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Dentro de la liturgia pop, el acto surgido de mentes alucinadas siempre ha tenido un plus para la divinización. De las cábalas lunáticas de Joe Meek a los espasmos lisérgicos de Brian Wilson, el tobogán que funde desapego terrenal y filtro artístico ha proporcionado momentos que desafían la comprensión de lo que siempre debería ser contemplado con celo: el misterio, ese algo inexplicable que deviene en genialidad.
La misma que, desde muy joven, desarrolló Kristin Hersh, la voz bipolar de Throwing Muses. Una historia que arranca en el amanecer de los años 80, cuando su grupo vivía la típica fase de autodescubrimiento de toda banda underground norteamericana de aquella época.
Sus primeros temas destilan inmediatez pop, incluso resultan divertidos. Están emparedados entre el brío new wave y la ejecución lo-fi. Pero la diversión pronto se verá truncada.
Un día de 1983, Kristin monta en su bicicleta. En un instante, es atropellada por un coche. La colisión es brutal. Incluso para una chica ruda del sur como ella. Su cabeza golpea contra el pavimento. Su pierna izquierda se ha roto en pedazos. Pierde mucha sangre.
En ese momento, pensó: “Mi única preocupación era que, como mi pierna estaba partida por la mitad, tenía el pie debajo de la pierna. Cuando la levanté, estaba rota justo en el centro de mi espinilla, por lo que había un hueso sobresaliendo, sin pie en el extremo. Creía que había perdido mi pie. Mi primer pensamiento fue ‘ya no podré estar en una banda’. Lo cual es falso, ¿por qué no? Eso no tiene ningún sentido, pero por alguna razón pensé que no podría estar en una banda sin un pie y eso realmente me asustó, así que me puse a buscarlo. Lo encontré y me lo coloqué de nuevo para que nadie pudiera decir que ya no podría estar en mi banda”.
Finalmente, no perdió su pie. Su cabeza tampoco. En una fotografía tomada en aquellas largas jornadas de hospital, un médico aparece ayudando a Kristin a caminar sobre la muleta. Su mirada está totalmente perdida en el dolor, los dientes apretados, un resoplido contenido. La mueca en su rostro es la imagen de alguien que está buscando la siguiente escena, sea cual sea.
Después del accidente, Kristin comienza a escuchar sonidos dentro de su cabeza. Al principio, cruzan su mente de forma mecánica, industrial. Surgen como trozos de un rompecabezas que ella tiene que componer. En primer lugar, brotan en forma de crujidos metálicos, murmullos incómodos. Voces internas malvadas que trata de reprimir, pero no puede. Entre el caos, divisa los perfiles del bajo, la guitarra, la batería, la melodía. Cada sonido es una pista musical cada vez más definida. Circunvalan en su cabeza en un bucle sin meta de llegada. Las canciones emergen en visiones auditivas con colores. Una condición neurológica conocida como sinestesia.
El dolor es horrible. Kristin se desvanece con la ayuda de drogas psicoactivas como el litio. Su mente es una cárcel de ruidos que busca alivio en el contorno de una canción. Solo hay una solución: ponerlos en libertad condicional. Y para ello tiene que proporcionarles forma concreta. Como reconoció en una entrevista para The Guardian en 2011: “Tan pronto como le doy a una canción un cuerpo en el mundo real, deja de sonar en mi cabeza y respiro con alivio, en un silencio precioso”. En ese preciso momento, las canciones se vuelven una entidad separada.
De este fin, Kristin desarrolló una personalidad alternativa, Rat Girl. Los extremos de su mente consciente habían sido desligados. La música no es su terapia. Es su enfermedad. Un demonio en si mismo. Su sueño de ser científica había terminado antes de comenzar. La música es la única solución para curar los dolores que le atraviesan la mente.
Kristin discierne los sonidos y los traduce en un vocabulario propio. Gramática de supervivencia. No escribe canciones, estas la escriben a ella. Cada vez que llega un nuevo tema, desencadena un impulso suicida. “Su naturaleza enojada y nerviosa reflejaba el sonido dentro de mi cabeza”, dijo Kristin sobre sus primeras canciones. “Delicate Cutters” nació en ese momento de confusión. Le canta a su otro yo, que habita en el dormitorio de su mente. La escena se quiebra en poesía trémula.
Tres años después del accidente, “Delicate Cutters” será el epílogo de Throwing Muses (1986), el álbum de debut del grupo. Es la única canción acústica, la única con Kristin en solitario. Se escucha a sí misma, tratando de discernir una barandilla que conecte los polos extremos que avivan su confusión.
Su objetivo no difiere del utilizado por escritores del siglo XIX como Charlotte Perkins Gilman en The Yellow Wallpaper. En esta historia, Gilman retrata la locura del narrador a través de la literatura gótica.
Un método que también utilizó el grupo Slint en “Don Aman”, donde se describe la experiencia insoportable de un individuo observándose desde fuera de sí mismo. O “Flat of Angles” de The Fall, donde Mark E. Smith adapta “Cool Air”, un relato de H.P. Lovecraft, descontextualizado dentro del estado de paranoia de Mánchester, una ciudad donde el miedo surge a la luz del día.
Para Kristin, el tránsito de la canción se mueve en círculos. Comienza en ella y termina con ella misma. Talla las palabras con tremor. Resuenan como dos voces siamesas colisionando. Es la manifestación más vívida de su enfermedad mental. Los versos nacen del pavor a que emerja un fantasma. Podría ser un cuento de Edgar Allan Poe, pero no es así. Es real. Escalofriante. Kristin describe con exactitud telúrica la visita diaria de Rat Girl.
Los siguientes versos son casi impúdicos. Kristin está luchando consigo misma. El toque de su guitarra tiene párkinson. Ya no canta; hace equilibrismo sobre sus cuerdas vocales.
Si hay una aparición que Kristin necesitó expulsar de su cabeza es “Delicate Cutters”. Una vez, le preguntaron cómo podría soportar cantarla: “¿Cuál es la alternativa? ¿Tenerla en mi cabeza y no dejarla salir? Nadie podría sobrevivir a eso”.
Tres años después de su venida, “Delicate Cutters” tuvo un nuevo propósito: ser el último peldaño de Throwing Muses, el que cierra el capítulo más oscuro de la vida de Kristin, que precede a su deslumbrante reverso: cuando, con 20 años, da a luz a su hijo Dylan.
En 1986, Kristin se quedó embarazada, fue diagnosticada con bipolaridad y esquizofrenia y firmó con 4AD, donde concibió un surtido impactante de canciones matriosca. Una dentro de otra. Purgatorio y paraíso. La exposición del mapa de grutas mentales que comenzaron a expandirse en 1983 tras su accidente de bicicleta. El día en que Throwing Muses se convirtió en el receptáculo de un sonido tan fascinante como turbador.
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Antes de nada, decirte que me parece muy interesante tu comentario. Por otro lado, simplemente aclarar que, en ningún momento, expongo que su arte provenga de su condición neurológica ni he tratado la sinestesia como un trastorno. Yo también pienso que Hersh era genial por sí misma, lo que sí intento explicar son los mecanismos mentales que el accidente generó en su música. No hay más que escuchar las maquetas anteriores al mismo... y lo que hizo después. Canciones de ritmos quebrados, rotos, como queriendo escapar de sí mismas o ella misma.
Sin ser psiquiatra, pienso que en estos casos no debemos acudir necesariamente al factor del estado mental a la hora de explicar el origen de las composiciones de unos músicos como los que citas. Considero que es el talento verdadero el que origina toda composición, no la enfermedad mental en sí. Es decir, que si Kristin no hubiera tenido verdadero talento, en paralelo a su trastorno, sus canciones no habrían existido probablemente, o serían de escasísima calidad. En mi opinión no basta una enfermedad mental para componer una canción turbadora. La capacidad de componer sólo puede venir a mi juicio del talento musical. Es decir, las canciones de Brian Wilson son tan buenas no porque tuviera ningún trastorno sino porque probablemente era superdotado (algo que parece que nadie se ha parado ni siquiera a contemplar). Dicho de otro modo: si Kristin Hersh (o Syd Barrett, o Joe Meek, o Brian Wilson, o Daniel Johnston, etc) no hubiera tenido esquizofrenia ni/o bipolaridad sus canciones hubieran sido las mismas, porque estas dependen en última instancia de su talento musical, no de la enfermedad. Al menos esa es la hipótesis que yo sostengo (aunque me gustaría saber la opinión de un experto). Ni que decir tiene que el oyente, por escucharlas ni está loco ni se va a volver, porque lo que han compuesto estos señores/as no es más que música, ni más ni menos (o sea, que esta música no nos habla tanto de su mente atormentada o 'estropeada', como de su mayor o menor talento musical). Lo importante, al menos para mí, es la calidad artística de la obra y el talento del artista. Su enfermedad mental es algo contextual y circunstancial, casi secundario, que está ahí, no hay que ocultarlo, pero tampoco creo que sea conveniente recrearse demasiado en ello, ni apelando al morbo ni a un plus para su divinización. Como digo, la enfermedad mental no creo que sea generadora de talento, es simplemente una circunstancia parecida a la ceguera: nadie piensa que el talento de Stevie Wonder le viene por ser ciego, sino de su capacidad intelectual para la composición. Nadie puede asegurar que Kristin no hubiera llegado a componer de forma más descarnada aunque no le hubiera sucedido el accidente. El talento musical ya estaba en ella y se sabe que afecta a todas las regiones del cerebro mientras que todos esos trastornos sólo afectan a regiones muy concretas más relacionadas con las emociones y que tienen que ver con las relaciones interpersonales, por lo que el talento musical apenas se vería afectado. Me atrevo a suponer que el cambio digamos estilístico que sufrió la música de Hersh se debería más a una decisión artística que a su propia enfermedad. Si Kristin ve la música como una enfermedad lo lamento porque escuchar música en tu cabeza, al menos en mi caso, es una de las mejores cosas que me ha pasado y me pasa en la vida. Bien es cierto que hay algunas personas que la 'oyen' muy fuerte, como si procediera del exterior y en ese caso parece ser que lo viven como algo insufrible (en 'Musicofilia' de Oliver Sacks se habla de este trastorno); si a Hersh le pasaba esto creo que ha encontrado una buena solución en darle forma o cuerpo a esos sonidos y sacarlos como una canción, pero diría que en ese proceso mismo interviene necesariamente su talento artístico en última instancia. En cuanto a la sinestesia, nadie, que yo sepa, la trata como un trastorno, es una simple cualidad (por cierto yo la tengo), con la que el individuo relaciona diferentes campos, como el dibujo y la música, por ejemplo, que es gradual (se puede tener en mayor o menor medida) pero tampoco asegura unas creaciones compositivas mejores necesariamente.