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Jennisa Lamar (Managua, 1991) es hija de una psicóloga y un contable. Emigró a California con sus padres, donde tuvieron que trabajar sin documentos, vendiendo flores en el mercado y fregando platos. Volvió a Nicaragua a los 15 años, donde se licenció como filóloga y periodista con una investigación sobre Rubén Darío. Dirigió un programa en la radio universitaria que fue clausurado por el Gobierno durante las revueltas de 2018. Ha trabajado como maestra de infantil, relaciones públicas de una productora de cine y ahora como cocinera en la cooperativa de trabajadores Katakrak, en Iruña.
¿Cómo era el barrio en que te criaste?
Es un barrio popular de Managua, una zona de transición entre lo urbano y lo rural. Aunque esa línea entre lo rural y lo urbano es más bien imaginaria: allí todavía hay pequeñas plantaciones de maíz o tamarindo y se crían caballos. Se llama “Los Corteses”, porque sus fundadores fueron antepasados míos que se apellidaban Cortés.
¿Qué recuerdas de tu infancia en ese barrio? Suena como un espacio relativamente tranquilo para vivir.
Recuerdo despertarme en la hamaca del patio de mis padres, sentir el olor del árbol de mango que había allí, la brisa en la cara que te araña un poco en la mañana; la pequeña biblioteca de mis padres en la que me escondía tras los libros y les dibujaba encima de las portadas historias que me inventaba… Y también recuerdo ir con mi padre al parque en bici. Allí yo jugaba y él leía y leía. Al volver del parque le pedía chuches y recuerdo con claridad que, en lugar de decirme simplemente “no”, me empezaba a explicar los ciclos de la vida y la muerte, y mil cosas que no tenían que ver con las chuches.
¿De ahí viene tu pasión por los libros, por la escritura?
De ahí y de cuando nos mudamos a California, a Baldwin Park, una ciudad en la que no había mucha gente que hablara castellano. Allí me sentía desubicada, no podía relacionarme con nadie, por el idioma. Una profesora descubrió que se me daba bien leer, tanto en castellano como en inglés, aunque no hablara mucho. Empezó a darme libros y me dejaba tiempo para leer. Creo que eso me salvó.
Y a los 15 años te volviste a Managua con tu madre. ¿Cómo fue tu vuelta?
No te sientes ni de aquí ni de allá, como dice la canción de Facundo Cabral. Recuerdo también una sensación de opresión fuerte en la calle, especialmente contra las mujeres. Pero había también otra opresión, más ideológica: era como si nadie quisiera o pudiera hablar de política, de lo que estaba pasando en el país.
Esto tiene que ver con las revueltas contra Daniel Ortega en 2018 ¿verdad?
Sí. En esa época yo estaba en la universidad. En medio de esa sensación de opresión la UNAN [la Universidad Nacional Autónoma de Nicaragua, pública] era una especie de refugio. Allí, de forma espontánea, se formaron grupos de lectura, de reflexión y de debate. No tenían una temática exclusivamente política, sino más bien cultural, literaria. Pero era un lugar en el que, especialmente las mujeres, podíamos expresarnos con más libertad. En los núcleos familiares nuestra voz no se escuchaba o era menospreciada.
Como mucha gente, fui amenazada por los paramilitares y tuve que esconderme en una casa de seguridad durante un año
¿Y por qué terminaste en Pamplona?
Como mucha gente, fui amenazada por los paramilitares y tuve que esconderme en una casa de seguridad durante un año. Fue muy difícil. Pero yo no quería irme, creía que tenía que seguir comprometida con lo que estaba pasando en mi país. Finalmente, mi padre me compró un billete de avión a España y me dijo “tómatelo como unas vacaciones”.
Está claro que han sido unos años duros para ti…
Pues sí, aunque son aún más duros para la gente que se quedó. Para mí ha supuesto una crisis de identidad: otra vez a empezar de cero, por tercera vez. Siento una especie de síndrome de Penélope, como si tuviera cosas sin terminar en Nicaragua. Tanto es así que fui a la oficina de extranjería para renunciar a mi solicitud de residencia. Al llegar allí, el policía de extranjería me dijo en tono sarcástico que aparecía en su informe como “disidente”. Se refería a que me habían concedido el estatus de refugiada política, pero me pareció una definición curiosamente apropiada.