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Ecologismo
Raíces, relato ganador del Certamen de relatos ecotópicos de Ecologistas en Acción 2024
Observa sus manos desnudas ante la superficie seca y quebrada, ante multitud de cerros panzudos que se despliegan en un horizonte huidizo. De las yemas de sus dedos, cree que han empezado a crecer extrañas hierbas que le recuerdan al romero, por el fresco perfume que emana su verdor. Sus pies encallados y descalzos sobre piedras punzonas, parecieran haber criado raíces que buscan desesperadas el camino a la tierra. No se sorprende ante sus nuevas extremidades, ya las ha visto antes en otras hermanas de campo. El tórrido verano hace flaco favor a la cosecha. La aridez, el amarillo de la siembra cortada que ha empezado a borrarse, dando lugar al ocre del suelo, el dulce seher del amanecer aviva y salva los últimos suspiros de vida del fruto de los almendros. Mientras más tiempo permanece, más enraizada se siente. El eco de una voz que se desliza entre el espeso follaje de los árboles la desprende de sus dulces raíces, la despabila y la despierta de un segundo amanecer, momento en el que se encuentra en la antesala de la realidad, un mundo onírico se mezcla con la vigilia. Celia abre los ojos y se da cuenta de que ese eco, que parece prolongarse hacia terrenos vecinos, pertenece a la voz de su madre. Celia vuelve al pueblo vestida de blanco, con las posaderas teñidas de verde por el musgo en el que ha estado sentada, y la espalda estrellada de recuerdos de la piel del álamo, que le ha acompañado en su coscorrón de la mañana. Celia se adentra en el pueblo, ligera, entre calles estrechas con fachadas cubiertas de yedra, ventanas floridas que le ayudan a no echar de menos la sombra de su álamo. Celia observa el cielo, hace años que las lluvias de verano volvieron con asiduidad, para compactar el albero, alegrar las hierbas e hidratar a su ganado. Celia corre, y con su alboroto, espanta a las gallinas, a la desafortunada y tuerta Chata Peroles, que sale disparada con un desesperado clo-cloooooooo, y a las ovejas merinas que tan panchas estaban a la entrada de su casa. Su madre, Flora, brazos en jarra, la mira desde la puerta, con la esperanza de que su Celia haya hecho algo más que soñar con los juncos del Guadalclaro. Celia es una chica alta, de miembros largos, como si de una sansevieria se tratase. Juntas se sientan en el rebate que antecede al pesado portón de madera, que casi siempre anda de par en par para que no deje de entrar la fresca, el rayo de sol de las diez de la mañana, que precalienta las losas quebradas color marfil, o alguna vecina necesitada que ha partido la azada mientras desherbaba de cerraja y cardos borriqueros las tomateras. Su madre la mira antes de soltar una palabra, sabe que ha llegado la hora. Una suave brisa recorre las dos caras como un suspiro, les acaricia las mejillas tostadas, como si la tierra animase a la madre a soltar lo que está a punto de encomendar. Lo que Flora tiene que decirle, Celia ya lo intuye desde hacía tiempo. Otras hermanas de campo lo han hecho hecho antes, visitar la antigua ciudad es algo que se hace a partir de su edad. Hace mucho tiempo, cuando la niña era Flora, y no Celia, y paseaba por los cerros, no se veían rebaños, no había pastores, y mucho menos pastoras, descansando bajo las sombras de los peñascos, los ríos y sus hilillos plateados, que ahora riegan los campos de Cienaguas se habían convertido en caminos de arena. La tierra estaba seca, echaba humo por todos los costados. Toda esa sequía, la falta de ilusión y desconocimiento trajo consigo un odio que se infiltraba en cada uno de los seres que habitaban el mundo, quebrándolos, dividiéndolos, haciendo que el aire se tornara pesado y las miradas fueran lanzas envenenadas. La gente se miraba con desconfianza, los vecinos se volvían extraños, y las palabras se convertían en armas afiladas.
Celia, despierta. Ha llegado la hora. Aquel susurro la trae de vuelta lentamente de un sopor profundo como si acabase de volver de la muerte. Así es exactamente la experiencia del dulce despertar de Celia, hasta que se abren por completo los tiernos e hinchados párpados, acomodados el uno con el otro durante la noche, se le despeja la mente y toma consciencia de que es su última mañana en esta cama. Se levanta, va al cuarto de sus madres que descansan en las horas más dulces de la mañana, con una pierna fuera y otra dentro de las sábanas. Celia se acerca, les da un beso en la mejilla. Baja las escaleras, en la puerta la espera su tractor. Sentada en el asiento de la conductora está la ojituerta Chata Peroles, que parece negarse a dejarla marchar sola. Se aferra al asiento como las raíces de las plantas de los pies de Celia a la tierra que pisa. No hay nada que hacer, la Chata no va a dejarla ir sola. Se monta, arranca y empieza su travesía. Durante horas no se cansa de conducir, a pesar de que jamás se habría planteado dejar atrás su casa, sus madres, su parra en agosto, que no podrá podar, ni sulfatar sus racimos para después envolverlos en papel de seda, la curiosidad la impacienta y no quiere parar. Quiere saber cómo será la ciudad. Mira a la Chata, la cual le devuelve con un ojo la mirada cómplice. Ella también está inquieta. Clo-cloooo, se desgañita. Celia sonríe.
Por el camino, laboriosas manos trabajan la tierra, y se agitan saludando a la muchacha y su gallina, con un ojo sano y otro blanquecino. Las hoces centellean al sol en un movimiento que no pasa de un instante, parecieran rayos de esperanza que le indican a Celia el trayecto a seguir. Las viñas, los olivos, la tierra roja van dando paso a los terrenos del norte, sus verdes prados y extensas colinas que se extienden hasta donde alcanza la vista. Tierra fértil, donde abundan los campos de trigo y cebada, movidos suavemente por la brisa. Los ríos, de aguas claras y caudalosas, serpentean entre valles y montañas, proporcionando vida y frescura al paisaje. Los pueblos del norte, con sus casitas de piedra y tejados de pizarra, se integran armoniosamente en el entorno, reflejando la simbiosis perfecta de vida humana y naturaleza.
Los días pasan, Celia y la Chatica, con su solo ojo, hacen paradas entre un pueblo y otro. Bajo el ponente sol del medio día, se vislumbran las cúpulas de la ciudad. Celia se sorprende, porque su mamá, Silvia, le había contado que sobre la ciudad había una nube negra que impedía ver la altura de los edificios, esa terrible toxicidad no está. Tractores, ganado, gentes de todo tipo circulan por la ciudad de aquí para allá, belleza, orden, perfecta limpieza, pero ni rastro de las raíces, imposible sentirlas en un entorno prácticamente artificial. A medida que se adentra al centro, los edificios empiezan a juntarse, hasta parecer pegados los unos a los otros, formando viviendas agrupadas entre parques y plazas abiertas. Hasta que, de repente, al girar una esquina se encuentra en la plaza principal, allí encuentra en círculo reunidas a veinte mujeres que parecían esperarla. Una mujer baja, enjuta, de pelo largo se acerca al tractor y tiende la mano a la Chata Peroles. La Chata salta con confianza, como si ya la hubiese visto antes, con su único ojo, y se acurruca entre los brazos de la señora, que ahora mira a Celia de soslayo esperando que la muchacha baje del tractor y se una a la reunión.
Celia, tensa, se baja despacio y con sensación de extrañeza. No se siente alargada, las cosquillas que le hacían las hojas al crecer de sus yemas parece que no están, los pies admitirían unos zapatos bien cerrados, puesto que no hay nada que busque el camino hacia la profundidad. Mira a la mujer que había tomado a su Chata, esta le extiende la mano. Celia, desconfiada, mira su único ojo conocido, que a pesar de ser una gallina parece sonreír; y Celia, confía. Extiende la mano y toma la de la señora enjuta que le muestra su asiento. Todas la miran, como si la hubiesen visto antes.
– Te estábamos esperando– dice una voz desde la mesa redonda. –Bienvenida, Celia. Como cada verano, nos reunimos desde diferentes puntos para aunar conocimientos, sabemos de buena tinta lo mucho que sabes de agricultura y que has empezado tus estudios universitarios. Tus madres nos han hablado maravillas de ti, de lo mucho que ha mejorado el pueblo gracias a tus manos y tus conocimientos.
Celia se mira las manos, sin rastro de verde, sin rastro de vida. Mira las manos de sus compañeras. Todas perfectas, blanquecinas, el sol no parece haberse posado sobre las pieles, la tierra no ha penetrado las delicadas uñas de ninguna de ellas. Se equivoca, las de la señora enjuta parecen distintas, de esas manos nunca han crecido las plantas, pero sí se han teñido de brea de trabajar las redes en la mar. En ese preciso instante, Celia se da cuenta.
– No hay nada que yo os pueda enseñar. Los datos, los números podéis bien estudiarlos en la misma universidad a la que fuisteis. Lo único que puede mejorar esta ciudad son las raíces.
Todas, perplejas, cuchichean, susurran, miran a la muchacha que se ha levantado y ha tomado en brazos a su gallina. Moviendo el brazo de adelante atrás para que la sigan, se monta en su tractor. La Chata Peroles cacarea con tanta fuerza que casi se le salta el ojo sano, clo-cloooooooooooo. Las mujeres se levantan y la siguen pacientes hasta prácticamente las afueras de la ciudad. Celia se baja del tractor frente al enorme álamo que le había dado su última sombra real al llegar. Todas esperan expectantes a que Celia diga algo, pero Celia no dice nada. Extiende las manos de sus compañeras y les insta a que las coloquen sobre la corteza, que se descalcen y cierren los ojos. Celia, de nuevo raíz, vuelve a sentir la vida de la tierra, las yemas de sus dedos se llenan de verde, las plantas de sus pies se enraízan al suelo. No ha abierto los ojos, pero sabe que sus compañeras son ahora también hermanas de campo. Sabe que ahora entienden la diferencia y son capaces de sentir las raíces crecer de la planta de sus pies.