos años la producción de películas similares, si bien con una mayor apertura de miras y sin tantas servidumbres comerciales.
La paradoja estriba en que sus resultados hasta la fecha han sido discretos, dado que el amante de este subgénero tiene el olfato muy fino: detecta de inmediato cualquier desviación formal e ideológica de la norma, y la rechaza. Esto enfrenta a los competidores de Hallmark con un dilema moral: ¿cómo arrebatarle público sin vender el alma a posiciones conservadoras que se detestan o que pueden alienar de la plataforma a abonados de otras sensibilidades?
En una época en la que aspiramos a que el audiovisual lo diga todo de nosotros, este interrogante es cada vez más problemático, y no solo para los creadores de ficción sino para quienes la consumimos o analizamos. Negarse a detectar y comprender las dinámicas del mainstream invisible, que también son una expresión de economía y estilos de vida invisibles, es darle poder para que siga operando impunemente en los corazones y las mentes.
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Cuando era pequeño siempre me preguntaba por qué era tan importante la publicidad, y por qué compensaba tanto a las empresas pagar esas cantidades de dinero por emitir un corte de 10 segundos en prime time. Nunca, por más que viera el mismo anuncio de pastillas de lavavajillas, sentí la imperiosa necesidad de salir corriendo a comprarlas. Pero poco a poco vas entendiendo como todos los anuncios forman parte de un todo que recrea una supuesta vida idílica y un modelo de familia y sociedad de la que inconscientemente acabas interiorizando sus hábitos y comportamientos. Y buena parte de la industria del cine es aprovechada como una parte más del engranaje de la reproducción de esa sociedad.