Italia
Tres horas con Luca Traini

Las contradicciones emergen cuando la pasión por el fútbol de los tifosi en los estadios de fútbol chocan con el cada vez más descarado fascismo de los grupos ultras dominantes, del que Luca Traini, autor de un reciente ataque xenófobo y excandidato de la Liga Norte, es un digno representante.

Tifosi
Afición con simbología fascista en los estadios italianos

Italia

Traducción: Pedro Castrillo
7 abr 2018 06:00

El típico follón en Puente Milvio antes de un partido de la Lazio. Marco llega desde la autovía y deja el scooter en la acera frente a la Torre Valadier. Viene de la otra punta de Roma, de Centocelle. En el Forte Prenestino [centro social ocupado y autogestionado desde 1986, N. del T.] presentaban un libro fotográfico sobre los movimientos anarquistas ingleses de los años sesenta. Luego a la carrera con el scooter. Las ganas de estadio, de la Lazio, lo empujaban siempre a irse. Su militancia no conseguía quitarle las ganas de estadio. Claro, estar en contacto con estúpidos fascistas, escuchar cánticos racistas, ver como muchos brazos se levantaban tensos en ese inconfundible gesto...

Las náuseas le recorrían las tripas y un segundo después le explotaban en la cabeza, obligándole a menudo a reflexionar seriamente sobre su posición: “¿Pero qué cojones hago yo aquí?”. Luego otras tantas veces pensaba que ese sentimiento de tifoso era como una droga de la cual no conseguía desengancharse. Una mezcla de gritos, sensaciones, cánticos, euforia, copas con los amigos del estadio. Y droga. Droga en abundancia.

Había quedado con Giggio, Edo y Carlo en Puente Milvio. “Hey, Marcolì... ¿dónde coño te habías metido?”, le dice Giggio, con una cerveza en una mano y un porro en la otra. “¡Estaba en el Forte, hermano!”. “Siempre con tus movidas de comunista”, le contesta, vacilándole. Giggio siempre se había reído de él por ese aspecto de su vida. De pequeño era uno de esos jovencitos seguros de sí mismos que se acercaban a las secciones neofascistas de la Roma bien. Ambos son del mismo barrio, Roma Norte, Fleming. Marco se acuerda que cuando todavía estaban en el instituto, las distintas secciones del universo neofascista romano estaban en plena explosión. Había muchísimas. Gente con la cabeza rapada, todos con la misma mirada intencionadamente hostil, chavalines reclutados fuera de los institutos que se quedaban prendados de esa ideología porno-machista. Hoy Giggio no tiene ningún interés en la política.

En cambio, cuántos jóvenes a su alrededor se habían acostumbrado a esa ideología. Los jóvenes de hoy. Y en aquel sitio el lavado de cerebros fascista se encuentra con las violentas motivaciones del fondo del estadio. Un mix explosivo que toma el control de la poca racionalidad de esos chavales y los dirige como a una orquesta. Como el peor de los Duce.

Marco estaba acostumbrado a vivir en la incoherencia de ser radicalmente de izquierdas y, al mismo tiempo, rodearse de un ambiente de color político diametralmente opuesto. Iba al Fondo Norte [sector principal de los ultras de la Lazio, N. del T.] desde que tenía 15 años. Los cánticos que salían de 10.000 gargantas llenando todo el estadio, la tos creada por decenas de bengalas encendidas, los petardos que explotaban tras los goles para marcar la cadencia de la alegría más desatada. Luego llegaba el resto: los jodidos brazos levantados, los malditos “Duce, Duce” cantados hacia esas manos en tensión que indicaban el horizonte más negro. Los “gitanos de mierda” gritados repetidamente. Eso era el Fondo para él. Una mano llena de mierda que cuando quiere te abofetea y que otras veces te hace volar más allá de las sensaciones materiales, danzante hacia el infierno del placer desenfrenado. No conseguía desengancharse, no quería desengancharse.

“Eh, tíos, voy a pillar una birra”, dice Marco a los demás, concentrados en cantar junto a los ultras en la acera del estadio. Se abre paso entre la muchedumbre. Muchos se saludan como hacen los fascistas, estrechando con la mano el antebrazo del camerata [denominación usada entre militantes fascistas italianos, N. del T.]. Reconoce alguna cara de estadio, saluda, pero sin pararse a hablar con nadie. Está también el cabrón del Baffetto ['Bigotito', literalmente, N. del T.], piensa Marco, pasándole al lado. Era el más chalado de todos. Una vez, justo antes de un derby, borracho y completamente puesto de coca, viendo un grupo de romanistas [hinchas de la A.S. Roma, N. del T.] que pasaba cerca de Puente Milvio, se lanzó en solitario hacia ellos. La acción del Baffetto duró poco. La cocaína le había impedido percatarse de la presencia de un nutrido contingente de antidisturbios justo detrás de él. Antes siquiera de que pudiese entrar en contacto con los romanistas, el asalto ya había sido bloqueado por la policía que, además de pegarle, lo había arrestado también. Por aquella acción le metieron un Daspo [prohibición de acceder a eventos deportivos, N. del T.]. Hoy, en el Fondo Norte, al Baffetto se le considera un mito: “¡Expulsados con nosotros!”.

Coge la cerveza y vuelve al caos previo al partido. “Eh, Marcolí”, le dice Carlo entre un cántico y otro, “hoy toca ganar, ¿eh?”, “toca ganar, sí, me cago en...”, le contesta Marco, abrazándole con énfasis. También Carlo es de Roma Norte, pero nunca le ha importado la política, como al ricachón de Edo, por otro lado. Son sus compañeros de partido de toda la vida. En ese par de horas eran hermanos, compartían lo que se creaba en ese lapso de tiempo. Luego, fuera de allí, se veían en los cumpleaños, ocasiones especiales, pero en principio cada uno tenía su trabajo, su ambiente. Las ideas de los otros no les interesaban. Pero lo que se hacía dentro del Fondo se podía hacer solo con ellos. El Fondo, la arena de los corazones impetuosos, a veces ensuciada con ideologías xenófobas y racistas, era un mundo social temporal que respiraba reglas distintas, definía esquemas diferentes, fugaces, quizás absurdos. Un universo que no se puede entender si no se vive hasta el fondo. Un lugar que también puede generar monstruos. Marco lo sabe.

Pocos días antes, un fascista había disparado a siete africanos en Macerata. Un ataque terrorista para vengarse de una chica italiana asesinada y luego introducida en una maleta y tirada a la basura. Para él, el culpable era un nigeriano. Eran todos los nigerianos. Justicia hecha en casa. Luca Traini, movido por evidentes motivaciones racistas acompañadas de una solida ideología fascista, había realizado un acto coherente con su siniestra ideología squadrista. “Algo que hay que condenar y combatir”, había pensado Marco durante esos días, hablando del tema con la familia, los compañeros de militancia y los amigos. Solo que sabía perfectamente que había una parte del país que veía ese gesto como algo justo. Sabía que había gente que lo veía como la legítima respuesta de un italiano a la invasión de los migrantes. “Joder, ‘invasión’. A estos les han llenado la cabeza de mierda”, piensa Marco mientras observa las bombers y los saludos romanos de los ultras.

Marco está rodeado de fascistas, los ve en el estadio, se imagina sus justificaciones al atentado de Macerata. El olor nacionalista de esas ideas era inconfundible. Aquellas frases racistas eran golpes preparados para cargar la pistola de alguien. En medio de aquel sitio, podía haber otros Luca Traini. Él lo sabía. Por otro lado, no le sorprendía el gesto del terrorista. Tampoco se sorprendía cuando veía que en la parte baja del Fondo Norte cientos de voces cantaban a favor del Duce. En aquel ambiente, ciudadanos de este Estado estaban legitimados para homenajear a un dictador. El ambiente que los rodeaba no era más que un marco. En él no había ciudadanos vigilantes, guardianes de la democracia, preparados para condenar homenajes a un pasado nefasto que fue derrotado con el sacrificio de partisanos y partisanas. No, esos homenajeaban al Duce y nadie decía nada.

Y si alguien hubiese dicho algo, habría recibido patadas y puñetazos. Ese ambiente condena el antifascismo, y a tomar por culo la Constitución. La memoria histórica era pisoteada como el fango de un sendero de montaña. Todos los domingos. Todos los malditos domingos.

De repente, a través del humo de las bengalas encendidas, justo tras la explosión de un petardo junto al maremágnum en fiesta, aparece una pancarta: “HONOR A LUCA TRAINI”.

Seis fascistas encapuchados sostenían orgullosos la pancarta. Algún aplauso se levanta desde el gentío, desde la hinchada en plena orgía. Giggio se gira para ver qué está pasando. Coge a Marco por el brazo y mira indignado la pancarta. “Pero cómo cojones se les ocurre”. No lo dice en voz alta, sabe que muchos no piensan lo mismo. Sabe también que Marco, de frente a una pancarta así, podría reaccionar instintivamente, sacar el lado antifascista que a menudo ponía a dormir en el Fondo. En alguna ocasión había tenido que llevárselo lejos del grupo cuando, tras el enésimo “Duce, Duce” coreado en el Fondo, se había puesto a discutir con la gente equivocada.

Giggio se acerca a Marco. “Escúchame, no hagas lo que estás pensando”. “¿Pero cómo que no, joder?, ¿te das cuenta?”, le contesta Marco en voz alta. “¡No sé cómo coño lo haces, pero lo haces! ¿Entendido?”, le ordena con firmeza su amigo. Marco no tiene tiempo de dar un paso hacia la pancarta, Giggio lo bloquea enseguida. Le grita. Marco le mira fijamente a los ojos, penetrándolo. Giggio lo levanta y lo aleja unos cuantos metros. Llegan al centro de la plaza, rodeados por el humo del petardo que ha explotado hace poco.

“Me cago en la puta, Marco, ¿qué hostias te crees que haces? ¿Vas allí y qué coño les dices?”, le dice Giggio, con flato. “Tronco, no sé qué hago. ¡Pero no puedo quedarme callado! ¿Lo entiendes?”.

No sabe si ésa es gente que viene por el partido o simplemente fascistas que aprovechan la presencia de un público condescendiente. “Aquí se homenajea a ese fascista de mierda que ha disparado a NEGRATAS. Sí, NEGRATAS, porque para él son NEGROS DE MIERDA. Gente que huele mal, más parecidos a monos que a seres humanos. Giggio, los NEGRATAS, como les llaman esos de ahí, son mis hermanos y hermanas. Cada día les digo que estoy ahí, luchando con ellos, que les ayudaré. Y ahora, de frente a esta asquerosa humillación, ¿tendría que quedarme callado? ¿dócil como un perro asustado?”.

Marco está furioso, su presión sigue un ritmo frenético, como el humo que asciende. Rojo de rabia, sigue blasfemando y declarando a gritos la indignada vergüenza de compartir con aquellos seres el espacio social de la hinchada.

“Marco”, le intenta calmar Giggio bastante tranquilo, “tienes razón, lo sé que tienes razón. Todos estamos de acuerdo que ese infame de Traini tiene que pudrirse en la cárcel. Pero tú no puedes hacer nada, no puedes cambiar las ideas de esos fascistas, encocaos de mierda!”. Se lo han repetido muchas veces entre ellos: “En el estadio tienes que dejar de lado la política, tienes que dejarles hacer. Sabemos que es inútil incluso simplemente intentar hablar con esos gusanos. Piénsalo”. Marco lo sabe. Pero sabe también que no se puede dejar pasar todo. Hay límites que cuando se superan han de ser combatidos, gestos que cuando se realizan han de ser destruidos. “Giggio, ambos sabemos que esa historia de la libertad para decir lo que se quiera es una completa gilipollez”.

Así acaba la conversación con Giggio. El amigo tiene razón, ahora hay poco que hacer. Lanzarse contra los de la pancarta, solo, es una locura. Ir a que te den hostias es masoquismo poco inteligente. Claro, allí, delante de sus ojos, en una plaza de Roma, alguien está homenajeando a un fascista criminal. Que luego, piensa Marco, el problema no es solo la ausencia de alguien que combata abiertamente ese insulto, sino comprender por qué esa gente se siente legitimada para escribir y mostrar públicamente algo así.

Mira a Giggio, le da una palmada en el cogote y un beso en la mejilla. Luego los cuatro amigos se encaminan juntos hacia el estadio. Ven el partido, los cánticos fascistas de siempre, los brazos levantados de siempre, alguna bandera italiana más de lo normal. Y luego el pitido del arbitro que hace que todo se acabe. Se interrumpe ese mundo. Y la vida vuelve a empezar como antes. Y el próximo domingo se homenajeará a otro camerata.

Marco sabe perfectamente que el fascismo nunca fue completamente derrotado. El racismo es un dócil perro que sigue el paso del amo autoritario, o lo que es lo mismo, la ideología fascista. Lo saca a pasear, le dice qué hacer. O quizás sea al contrario, el odio racial es el que realmente guía, tira y saca a pasear a los nacionalismos varios. Sea cual sea la perspectiva, piensa Marco, aquí hace falta un ejército para la protección de los valores antifascistas que forjaron esta democracia. Un despliegue de guardianes, ideas, gestos, acciones. Una barrera multicolor que bloquee el paso a cualquier cameratismo.

Artículo original: Il Salto

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