Música
Más allá de la “Bella Ciao”: la nueva melodía de Italia

En Italia se siguen produciendo obras que vibran con una frecuencia propia y que se reconocen inmediatamente —en el caso de la música, perdura la melodía en un mundo cada vez más rítmico—; obras en las que de nuevo recorre el fantasma de la política más combativa.

Mahmood
Mahmood fue el cantante elegido para representar a Italia en el Festival de la Canción de Eurovisión 2019.
18 jun 2020 06:00

Se escucha de balcón a balcón, en Bolonia o en Milán: la “Bella Ciao” vuelve a sonar en Italia. Esta canción popular de origen incierto, himno oficioso de los partisanos —el movimiento armado, organizado a partir del verano de 1943, contra los nazis y el fascismo—, hoy se canta para infundir valor a quienes luchan contra el coronavirus. Es curioso, porque durante los años 50 fue la propia canción la que se extendió por el mundo como si fuera un virus, desde los festivales mundiales de las juventudes comunistas hasta todo tipo de organizaciones obreras y, sobre todo, estudiantiles. En 1969 la censura franquista seguía considerándola “no radiable” y, aunque se ha vuelto a popularizar gracias a la serie La casa de papel, no ha perdido su poder simbólico, combativo y un poco goliardesco. Los jóvenes italianos siempre han sido especialistas en melodías pegadizas.

Entre esos jóvenes hoy triunfa Liberato. En sus videoclips, este artista aparece entre buques a punto de ser desguazados, con el Mediterráneo de fondo y acompañado por un enjambre de scooters pilotadas por adolescentes sin casco. Aunque nadie conoce su rostro —protege su identidad al igual que Banksy o su conciudadana la escritora Elena Ferrante— podemos reconocerlo de espaldas gracias a la rosa en su chaqueta y a su famosa capucha, convertidos en símbolos del Nápoles proletario como lo fue el rostro de Maradona.


Liberato pertenece a una generación de músicos italianos que lleva varios años construyendo un discurso y un estilo que ya es hegemónico allí, aunque su éxito apenas ha trascendido las fronteras de su país. Especialmente queridos entre las clases populares, estos nuevos ídolos escriben desde el desencanto pero también desde cierto orgullo: de barrio, mestizo o hasta patriótico.

Mahmood, nacido en Milán, de madre italiana y padre egipcio, quizá sea la excepción: se está convirtiendo en una figura global. En 2019 ganó el Festival de San Remo con su tema “Soldi” que, poco después, logró un segundo puesto en Eurovision y lo convirtió en una estrella que llena grandes recintos por toda Europa.

Mahmood y Liberato aprovechan técnicas propias de la música urbana más reciente (afinan su voz a través del Autotune, cantan sobre bases pregrabadas) pero —esto es lo específicamente italiano— no renuncian a las melodías pegadizas o emocionantes, y es que existe un hilo (una “cinta rosa”, citando a Battisti) que los conecta con la época dorada del pop de su país.



Durante los últimos meses se ha producido en las redes un pequeño debate sobre la desaparición de la música italiana del mercado español. El periodista Diego Manrique defiende que su eliminación coincidió con la implantación, a principios de los años 70, de las multinacionales del disco estadounidenses como CBS o Warner, que potenciaban el producto que llegaba desde el mundo anglosajón. Adrian Vogel, ejecutivo durante años en la primera de las compañías citadas, desmonta dicha tesis: muchos artistas italianos llegaron a España vinculados precisamente a discográficas americanas, que siempre estuvieron al tanto de la potente producción italiana independiente.

La recepción de los artistas italianos en nuestro país, que siempre han parecido desembarcar por oleadas y han corrido suertes muy diversas (desde el éxito absoluto de Franco Battiato al relativo fracaso de Lucio Dalla, cuando la obra del primero, a primera escucha, parece más difícil de asimilar que la del segundo), ha dependido, pues, de muchos factores —incluso de si los intérpretes estuvieron o no dispuestos a cantar en castellano— que no pueden simplificarse aludiendo solo al papel de la industria.

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Franco Battiato es un ser polimorfo que, a lo largo de seis décadas de éxtasis creativo, se ha desdoblado en tantas variables de sí mismo que resumirlo en una entidad única siempre será una labor acotada a una pregunta sin respuesta: ¿quién es Battiato?

En cualquier caso, Italia siempre ha exportado música ligera o, en palabras de Umberto Eco, canzonette o “canción gastronómica”; y varias figuras —con sus voces rotas— destacan en la memoria de cualquiera que, de nuevo citando a Eco, “goce de momentos de reposo y distensión en los que la llamada elemental de un ritmo repetido, de un aire conocido o de un modelo narrativo sin imprevistos no significa una degeneración de la sensibilidad sino un sano ejercicio de normalidad e intuición sentimental”.

El teórico justificaba así, en 1964 y para un clima intelectual ya muy lejano (previo a la invasión del pop inglés), la obra de estrellas como Adriano Celentano o Rita Pavone, jovencísima diva del momento. Pocos años después, David Bowie graba “Ragazzo solo, ragazza sola”, una curiosa versión en italiano de su “Space Oddity” que conserva su melodía e instrumentación pero sustituye al astronauta perdido de la original por la historia de un amor melancólico escrita por Mogol. Esta anécdota demuestra la importancia, a principios de los años 70, de la industria italiana y el respeto del que gozaban sus creadores (como el poeta Mogol, autor de buena parte de las letras que interpretará Lucio Battisti).



Cincuenta años más tarde, Italia no es la potencia cultural que fue. El escritor Antonio Muñoz-Molina, tras uno de tantos gestos polémicos del exvicepresidente Matteo Salvini, que en 2019 se negó a celebrar el Día de la Liberación, escribió que nada queda del fulgor que iluminó el cine, la literatura y la política italianas durante unos años —que coincidieron con el final del franquismo en España— en los que “siempre estaban viniendo novedades estimulantes desde allí. Obras que tenían un estremecimiento de belleza, de vitalidad, de irreverencia”.

Más allá de los artistas melódicos consolidados, surgen propuestas que, sin romper radicalmente con esa tradición, vuelven sobre los grandes temas con una ambición política y musical muy por encima del conformismo que impregnó las producciones del berlusconismo

Sin embargo, algunos destellos indican que algo está cambiando y más allá de los artistas melódicos consolidados, surgen propuestas que, sin romper radicalmente con esa tradición, y bebiendo también del italodisco, vuelven sobre los grandes temas con una ambición política y musical muy por encima del conformismo que impregnó las producciones del berlusconismo.

Además de Liberato y Mahmood destaca, por ejemplo, el grupo Tutti Fenomeni, cuyo primer álbum, Merce Funebre, es una de las sorpresas más interesantes de lo que llevamos de año. Desde la fecunda frontera entre el indie y el trap, esta banda recoge en sus versos tanto momentos históricos del Calcio (la liga de fútbol) como reflexiones sobre la corrupción de la cultura oficial (“mediocri governano la nostra estetica”).

Para ellos no está claro dónde termina la música y empieza el meme (contenido para ser viralizado a través de redes sociales), así que deben de estar satisfechos con el comentario que ha ganado la batalla de los likes en el videoclip de su tema “Mogol”: “Tutti Fenomeni no existen realmente, son una alucinación colectiva que el espíritu de nuestro tiempo ha creado y fijado en nuestras mentes para indicarnos el camino a seguir”.


Sfera Ebbasta o Capo Plaza graban un trap más ortodoxo, que encaja a la perfección en la etiqueta al valerse de los tres recursos que Ernesto Castro —nuestro Umberto Eco de Puerta de Toledo— ha reconocido como los más característicos del género: uso de Autotune, ad libs (interjecciones onomatopéyicas que se repiten en todas las canciones de un artista y funcionan como firma vocal) y bases producidas con una caja de ritmos Roland TR-808.

La escena puramente trap también está impregnada de pretensiones políticas, que cuajaron en el uso de la imagen de Myss Keta (conocida por canciones como “Milano, sushi & coca”) para una campaña que pedía la participación de los votantes más jóvenes en las últimas elecciones al Parlamento Europeo.


Tampoco parece casual el estribillo de uno de los temas más reproducidos de Selton, que repite el apellido Pasolini varias decenas de veces hasta que se convierte en un recurso rítmico, que, en el videoclip, provoca una epidemia de baile entre personas de todas las razas.

Por otro lado, cerca de la electrónica más lúdica y despreocupada, se encuentran las canciones de Cosmo o Il Pagante, con la particularidad de que estos últimos, en sus videoclips, repasan irónicamente los peores tópicos sobre su país.

Esta proliferación de discursos con raíces en las disciplinas de la política y la estética responde, según el filósofo e investigador del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), Alejandro Sánchez Berrocal, experto en populismos europeos, a la vieja cuestión de lo nazionalpopolare, que recorre la obra de Antonio Gramsci. Puesto que Gramsci es, desde hace algunos años, el pensador inesperadamente de moda y sus ideas están en constante disputa, conviene puntualizar, y así aclara Sánchez Berrocal: “En realidad, Gramsci nunca habló de nazionalpopolare como un término unívoco, sino de nazionale-popolare y popolare-nazionale para referirse a problemas y enfoques muy diversos que aluden a la peculiaridad italiana —que también podría ser la nuestra— según la cual ‘popular’ y ‘nacional’ no son propiamente sinónimos, lo que indicaría un abismo entre la cultura y el sentido común popular, entre las clases subalternas y los intelectuales, incapaces de representar los gustos y ambiciones de la gente corriente y, por tanto, de producir una ‘épica’ o una literatura verdaderamente italianas, en resumen: una cultura nacional”.

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Ya no se escriben con chaqueta de pana y guitarra al hombro, pero en 2020 sigue habiendo canciones que protestan contra el orden establecido desde una voz personal. Y menos mal.


A principios de febrero se celebró la septuagésima edición del Festival de San Remo, convertido ahora en una compleja ceremonia en la que intervienen varios jurados y se combinan las actuaciones de artistas consagrados con las de otros emergentes. Así, participaron en el espectáculo tanto una veterana Rita Pavone, después de muchos años de silencio, como Elettra Lamborghini, nieta del fabricante de coches deportivos y celebridad televisiva que debuta en la música.

Poco después, el influyente filósofo Diego Fusaro interviene en la radio para afirmar que, aunque “no lo vio en directo porque prefirió dedicar la tarde a la lectura”, el festival entero es “una agresión al cristianismo, un ataque repugnante al corazón de la religión”. Declaraciones que coinciden con un artículo de 2017 en el que sostenía que el festival espantaría a Gramsci puesto que “no conduce al crecimiento intelectual de las masas” sino a “la mercantilización de la cultura”. Ahora critica la actuación de Achille Lauro (un “espectáculo obsceno y una vindicación del pansexualismo”).

El rapero y performer interpretó “Me ne frego” (“No me importa”), una canción que toma su título del lema que los miembros de los camisas negras y otras milicias fascistas escribían sobre los vendajes de sus heridas. Lauro se apropia así de unas palabras que, en su caso, significan que está dispuesto a asumir los riesgos a los que todavía se exponen las personas de género fluido.


El Festival de San Remo es un infalible sismógrafo que refleja la agitación de la sociedad italiana, la tensión entre los que apuestan por un país europeo y abierto y quienes “no se rinden al capitalismo sin límites que representa la Unión Europea” (por más que estas palabras, en ocasiones, sirvan para legitimar reacciones xenófobas como los comentarios de Salvini contra Mahmood).

Además, indica Alejandro Sánchez Berrocal, con cada edición de San Remo se actualiza la cuestión de la autoconciencia nacional-cultural y vuelven a manifestarse las problemáticas relaciones entre el intelectual y el pueblo. El filósofo y estudioso lo desarrolla así: “Estos problemas siguen siendo un enigma por resolver con toda su ambivalencia: ya vayan asociados a la pobreza cultural que impone la homogeneizadora actividad de los mass media o al sincero —y quizás ingenuo— ‘acercarse al pueblo’ como intentó la variante más populista del neorrealismo. De nuevo, emerge el problema de la inseguridad identitario-cultural, el embrutecimiento intelectual y la separación entre el artista y el público. Un problema que hay que tomar en serio, como hizo Gramsci, sin caer en el folclorismo ingenuo ni el esnobismo intelectualista: hay fenómenos musicales que son a la vez índices y factores de cambios en la esfera cultural de un país y nos ayudan a comprender y debatir sobre qué expresa una sociedad y adónde se dirige. Lejos de interpretarlos como ‘mala ideología’ o ‘falsa conciencia’, sería más productivo entender que dan algunas pistas —de un modo fragmentario, inconsciente y confuso— para descifrar el problema de lo nacional-popular y encontrar aquello que tanto preocupaba a Gramsci: un nuevo acercamiento a las clases populares, una nueva relación con aquello que es ‘nacional’”.

Puede que a algunos les decepcione mirar hacia Italia y encontrarse con un país que ya no es el de Bertolucci o Visconti, el de Cesare Pavese o Natalia Ginzburg. Pero no hay que apartar la vista: en Italia se siguen produciendo obras que vibran con una frecuencia propia y que se reconocen inmediatamente —en el caso de la música, perdura la melodía en un mundo cada vez más rítmico—; obras en las que de nuevo recorre el fantasma de la política más combativa. Ahora, además, puedes bailar con él mientras te enamoras en una barriada de Nápoles.

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22/6/2020 14:38

Diego Fusaro no es un "influyente filósofo" sino un intelectualoide rojipardo, artículista fijo en el periodico oficial del movimiento neofascista Casapound. Este artículo está dedicado a él: https://www.elsaltodiario.com/mapas/lucha-de-clases-murmuro-el-espectro-una-miniserie-en-dos-capitulos

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