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Contigo empezó todo
El bajón de Bakunin
La revolución se ha metido, de momento, en cama”.
En febrero de 1875 Mijaíl Bakunin, el impenitente revolucionario ruso, estaba de bajón. Así se lo hacía saber en una carta a su compañero francés Élisée Reclús, igualmente exiliado en Suiza.
“La evolución que se está produciendo hoy día es muy peligrosa, si no para la humanidad entera, sí al menos para algunas naciones”, señalaba en la misiva, en la que el famoso anarquista realizaba un breve esbozo de la situación en el mundo occidental: el Imperio alemán gestionado por Bismarck, “a la cabeza de un gran pueblo lacayo”, la Iglesia católica con “los ojos y las manos por todas partes” y, en Francia, los verdugos de la Comuna de París, “dedicándose a remachar las cadenas de un gran pueblo caído”, sin que viera Bakunin motivos para el optimismo en el resto del planeta.
El ruso había nacido en una familia acomodada pero renunció a todo para avivar las llamas de la revuelta que había recorrido Europa desde 1830 a 1870. Con escasos medios económicos, encerrado y deportado por diversos gobiernos, Bakunin estuvo presente desde el alzamiento de Dresde de 1848 hasta el de Bolonia de 1874. Había sido un fantasma que circulaba por la Europa continental para pesadilla de los gobernantes y que, cuando no podía situarse en el epicentro de la agitación, influía en la militancia antiautoritaria del país que tocara.
Sin embargo, ya con 60 años el gran revolucionario se sentía “demasiado viejo, demasiado enfermo, demasiado cansado, y, hay que decirlo, demasiado decepcionado”. Bakunin admitía su derrota: “El mal ha triunfado y no puedo impedirlo”.
Para él, el problema no venía solo “de los espantosos desastres de los que hemos sido testigos y de las terribles derrotas de las que hemos sido víctimas más o menos culpables”, en referencia a las recientes derrotas obreras y represiones consiguientes, “sino porque, para mi gran desesperación, he constatado, y constato cada día otra vez, que el pensamiento, la esperanza y la pasión revolucionarios no se encuentran en las masas, y cuando esto ocurre, por mucho que se combata por los flancos, no se hará nada de nada”.
Bakunin seguía teniendo claro cuál era la solución, pero el desengaño con las masas le hacía dudar de las posibilidades. Como explicaba a Reclus: “Es evidente que no podrá salir de esta cloaca sin una inmensa revolución social. Pero, ¿cómo hará esta revolución? Nunca estuvo la reacción europea tan bien armada contra todo movimiento popular. Ha hecho de la represión una nueva ciencia que es sistemáticamente enseñada en las escuelas militares a los tenientes de todos los países. Y, ¿con qué contamos para atacar a esa fortaleza inexpugnable? Las masas desorganizadas. Pero, cómo organizarlas si no tienen siquiera suficiente apasionamiento por su propia salvación, si no saben ni lo que deben querer y si no quieren lo único que puede salvarlas”.
Visto en retrospectiva, se puede decir que el legendario revolucionario tenía razón. El orden impuesto se mantendría sin problemas durante varias décadas. Bakunin, en su desilusión, dejaba un espacio para la esperanza. “La paciencia y la perseverancia heroicas” de las organizaciones que mantenían el tipo pese a las derrotas permitirían que el socialismo fructificase de nuevo a principios del siglo XX: “Su trabajo no se perderá —nada se pierde en este mundo—: las gotas de agua, aun siendo invisibles, logran formar el océano”. Lamentablemente, Bakunin no solo contemplaba esa opción: “Estos inmensos Estados militares tienen que destruirse unos a otros, y devorarse unos a otros tarde o temprano”. “La guerra universal” que preveía el viejo agitador llegaría menos de medio siglo después.