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Coronavirus
Pásalo
Como no nos cansamos de decir y de comprobar estos días, todas las certezas se desmoronan, incluso mi recién descubierto odio a las videoconferencias.
Qué difícil, qué enormemente difícil es escribir cuando, por un lado, estás abrumada, ensordecida, por millones de palabras, imágenes y sensaciones encontradas y, por el otro lado, tu contacto humano durante casi dos semanas se ha limitado al de las personas que habitualmente viven contigo en casa. Para conectar hay que desconectar. Para escribir, hay que desconectar, siquiera un momento, del flujo que nos invade.
En el momento en el que escribo esto, a las seis de la tarde del lunes 23 de marzo, Muface es trending topic en twitter y por la ventana veo que la policía ha parado enfrente de mi casa a un chaval en bicicleta. La prensa cuenta que en las residencias de la tercera edad las personas que allí habitan conviven con cadáveres. Se cuestiona el sostenimiento público del sistema privado de salud, se roza la violación de nuestras libertades y derechos, nos asomamos al horror en el que se han convertido los cuidados de quienes nos cuidaron. Es urgente hablar de todo esto. Y, afortunadamente, sé que hay muchas manos hábiles y empáticas pensando y escribiendo de todo esto y de lo que ocurrió ayer y de lo que pasó hace una semana y todos estos días y que hay muchas más manos prestas y cariñosas difundiéndolo, amplificándolo. ¿Qué habría ocurrido “en circunstancias normales”, cuando los acontecimientos se hubieran escanciado a otro ritmo? Quisiera pensar que les hubiéramos dedicado la atención necesaria, pero sospecho que no.
En su momento se discutió mucho de cómo en marzo de 2004 un SMS anónimo cambió la historia de España, de cómo había sacado a las masas a la calle y casi había realizado el sueño de despertarnos una vez más republicanas. Pero se analizó mucho menos un fenómeno más generalizado y que quizás tuviera mucha más importancia a la hora de desafiar las mentiras gubernamentales. Desde el minuto uno de aquella mañana terrible, salimos a la calle, no en masa sino una a una y, una vez en la calle, nos reuníamos en grupos y hablábamos, por los codos. Para saber cómo estábamos, para conjurar el miedo, para llorar sin lágrimas.
Estos días está ocurriendo lo mismo, pero desde nuestras casas, en todas las redes sociales. Esa conversación ininterrumpida a múltiples voces, con la impertinencia propia de los teléfonos móviles, produce ese ruido ensordecedor que nos aturde, pero del que no podemos prescindir. Buena parte del ruido que circula por los grupos familiares, o de afinidad o de amigas está compuesto de material reciclado, de audios, vídeos y textos reenviados, como un eco amplificado de aquél famoso “¡Pásalo!”. Como no nos vemos, nos importunamos a destiempo, desacompasadas, y eso produce un curioso pudor, que nos refrena a la hora de mandar el mensaje fundamental, el que todas tenemos en mente, preguntar cómo estamos, porque no queremos mandarlo al aire, queremos decírnoslo cara a cara, en persona. Y, más tarde o más temprano, acabamos por recurrir a ese invento infernal, las videoconferencias.
He descubierto en esta crisis las videoconferencias y he descubierto a la vez que las aborrezco. Cuando, después de muchos intentos, finalmente nos “conectamos”, en la pantalla aparecen cuatro, cinco caras, entre ellas la mía, cada una con su espacio bien diferenciado, por la luz, por el encuadre, por el sonido. Sus planos no son mi contraplano o, si lo son, habría que reinventar el cine. Igual hay que reinventar el cine, ya hablaremos de eso “cuando pase todo esto”. Por el momento me obsesiono con mirar a los ojos de las personas, que son mis amigas, a las que veo en una pantalla fragmentada en pequeños recuadros. Quiero mirarles a los ojos y que me miren, sostenernos con la mirada para que, como tantas otras veces, en momentos confusos, ese cruce fugaz, incluso entre desconocidas que dejan un instante de serlo, dé un sentido a las cosas.
Para que las personas con las que converso, mis amigas, tengan la sensación de que las miro a los ojos, yo debo dejar de mirar a la pantalla, dejar de mirarlas a ellas y concentrarme en cambio en un puntito que hay en la parte superior de eso que se llama, con un posestructuralismo ya interiorizado, dispositivo. Tengo que mirar con amor un puntito que, hasta hace dos semanas, algunas teníamos prudentemente tapado con un trocito de cinta aislante. Aislante… Como en todos los aspectos de esta crisis, aquí también nos atraviesa una brecha, claro. Las acostumbradas al teletrabajo o educadas en la cultura del selfie saben que hay que echarse ligeramente hacia atrás, relajar la postura. Otras, yo misma, acercamos la cara a la pantalla deformándonos y desenfocándonos continuamente, movemos los ojos de un lado a otro, seguimos creyendo que tenemos que mirar, en lugar de dejar que nos miren y componemos una imagen bastante inquietante, la verdad.
Pero, como no nos cansamos de decir y de comprobar estos días, todas las certezas se desmoronan, incluso mi recién descubierto odio. El domingo por la tarde mi tía de ochenta y cuatro años me hizo una videollamada en el móvil. “Por error”, me decía. “A saber qué botón habré apretado sin querer, hija, que esto no me había pasado en la vida”. En lugar de mantener el móvil frente a ella, se lo llevaba obstinadamente hacia la oreja. Su cara se desdibujaba, se convertía en un primer plano cálido de la piel, primero reconocible y después claramente abstracto, hasta que se deshacía en un fundido en negro aún más cálido. Fue como una caricia. Va a resultar que el cine ya lo había inventado todo.
Quienes vivimos en la calle aquellos cuatro días y noches intensos de 2004 solemos coincidir en que el momento más intenso de todos fue el silencio que se produjo en la madrugada entre el 13 y el 14 de marzo. Cesaron los gritos, las consignas, los cánticos, pero cesaron también las conversaciones, las llamadas, los susurros. Seguimos caminando, en silencio, incansables, en una especie de trance. Quizás pensábamos que si no dejábamos de estar allí, de caminar, podríamos pararlo todo, hasta una guerra. Caminábamos como las madres y las abuelas de mayo, vigilábamos como los habitantes de aquella ciudad exyugoslava, que todas las noches se sentaban con velas en el único puente que comunicaba su ciudad con el mundo, que iluminaban el puente con sus cuerpos para que no lo bombardearan.
Todo está al revés estos días. La intensidad de los cuerpos en la calle se reprodujo unos años más tarde, a partir del 15 de mayo de 2011. El silencio se sustituyó por una gran conversación, en la que todas participábamos, tanto quienes se aferraban a las cosas como son y como quienes queríamos cambiarlo todo. Hoy esta conversación se reproduce, con tristeza y rabia, en lugar de con el brillo que sorprendíamos en las plazas cuando nos mirábamos a los ojos. Nos aturde, ensordece y abruma, desacompasada, caótica, aún desafinada, pero haciendo esfuerzos ímprobos por cantar a coro, impulsada desde la soledad más o menos acompañada de cada una, amplificada y propagada por dos simples preguntas, capaces por sí solas de propulsar una revolución: ¿Cómo estáis?, ¿Qué puedo hacer? Todo está al revés; todo, todo está al revés… Y del revés se ven las costuras.