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Estos días se conmemora el 72 aniversario de la Nakba palestina, un evento traumático en la memoria colectiva del pueblo palestino que recuerda el sufrimiento generado por los procesos que en 1948 desencadenaron la expulsión de sus hogares de más de la mitad de la población nativa de la Palestina histórica, más de 750.000 personas, y la destrucción de sus pueblos y aldeas por la limpieza étnica planeada y ejercida por el proyecto de colonialismo de asentamiento sionista. Hoy, son millones las personas palestinas supervivientes o descendientes de ellas que viven refugiadas tanto en los territorios palestinos ocupados en 1967 como en los países de mayoría árabe vecinos.
Siempre es necesario recordar que ni el sionismo ni el Estado de Israel representaron ni representan al judaísmo ni a las comunidades judías. De hecho, hasta bien entrado el siglo XX, la mayoría de personas judías eran no sionistas o antisionistas, y hoy hay numerosos grupos e individuos judíos que lo siguen siendo. La implantación del proyecto de colonialismo de asentamiento sionista nació en la Europa del imperialismo decimonónico y fue iniciado a finales del siglo XIX, impulsando la creación del Estado de Israel en 1948 y siendo responsable de la Nakba palestina. Este episodio histórico fue acompañado de una enorme violencia para someter la resistencia de la población autóctona —existente desde más de medio siglo atrás—, expulsarla de la mayor parte del territorio, y facilitar la apropiación del espacio vaciado por las oleadas coloniales que llegaron al levante mediterráneo desde diferentes partes del mundo.
Sin embargo, estas violencias que se visibilizaron virulentamente en 1948, no se detuvieron en ese año. El sionismo sigue siendo la ideología oficial del Estado de Israel y promueve la mayoría o exclusividad judía sobre el mayor territorio posible de la Palestina histórica. Fue declarado por la Asamblea General de la ONU como “una forma de racismo y discriminación racial” en su Resolución 3379, aunque la presión estadounidense-israelí revocó esta resolución posteriormente. Las violencias epistémicas, estructurales, físicas, simbólicas, biopolíticas y necropolíticas han seguido ejerciéndose a lo largo de las décadas en los cuerpos y territorios habitados por la población palestina hasta la actualidad. Ha sido con distintos grados de intensidad, pero ha sido con una presencia constante, convirtiéndolas en parte de la realidad cotidiana de la población palestina. Así, las estadísticas de la Oficina de Asuntos Humanitarios de Naciones Unidas nos muestran que, en el último año, 137 personas palestinas fueron asesinadas y más de 15.000 resultaron heridas como resultado de la violencia directa desarrollada por la población colona y las fuerzas israelíes. Una violencia que no ha necesitado para desencadenarse de la existencia de un conflicto armado —ya que es intrínseca a todo colonialismo— y es ejercida cotidianamente para controlar a la población bajo ocupación y reprimir cualquier resistencia.
En los últimos 72 años tampoco se ha detenido el desplazamiento forzoso de la población palestina, que ha seguido siendo expulsada de los lugares que habita. Esas mismas estadísticas nos muestran, por ejemplo, que alrededor de 1.000 personas fueron obligadas a dejar sus hogares en Cisjordania el año pasado debido a la acción conjunta de una legislación que favorece la apropiación del espacio por el poder colonial y la actuación de las excavadoras sobre el terreno que destruyen la infraestructura palestina protegidas por las fuerzas de ocupación. Más de 10.000 personas sufrieron este desplazamiento en la última década.
Y mientras el espacio es vaciado de personas palestinas, Israel sigue alimentando la apropiación de ese territorio por nueva población colona que hoy día alcanza la cifra de más de 650.000 individuos, repartidos entre Jerusalén Este y Cisjordania. Una cifra que se ha doblado desde el inicio del proceso de Oslo a comienzos de la década de 1990 y cuyo crecimiento no tiene perspectiva de detenerse dado que, por ejemplo, en 2019 se inició la construcción de 2.000 nuevas casas y se elaboraron planes para construir 8.500 más para acoger a una mayor población colona en el futuro cercano, tal y como recoge la organización israelí Peace Now.
Ante este panorama, la Autoridad Palestina nacida del proceso de Oslo no ha podido convertirse en un Estado real, no ya por la falta de reconocimiento por Israel o por parte de la comunidad internacional, sino porque el poder colonial sigue sin permitirle ejercer su soberanía con independencia y plenitud sobre el territorio y la población palestina, continuando la negación de la existencia palestina. El denominado “Acuerdo del Siglo”, presentado el pasado enero, sólo es un intento neocolonial del tándem israelo-estadounidense de legalizar lo ilegal y de anexionarse más territorio palestino, siempre dentro del axioma sionista de conseguir el máximo territorio posible con el mínimo de población nativa palestina. De hecho, las últimas noticias de que Netanyahu, gran aliado de Trump, de Bolsonaro y de otras fuerzas de extrema derecha/neofascistas, continúa poniendo en marcha su proyecto de anexión del Valle del Jordán y de más colonias solo puede entenderse en esta dinámica histórica. Una dinámica que el poeta palestino Mahmoud Darwish sintetizó con la frase “la tierra se estrecha para nosotros”.
Igualmente, desde hace años cada vez más voces palestinas y no palestinas consideran que la “solución de los dos Estados” no solo es injusta para el pueblo palestino, inviable y de un claro matriz colonial, sino que lleva décadas utilizándose como cortina de humo para que el Estado de Israel siga colonizando territorio palestino y sofisticando su apartheid. Al menos en un primer y necesario paso, el mínimo común denominador son los tres puntos que reclama el movimiento de Boicot, Desinversiones y Sanciones (BDS), la mayor coalición de la sociedad palestina: fin de la ocupación militar iniciada en junio de 1967 (Resolución 242 del Consejo de Seguridad de la ONU) y desmantelamiento del Muro de Apartheid (dictamen de la Corte Internacional de Justicia del 9/7/2004); fin del apartheid (un crimen contra la humanidad según el Estatuto de Roma del Tribunal Penal Internacional, cabe recordar que informes de organismos de la ONU como la CESPAO afirman que Israel es un Estado de apartheid) y derecho al retorno de la población palestina refugiada (Resolución 194 de la Asamblea General de la ONU). No puede olvidarse que el Estado de Israel ha sido condenado oficialmente por el Consejo de Derechos Humanos de la ONU en más ocasiones que ningún otro Estado del mundo y que desde el año 2000, las fuerzas y colonos israelíes han asesinado a más de 2.000 niñas y niños palestinos.
Por todas estas razones, hoy recordamos la Nakba no como un momento histórico, no como un lugar en la memoria colectiva del pueblo palestino, sino como una realidad cotidiana que sigue presente en las vidas de la población palestina.
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No encuentro tamaño acto de injusticia al que comparar con el sufrimiento de un pueblo al que le han arrebatado el todo. Y a quien muy pocos le han querido ayudar en el exterior, no olvidemos el apoyo tanto de las democracias liberales como de los países marxista-leninistas durante la guerra del 48 que originó este NAKBA.