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Opinión
Conciencia traumática transgeneracional, pero libre de neoliberalismo
Gracias a las luchas interseccionales nos hemos dado cuenta de la influencia multifactorial que atraviesa las desigualdades colectivas y la vulnerabilidad individual. Por fin hablamos de feminismo, racismo y LGTBIQA+fobia, de ecologismo y psiquiatrización, pero la batalla entre la priorización de las luchas ideológicas sigue estando a la orden del día.
Parece que ninguna reivindicación es lo suficientemente pura, clara y coherente para que pueda convivir dentro del sistema. Se me ocurre que esto puede tener que ver con que lo que le pasa a una misma en sus propias carnes —y lo que encarna de un pasado algo más ajeno— genera un discurso en primera persona lleno de compromiso y solidez, y lo más importante, que tiene un grandísimo poder contagioso.
Me pregunto qué es lo que actúa como gasolina para el motor de la reivindicación, y barriendo para casa me contesto a mí misma dándole espacio al gran punto común entre la lucha social y la importancia de la herencia: la transmisión generacional
Desde mi posición individual experimentada, profesionalmente defectuosa e impregnada de la conceptualización de lo traumático, con un pie en la academia y otro en la lucha por la politización de los malestares colectivos (con serias dificultades para no caer en el vacío entre ambas), a menudo me pregunto qué es lo que actúa como gasolina para el motor de la reivindicación, y barriendo para casa me contesto a mí misma dándole espacio al gran punto común entre la lucha social y la importancia de la herencia: la transmisión generacional.
Supongo que ya todas sabemos que existe un término denominado “herencia” que popularmente se asocia a aspectos biomédicos como la “genética”, pero que va mucho más allá, ya que investigaciones recientes la relacionan con el eje hipotalámico-pituitario-adrenal (eje HPA): el sistema implicado en la gestión del estrés. La impronta genética que heredamos de nuestros progenitores deja una huella no únicamente a nivel de microorganismos que solo se pueden percibir a escalas microscópicas o en rasgos físicos aparentes, sino que también se expresa en nuestros rasgos caracteriales, nuestras conductas y creencias, nuestra manera de sentir y relacionarnos con el mundo, y con nosotras mismas. También es cierto que aquí entraría en juego la eterna pregunta sin contestar sobre qué es lo que tiene mayor influencia, la genética o lo ambiental, pero ese es otro debate. Si soy sincera, no le doy demasiada importancia a si viene primero el huevo o la gallina, lo que es esencial para mí es reparar en que ambas son, y ambas suceden.
Somos el resultado de una serie de generaciones, y, por ende, de un cúmulo de conflictos socio-políticos enmarcados en contextos históricos, que han sido traumáticos ‘per se’
¿Qué pasaría entonces si subiéramos un escalón más en esto de entender la herencia transgeneracional? Que esa huella que nos viene “regalada” por parte de nuestros progenitores es acumulativa. Es decir, que somos el resultado de una serie de generaciones, y, por ende, de un cúmulo de conflictos socio-políticos enmarcados en contextos históricos, que han sido traumáticos per se. Ahí es nada. Para comprobarlo solo tenemos que rebobinar unos años atrás, lo que nos recordará que somos nietas de la guerra e hijas de la posguerra, viviendo en un Estado democrático de cara al escaparate que todavía no se ha molestado ni siquiera en validar la experiencia traumática de las personas que aún arrastran las heridas de su historia transgeneracional. Como las victimas siguen sin haber sido reconocidas, no ha habido una resolución del trauma colectivo en ninguno de los casos, y mucho menos de los individuales. La representación de la figura traumatizante sigue presente y sigue siendo válida, incluso protegida por las instituciones.
No solamente somos receptoras de lo que les sucedió a nuestros antepasados y las marcas que quedaron en ellos, sino que también encarnamos los comportamientos de supervivencia que han permitido que hoy estemos aquí
Así que ya no estaríamos hablando de un grupo de personas que se reproducen y crían a sus siguientes generaciones otorgándoles su semejanza, sino que también se traspasan las cargas traumáticas que ellos portan consigo y los efectos de las opresiones y el maltrato que han sufrido a lo largo de los años, incluyendo las experiencias adversas vividas durante los primeros años de vida, que resultan ser cruciales para el desarrollo individual y posteriormente colectivo. De ahí que no solamente seamos receptoras de lo que les sucedió a nuestros antepasados y las marcas que quedaron en ellos, sino que también encarnamos los comportamientos de supervivencia que han permitido que hoy estemos aquí, como la capacidad de poder luchar y sobreponernos a las desgracias.
Entonces, este mismo poder luchador que es resultado de una herencia traumática, se vuelve privilegio —entendiéndolo como un estado de conciencia en el que se han identificado y contextualizado las cargas por legado generacional, y como acto reparativo nos han permitido pasar a la acción mediante la reivindicación de lo propio, bien heredado o bien encarnado en primera persona— y a la vez condena.
En palabras de Ruby Gibson (en My Body, My Earth: The Practice of Somatic Archaeology, iUniverse, 2008), un único miembro de cada generación explorará su propia genealogía hasta contextualizar a sus miembros, identificar sus cargas heredadas y transmitidas a partir de la vivencia traumática, y tratará de reparar y lograr la “sanación” para frenar la transmisión de la consecutiva herencia traumática, “como si fuera un trabajo”. Menuda responsabilidad. ¿Así que está en manos individuales acabar con esta cadena de transmisión del trauma acumulativo y colectivo a través del despertar y la reparación individual?
El modelo neoliberal nos vende diferentes opciones para la reparación a través de abordajes individuales, como la psicoterapia, el acompañamiento terapéutico y el coaching, basados en principios ceñidos a un modelo de mercado que contempla la reinserción constante del individuo en la rueda de la productividad. Este mismo sistema que elige quién vive, como decía Foucault, y quién muere, como decía Clara Valverde, elige a dedo quién podrá someterse al proceso de la “sanación”, o como yo lo llamo, la engañifa espiritual posmoderna, concepto abstracto y absoluto que inculca el modelo del déficit en gente esperanzada, y que para muchas personas es totalmente inalcanzable, porque esas mismas personas siguen estando a nivel individual en el centro de desigualdades interseccionales.
¿No será el despertar transgeneracional otra herramienta más del biopoder? ¿La estrategia que condena a la lucha eterna a la que sabe de más y a la esclavitud reivindicativa que ello implica en entornos inconscientes y apenas politizados? De nuevo frente a otra trampa de la neopsicología, performando el “yo contra el mundo”, haciéndonos individualmente responsables de revertir la herencia traumática de nuestros anteriores en intentos que transitan por sentimientos de culpabilidad, impotencia y frustración.
Ya existen diferentes iniciativas que buscan la reparación del trauma heredado, como la Iniciativa Dialógica Internacional, los servicios de cuidados conscientes del trauma y los procesos de justicia restaurativa. Aun así, no podemos olvidar el papel crucial que tiene la renuncia individual de los privilegios en todo este proceso restaurativo, un punto de inflexión acompañado por la autoconciencia y una deconstrucción, que, de nuevo, solamente tendrá lugar desde la responsabilidad individual. Pero no olvidemos que la resolución del trauma debe ser una tarea que nos interpele a todes, y esto debe comenzar por el reconocimiento colectivo de la presencia del fascismo y el abuso de poder en las cúspides de las jerarquías institucionales.