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Parejas separadas, intimidad sin sexo y reservas de hotel: cómo desafiar la heteronorma desde la cama

Las habitaciones de hotel y los dormitorios del hogar siguen siendo territorios donde las convenciones heterosexuales imponen límites a la diversidad afectiva y sexual, evidenciando la necesidad de una mirada queer que los resignifique.
Carol
Fotograma de Carol

En la película Carol (2015, Todd Haynes), sus dos protagonistas emprenden un viaje por carretera sin rumbo desde Nueva York hacia el oeste. Por cada estado que atraviesan, la intimidad y la pasión entre ellas se acrecienta, hasta que finalmente se dejan llevar en un intercambio de besos, caricias y placer que funde sus cuerpos en una pequeña cama de un viejo motel de Iowa.

A lo largo de todo su viaje, e incluso después de haberse acostado, vemos cómo las dos mujeres —Carol (Cate Blanchett) y Therese (Rooney Mara)— siempre comparten una habitación con dos camas individuales separadas entre sí. En una sociedad como la estadounidense en los años 50, en la que la homosexualidad estaba mal vista e incluso era perseguida, que dos mujeres compartiesen habitación no era algo demasiado extraño, pero que solicitasen expresamente una habitación con una cama doble —lo que tradicionalmente hemos conocido como cama de matrimonio— podía levantar sospechas de comportamientos inmorales. La cama doble significaba intimidad, y la intimidad era algo reservado a la relación heterosexual.

Desde los años 50 que se representan en la película hasta hoy hemos recorrido un largo camino en la obtención de derechos sociales, pero muchas veces la lucha por los grandes derechos —aunque igualmente necesaria— deja relegada a un segundo plano la micropolítica de los objetos o de los pequeños espacios que todavía acumulan las significaciones machistas, homófobas, clasistas o racistas atribuidas hace décadas. Este es el caso de algo tan aparentemente inofensivo como una cama de hotel.

La investigadora y escritora Sara Ahmed cuenta cómo ha recibido muestras de extrañeza e incredulidad por parte del personal del hotel en el que se alojaban a la hora de reservar una cama doble para ella y su novia

En su ensayo Manual de la feminista aguafiestas (Caja Negra, 2023), la investigadora y escritora Sara Ahmed narra una de las numerosas veces en las que, a la hora de reservar una habitación con una cama doble para ella y su novia, ha recibido muestras de extrañeza e incredulidad por parte del personal del hotel en el que se alojaban. “¿En serio está segura?”, le preguntan en varias ocasiones, para, finalmente, ver cómo acaban adjudicándoles una habitación con dos camas individuales, que ellas terminan juntando en la búsqueda de la intimidad compartida. Pero el caso de Ahmed no es el único.

Laura, una mujer bisexual de 33 años, cuenta cómo en los viajes con su novia tiene que molestarse en especificar una y otra vez que quieren una sola cama grande —aunque esa sea la reserva que han realizado en primer lugar— porque muchas veces, bajo el propio criterio del hotel, se han encontrado con que les cambian al otro tipo de habitación. Algo que también le ha pasado a Alex (nombre ficticio), una persona no binaria, bisexual de 32 años que, cuando viaja con su novia, se da cuenta de que siempre son leídas como amigas o lesbianas, por lo que también se ve en la obligación de especificar el tema de la cama, ya que, de lo contrario, les dan camas separadas.

El mismo hecho de que, durante mucho tiempo, las camas grandes o dobles se hayan llamado cama de matrimonio es significativo, ya que estas han territorializado la intimidad heteronormativa

El mismo hecho de que, durante mucho tiempo, las camas grandes o dobles se hayan llamado cama de matrimonio es significativo, ya que estas —al igual que los propios dormitorios— han territorializado la intimidad heteronormativa y se han convertido en espacios reservados para las relaciones amorosas heterosexuales. Tanto es así que el hecho de que un hombre y una mujer reserven habitación en un hotel sin ser pareja —y pidan camas separadas— también se mira con recelo, ya que en la habitación de hotel se presupone la heterosexualidad.

Miren (nombre ficticio), una mujer heterosexual de 40 años, cuenta la incomodidad que sintió en un viaje que realizó con su padre hace varios años para presentarse a unas oposiciones. Ella había reservado una habitación con dos camas individuales, pero, nada más llegar, el hotel les sugirió la posibilidad de cambiar a una cama matrimonial. Esta presunción de heterosexualidad también la vivió Rocío (nombre ficticio), una mujer bisexual de 23 años que realizó un viaje con un amigo suyo —que además era gay— y que cuenta cómo nada más llegar al hotel se refirieron a ellos como “parejita”. En su caso, su habitación tenía dos camas individuales juntas, que ellos decidieron separar. Sin embargo, ella relata que lo que más le llamó la atención fue que, a la hora de dejar el hotel, uno de los trabajadores se disculpó porque les hubieran asignado una habitación con dos camas individuales separadas, a lo que ella respondió que “no pasaba nada”, sin querer dar más explicaciones.

Esta mecánica de asignación de habitaciones en los hoteles es algo que se repite sistemáticamente y siempre responde a unos prejuicios de género. Desirée, que lleva varios años trabajando en hoteles y apartamentos turísticos reconoce que los trabajadores tienen ese sesgo, y que muchas veces, incluso de forma inconsciente, si solo les queda una habitación con cama de matrimonio tienden a asignarla a reservas formadas por un hombre y una mujer. “Muchas veces me ha pasado que, al hacer esto, luego resulta que eran madre e hijo o padre e hija, amigos o familiares de otro tipo, y te piden que les cambies a dos camas”, reconoce.

Romper con la presunción de heterosexualidad no solo se trata de no asumir la orientación sexual de alguien, sino de quebrar todas aquellas significaciones de los usos de la cama

Y es que romper con la presunción de heterosexualidad no solo se trata de no asumir la orientación sexual de alguien, sino de quebrar todas aquellas significaciones de los usos de la cama. Por ejemplo, el que un hombre y una mujer que sí tengan una relación sentimental necesariamente van a querer dormir en la misma cama, porque lo contrario es entendido como un fracaso. La correlación entre las camas individuales (o cuartos separados) y las relaciones fallidas también ha estado presente en la cultura audiovisual, sentando ejemplo y precedente. En un capítulo de la serie Cómo conocí a vuestra madre, la pareja formada por Lily y Marshall prueba a dormir en dos camas individuales y, aunque al principio ambos se dan cuenta de que les gusta, más tarde en el episodio se encuentran con un hombre que les dice que su mujer y él también empezaron así, y al final se acabaron divorciando. Durante mucho tiempo se nos ha dicho que las cosas debían ser de cierta manera, pero poco a poco eso está cambiando.

Cómo conocí a vuestra madre
Fotograma de Cómo conocí a vuestra madre

Nuevas formas de habitar el dormitorio

A partir de su relato sobre la habitación de hotel, Sara Ahmed dice que “cuando te bloquean, cuando tu existencia es vista con desconfianza e incluso solo con cejas que se alzan (como signo de incredulidad ante un par de lesbianas de viaje), tenemos que ser más ingeniosas. Nos convertimos en recursos unas de otras. Pienso en muebles, camas, mesas, cómo les damos usos queer, amueblando nuestras vidas”. Las habitaciones de hotel solo son un reflejo del dormitorio del hogar —del espacio de la domesticidad tradicional— que durante muchos siglos ha estado reservado a la familia nuclear y donde se han normalizado los regímenes heteropatriarcales (y especistas) de la intimidad.

Algo como lo que solía hacer María, una mujer bisexual de 24 años, cuando viajaba con su exnovia —juntar una y otra vez las dos camas individuales que el servicio de habitaciones se empeñaba en separar— para poder acurrucarse se convierte en un acto político y en un uso queer de un espacio que hasta hace unos años estaba restringido. Lo mismo que una pareja heterosexual que no solo reserva camas individuales en hoteles, sino que hizo como Raquel (nombre ficticio), que decidió junto a su novio que cada uno tuviera su propio cuarto en casa (con su respectiva cama), a pesar de que sus conocidos se sorprendan, se alarmen y les preguntan si la relación está bien cada vez que su modo de habitar el hogar surge en la conversación.

También hay quienes desafían los convencionalismos y jerarquías especistas, que, durante mucho tiempo, situaron el dormitorio (y la cama) como la frontera que no podían atravesar los animales del hogar. Es el caso de Celia, una mujer bisexual de 28 años que, actualmente, no vive con su novio, pero sí duerme de forma habitual con su perro; o Rosa, una mujer heterosexual de 44 años que, después de su divorcio, se compró una cama extra grande para dormir con libertad y comodidad, y que cada noche comparte junto a sus tres gatos, a quienes no pone restricciones a la hora de acceder al dormitorio porque considera que su casa es tan suya como de ellos.

Nos encontramos dentro de una cultura en la que la intimidad parece que solo puede estar vinculada a la pareja y al sexo. Se conoce como amatonormatividad, y es una forma de entender las relaciones muy dañina para todas aquellas personas que se encuentran dentro del espectro asexual

Todas estas posibilidades, que traspasan lo preestablecido por la heteronorma y las concepciones tradicionales del hogar y la familia, se convierten en lo que le  investigadore Will McKeithen conoce como “ecologías queer del hogar”. Si entendemos que la ecología es “la ciencia que estudia los seres vivos como habitantes de un medio, y las relaciones que mantienen entre sí y con el propio medio”, una mirada queer del hogar es la que desafía los convencionalismos, las restricciones y los prejuicios. Según McKeithen, es aquella que pone “las jerarquías heteropatriarcales y especistas del hogar patas arriba” y la que ayuda a “percibir las naturalizaciones cómplices de la vida doméstica, el amor y la intimidad tanto dentro como entre especies” que durante tantos años han marcado nuestras vidas.

Porque un hogar —y las identidades de las personas y animales que lo habitan— puede tener muchas formas, y no todas ellas tienen que ver con la relación amorosa. Como es el caso de Valen (nombre ficticio), una persona no binaria, arromántica y asexual de 25 años que ha vivido toda su vida en un mundo que asume que personas como elle no existen o que no entran dentro de la “normalidad” por no aspirar a tener una relación romántica o tener interés sexual, ya que nos encontramos dentro de una cultura en la que la intimidad parece que solo puede estar vinculada a la pareja y al sexo. Esta forma tradicional de entender las relaciones y los vínculos amorosos se conoce como amatonormatividad, y es muy dañina para todas aquellas personas que se encuentran dentro del espectro asexual.

La sociedad está cambiando, y cabe pensar que si las protagonistas de Carol se embarcaran hoy en su viaje por carretera podrían pedir una habitación con una cama doble. O pedir dos camas individuales, pero hacerlo por elección propia, ya fuera porque les gusta o porque les resulta más cómodo dormir de esa manera. Las transformaciones son lentas —tanto las que tienen lugar en el ámbito público como en el privado—, pero hay seguir visibilizándolas, rompiendo expectativas y utilizar esos prejuicios como un impulsor del cambio para que, en unos años, cualquier persona pueda habitar —sin recibir a cambio cejas levantadas o miradas recelosas— una habitación de hotel, el dormitorio de su hogar y su propia vida de la forma que quieran.

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