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Música
Mil Dolores Pequeños: flores de otro mundo
Analizar el contexto en que Mil Dolores Pequeños desarrolló su aventurada apuesta artística produce asombro e induce cierta ternura. Revisar su obra con veinte años de perspectiva depara sorpresas e invita a reevaluar su valiosa aportación a nuestra música popular.
Nacido en los albores de la década de los 90, Mil Dolores Pequeños entroncaba con una estirpe creativa tan breve como radical que, durante la segunda mitad del anterior decenio, avanzaba en paralelo a la vía muerta de una movida madrileña ya institucionalizada.
El grupo formado por la cantante Ajo Martín de la Hoz (Saldaña, 1963), el guitarrista Javier Colis (Logroño, 1961) y el percusionista Javier Piñango (Madrid, 1962) operó en los márgenes de una escena independiente en proceso de construcción. Aunque compartía coordenadas espacio-temporales con aquella, manejaba referentes estéticos distintivos, tanto literarios como musicales: Television, James Joyce, Fred Frith, Lydia Lunch, Sylvia Plath, Robert Quine, The Beatles, S.T. Coleridge, The Residents, Robert Fripp, Frank Zappa, Peter Handke o Tom Waits eran nombres que figuraban en su santoral. Desde su pequeña y polivalente sede de la calle del Pez, a un paso de la zona cero de Malasaña, articularon un legado artístico imperfecto e impar que todavía fascina. Por la frescura del resultado, pero también por el arrojo que suponía materializarlo en un mundo pendiente de digitalización, previo al cataclismo de internet.
Sobrados de vocación y entusiasmo, crearon Por Caridad Producciones, célula editorial a contracorriente que dio cobijo a disconformes como Audiopeste, Jacobites, Superelvis, Fitzcarraldo, Mark Cunningham o Accidents Polipoètics. Que un grupo de esta naturaleza lidere las ventas de cualquier catálogo se antoja más ficción que realidad, pero Mil Dolores Pequeños —despachando entre 2.000 y 3.000 copias de cada nuevo álbum— era el contrafuerte comercial del sello.
“Hacíamos lo que nos gustaba y no copiábamos a nadie, aunque se veían todas las referencias”, explica Ajo a El Salto. “España no estaba preparada para ese tipo de propuesta, no había infraestructura detrás, hacíamos todo nosotros. Y era horrible, porque no sabíamos. No había festivales y nos inventamos Experimentaclub para cubrir ese hueco. Hicimos el fanzine Noise Club por lo mismo. Nuestro capital era ese, solo sabíamos de música. Nos llamaban de la fábrica de discos para preguntarnos si el máster estaba bien, pensaban que estaba estropeado. Pagamos los platos rotos de adelantarnos por lo menos diez años”.
La periodista Elena Cabrera (Madrid, 1975) siguió sus pasos desde el principio. No comparte la opinión de Ajo a este respecto, pero hace interesantes acotaciones sobre la idiosincrasia de la banda y el entorno circundante. “No te diría que fueron unos adelantados a su tiempo, pues llegan en el momento lógico en la evolución musical. El indie, a su lado, es el mainstream. Ellos son radicalmente independientes, se mueven en los márgenes, se autopublican, hacen un fanzine apasionante. En realidad, hacen más o menos lo mismo que cualquier otro grupo independiente del momento, por lo que, cuando estaban en activo, ya merodeaba la pregunta de por qué no alcanzaban a un público más amplio. Otro de los motivos, a mi entender, es que el público musical se movía en escenas muy compartimentadas: el gótico en el gótico, el experimental en el experimental y el indie en lo suyo. Esto era algo muy paleto de la época que ahora ha cambiado bastante”.
Javier Colis tenía un interesante bagaje previo a Mil Dolores Pequeños, además de una vastísima cultura musical. Había fundado los efímeros Demonios Tus Ojos junto a Javier Corcobado. Y el interés del sello Triquinoise por Vamos a Morir —trío de espíritu no wave con el que publicó dos álbumes— consolidó su relación con Javier Piñango, excomponente de los oscurísimos Cerdos. Ajo era amiga de Corcobado desde que llegó a Madrid con la excusa de hacer unas oposiciones a las que nunca se presentó. Y había formado parte de Espérame Fuera, No Tengo Fuego, grupo femenino de punk-pop cuyo mayor logro fue presentarse al concurso Villa de Madrid en 1985.
No resulta extraño que, con semejante sustrato, algunos guardianes del underground les llegaran a afear la deriva que suponía Mil Dolores Pequeños. “La intención era hacer un grupo pop y alguno de los radicales que me había seguido llegó a preguntar si estaba de broma”, recuerda Colis. “Ten en cuenta que, cuando llevaba las maquetas de Demonios Tus Ojos y Vamos a Morir a muchos garitos que eran los adalides de la música en Madrid, me decían que no podíamos tocar porque era música improvisada. ¡Eran canciones milimetradas, eso no se puede improvisar! Yo quería llegar a la mayor gente posible, porque sabía que había público interesado”.
El periodista Luis Miguel Flores (Madrid, 1968) se pregunta “¿qué coño le faltó al público?” al hilo de estas consideraciones. “Si bien Lady Lazarus (1993) es un disco difícil de cojones y bastante esquemático, Soul shack (1994) y, sobre todo, Madrid capone (1996) son discos más accesibles y con ese componente de pop, enrevesado y envenenado, pero pop. Yo creo que “Insúltame” tendría que haber sido un hit. Por no hablar de “De la piel pa’ dentro mando yo”, con Escohotado. Y no hay que olvidar que uno de sus rasgos característicos es el humor. No concibo al grupo sin sus ganas de divertirse y, desde luego, era un grupo divertido. La gente tendría que haberse divertido más. Lo de Mil Dolores Pequeños era una colisión de estilos absoluta y muy personal, un intento de trasplantar la vanguardia a un público más amplio a través del humor y el desparpajo, sin olvidar el ruido, la experimentación o la improvisación, y reivindicando a la vez textos de poetas y pensadores como Escohotado o Crémer. Y pese a que Colis y Piñango son músicos de raza, con un componente importante de ‘háztelo tú mismo’ y actitud punk. Por desgracia se quedaron a medias”.
La prensa especializada —cabeceras veteranas como Rockdelux y Ruta 66 o la extinta Boogie— trató bien al grupo. También les dio cuartel Diego A. Manrique desde su espacio en la radio pública. Pero el público mayoritario estaba por otra labor y eran grupos como Australian Blonde, Los Planetas, El Inquilino Comunista o, finalmente, Dover los que vendían discos y entradas.
“No era tan difícil —asegura Ajo—, no era ruidista, había melodía, estribillos, ritmos bailables. Pero era sofisticado y, como no había esas referencias o pocos las conocían, pues digo que son raros y a tomar por culo. Confundían raro con aburrido. Porque en directo éramos divertidísimos, daba gusto vernos”. Colis está de acuerdo e incide en ese componente lúdico que pasó tan desapercibido: “Aparte de la intención pop, había intención de jugar. Yo es que me descojonaba. Pienso en “Millions”, por ejemplo. Había una intención poética, eso siempre, pero también de reírnos de nosotros mismos y de todo. Yo quería quitarme esa pátina oscura que me había acompañado y darle una onda más colorista. No haciendo el payaso, pero dejando claro que habíamos venido a divertirnos”.
Javier Piñango dejó Mil Dolores Pequeños a la altura del tercer álbum, aunque siguió trabajando con sus socios en Por Caridad y —durante el presente siglo— en el festival Experimentaclub. Ajo y Colis estuvieron casados 15 años. Cuando su matrimonio acabó, también terminó Mil Dolores Pequeños. Su último álbum, Opio, fue publicado a finales de 1998.
Nacho Menéndez (Madrid, 1961), compañero de Piñango en Cerdos y socio de este en Triquinoise, no cree “que les faltara nada para triunfar, de hecho tuvieron muy buenas críticas y tocaron bastante, pero este tipo de música de por sí no es comercial, es difícil de escuchar si no tienes un amplio gusto e interés por otras músicas”. Y está convencido de que “su aportación a la música de nuestro país se verá en un futuro, cuando se empiecen a rescatar grupos y propuestas de los años 90 como la suya o las de Corcobado, Vamos a Morir o 713avo Amor”.
Quizá esta reflexión de Colis ayude a comprender por qué no lograron trascender más allá del círculo de iniciados: “A la gente del Agapo, con la que nos llevábamos bien, les parecíamos raros. Nos tenían consideración, pero nos consideraban otra cosa. Teníamos contacto con todo pero era como si perteneciéramos a otro mundo. Términos como vanguardia ahuyentan a la gente. Y a mí me repelía que me considerasen así porque sé que también repele al común de los mortales”.