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El humo negro que se expande por encima de las colinas tras cada bombardeo israelí convierte el sur del Líbano en un territorio fantasma. Decenas de municipios cercanos a la frontera con el estado de Israel se encuentran prácticamente vacíos tras cuatro meses bajo la amenaza del fuego sionista. El sonido de los aviones militares asusta a los más pequeños y la indiscriminación de los ataques desvela a los más mayores. Con todo, miles de familias continúan abandonando sus casas en búsqueda de algún lugar seguro sin saber cuándo podrán regresar.
La militarizada frontera entre Líbano e Israel es uno de los campos de batalla en el que se libra la guerra que engulle la Palestina histórica desde el 7 de octubre. La milicia libanesa Hezbollah, que tiene en su razón de ser la oposición a Israel, intercambia ataques con el gobierno israelí desde el inicio de la ofensiva contra la franja de Gaza. Todo apunta a que parte del objetivo de los combatientes libaneses, aliados naturales de la milicia palestina Hamás en contra del enemigo común, es mantener parte de las tropas israelíes pendientes del frente norte, limitando sus capacidades desplegadas sobre la franja de Gaza. Pero la dureza de las represalias israelíes, que incluyen posibles crímenes de guerra y ataques de precisión contra población civil, empuja decenas de miles de personas hacia el éxodo.
“En toda esta zona del mapa pintada de color rojo, la que recorre la frontera con Israel, todo el mundo ha huido”, dice Mortada Mhanna. Este libanés es el jefe de la unidad de emergencia creada el pasado octubre para coordinar el desplazamiento de civiles. Mhanna atiende El Salto Diario en un aula de un colegio de Tiro, la mayor ciudad del sur del Líbano, reconvertida en centro de operaciones. Varios trabajadores de la Cruz Roja libanesa y el propio Mhanna atienden llamadas y rellenan hojas de excel para gestionar los recursos que las Naciones Unidas, Save The Children y otras entidades aportan para paliar la situación.
“En todos estos municipios se pueden contar con una sola mano los residentes que se han quedado”, insiste Mhanna: “Nadie ha exigido la evacuación de esos territorios, pero en general, cuando te sientes inseguro lo más natural es huir”. La ONU pone cifras al miedo. La última semana de enero, el número de civiles que habían tomado la iniciativa de dejarlo todo atrás superaba las 87.000 personas. Lo que las expulsa de sus casas es algo más que la amenaza que anticipa el humo negro. Los ataques selectivos de las tropas israelíes han provocado más de 200 víctimas mortales. La mayoría de ellas eran combatientes de Hezbollah. Las ofensivas que apuntaron contra ellos tienen a veces lugar en espacios públicos, causando bajas civiles y destrozos supuestamente colaterales. Pero decenas de muertes fueron asesinatos directos contra civiles, incluyendo periodistas y niños pequeños, a quienes dirigentes israelíes decidieron hacer volar por los aires con misiles de precisión.
“A Israel, al que consideramos nuestro enemigo, no le importa si las víctimas son o no son Hezbollah. Ya vemos lo que hacen en Gaza y lo que hicieron aquí en 2006. Matan gente”
Mhanna prefiere evitar consideraciones políticas, pero ignorar los abusos israelíes le resulta difícil. “A Israel, al que consideramos nuestro enemigo, no le importa si las víctimas son o no son Hezbollah”, afirma con ímpetu a pesar del aspecto cansado. “Ya vemos lo que hacen en Gaza y lo que hicieron aquí en 2006. Matan gente”. Este abogado de profesión menciona ejemplos. En Ainara, afirma, bombardearon el vehiculo donde circulaban una mujer y un niño pequeño, en un ataque denunciado como crimen de guerra por parte de Human Rights Watch. “Ellos también eran Hezbollah?”, se pregunta de forma retórica. “Es comprensible que la gente se vaya”, concluye: “Israel bombardea incluso a los animales”.
La unidad de emergencia, de la que participan los ayuntamientos del territorio fronterizo, también se encarga de proveer atención médica y ayuda humanitaria en un territorio donde los servicios básicos y los productos de primera necesidad han desaparecido. El acceso a la zona cercana a la frontera es cada vez más difícil. Las autoridades restringen el paso alegando medidas de seguridad y los proveedores no quieren transportar mercaderías a según qué lugares. Mhanna reconoce que sufren para cumplir con su cometido. Durante la guerra de 2006, en la que Israel invadió el sur del Líbano en medio de un conflicto con Hezbollah, llevar a cabo operaciones humanitarias era más fácil. “Ahora, en cambio, las autoridades libanesas no han decretado el estado de emergencia”, protesta Mhanna: “no existen medidas excepcionales para afrontar la situación, ni tampoco nuevos presupuestos [para financiar el desplazamiento ni el hospedaje de civiles], así que no podemos ayudar a la gente como querríamos”.
Niños que piden irse de casa
“Yo puedo soportar las explosiones, pero los niños no”. Es lo que llevó Malek Souied, un granjero de unos 40 años de edad, a llevarse su familia a algún lugar lejos de casa. Dice que fueron precisamente sus hijos, de 7 y 1 años, quienes pidieron que se fueran. “Estaban asustados. El bombardeo era intenso”. Partieron tan de prisa de Dhayra, su pueblo enganchado a la frontera, que se fueron con lo puesto. Irse fue de la decisión correcta. Su casa fue bombardeada días más tarde. “Lo sabemos porque había gente en el pueblo. Nos mandaron vídeos de la destrucción”, explica en declaraciones a El Salto Diario.
Malek y los suyos han pasado de tenerlo todo a tener solo un papel. Es un documento firmado por las autoridades del sur del Líbano que testifica todo lo que esta familia ha perdido. Una casa de 500 metros cuadrados y de varias plantas dividida en dos. En un lado, Malek y sus ocho familiares más cercanos. Al otro, su hermano Muhammad y otras siete personas. “Ahora, tanto nosotros como nuestros niños estamos sin techo”, lamenta la declaración escrita. La casa había sido autoconstruida, algo que añade dolor a los dos hermanos: “hemos perdido todo lo que durante años de sacrificio habíamos conseguido tanto nosotros como nuestros padres. Nos hemos quedado sin ropa y sin ningún modo de subsistencia”. El terreno tenía tierras agrícolas y animales como cabras y gallinas de los que dependían. Todo, afirma Malek, ha muerto o ha sido destrozado.
Los residentes de esta vivienda recibieron las malas noticias cuando ya estaban en un colegio de la ciudad de Tiro, donde el equipo liderado por Mhanna les ha ofrecido refugio en una clase. A ellos y a centenares de desplazados más. Cada aula de este centro educativo y de dos escuelas más en la ciudad están atravesadas por un biombo para acoger dos familias al mismo tiempo. La familia de Malek lleva en el colegio más de cuatro meses. Se encoge de hombros cuando mira hacia el futuro. “Quién nos va a ayudar? A nadie le importa lo que nos está ocurriendo”.
Los ánimos, en este colegio abarrotado de desplazados, están bajos. Todo el mundo se siente desubicado, lejos de su casa y de su mundo. La incertidumbre por el devenir de la guerra les impide saber cuándo podrán volver y los deja en el limbo. Los mayores pasan los días sentados en esterillas, tratando de acomodar la parte del aula que les ha sido adjudicada de modo que sea algo más acogedora. Un pequeño espejo. Mantas y cojines. Algunos han conseguido incluso una pequeña televisión. No poder ir al trabajo les deja sin ingresos desde hace meses, maniatándolos al favor de la ayuda humanitaria. Esperar que alguien les traiga una bandeja con comida un par de veces al día es todo lo que tienen por hacer. En las escuelas hace frío y a menudo están a oscuras. El estado libanés es incapaz de ofrecer electricidad más de cinco horas al día.
“Deseamos regresar”, dice Sara, una madre visiblemente preocupada: “La situación aquí es muy mala. Nos ayudan en todo lo que pueden, pero necesitamos regresar a nuestro hogar”
“Deseamos regresar”, dice Sara, una madre visiblemente preocupada: “La situación aquí es muy mala. Nos ayudan en todo lo que pueden, pero necesitamos regresar a nuestro hogar”. Los niños corretean por todos lados y algunos hacen dibujos en las pizarras que son parte de su nueva habitación. Pero también preocupan. “Están otra vez sin ir al colegio”, cuenta Sara: “ya perdieron un curso escolar con la pandemia y ahora pierden otro”.
La situación de Farah, que siempre tiene uno de sus cinco hijos pequeños colgado del hombro, es similar. “Los cristales de casa temblaron, y en ese momento supimos que nos teníamos que ir”. Como Malek, dice que sus pequeños no podían soportarlo. También llevan cuatro meses deambulando por los pasillos oscuros y fríos del colegio. Ellos vienen de Beit Lif, un municipio a tres kilómetros de Israel. Farah desconoce si su casa todavía existe, pero le da miedo ir a comprobarlo.
Los residentes del sur del Líbano miran hacia Gaza y temen ser los siguientes. “Por supuesto, nos da miedo que lo que está ocurriendo en Gaza nos ocurra a nosotros”, dice asustada esta joven madre libanesa. Farah dice rezar para poder regresar a sus vidas anteriores a la guerra. Aunque la precariedad sea inevitable. “Trabajamos el campo y los bombardeos israelíes han dejado las tierras destrozadas. Nuestra fuente de vida ha sido destrozada”.
Una tierra sin descanso
Tiro está rodeado de un paraíso verde y amarillo. Las carreteras lentas que cruzan las plantaciones de plátano llegan hasta una de las ciudades más queridas por los libaneses. La urbe, anclada sobre un saliente al Mediterráneo, es un lugar de retiro cargado de historia. Las mejores playas del país, con vistas a ruinas milenarias de los fenicios, reciben a los residentes del territorio y a los exiliados, que regresan durante las vacaciones. Más hacia el interior, sobre las colinas cercanas a la frontera, se expande una exuberancia natural poco común en Oriente Medio.
Los pequeños pueblos que salpican esta región tranquila del sur de Líbano respiran estos días una calma distinta a la habitual. Las tropas israelíes han lanzado 20 misiles de media al día durante el mes de enero y varios miles en total desde el 7 de octubre, y resulta difícil sentirse completamente a salvo. Las tropas sionistas han disparado obuses contra casi un centenar de municipios distintos, y han atacado pueblos de toda condición y religión: musulmana chií —la mayoritaria en esta parte del Líbano—, musulmana sunní, cristiana y drusa. Existen pueblos, como Aita al Shaab, con más de un tercio de las viviendas afectadas.
El gobierno de guerra israelí ha bombardeado en el Sur de Líbano infraestructura civil: carreteras, mezquitas, colegios, escuelas, hospitales. Otro blanco habitual son las tierras agrícolas
Más allá de puntos estratégicos de Hezbollah, el gobierno de guerra israelí ha bombardeado infraestructura civil: carreteras, mezquitas, colegios, escuelas, hospitales. Otro blanco habitual son las tierras agrícolas. La agricultura supone el 80% del producto interior bruto del sur del Líbano, según calculó la ONU en diciembre. Algunos centros de observación, como el Tahrir Institute for the Middle East Policy, denuncian las operaciones israelíes: “están apuntando de forma extensiva contra tierras agrícolas”. Más de 800 hectareas cultivables han sufrido incendios a causa de los bombardeos.
En realidad, nada de esto es nuevo. Cualquier residente del territorio que sea mayor de edad ha vivido episodios similares. Desde el establecimiento de Israel, el sur del Líbano ha sufrido guerras, ocupaciones y hostilidades militares. Durante la nakba, la “catástrofe” que para los palestinos supuso la creación del estado hebreo, múltiples pueblos libaneses ubicados en la zona fronteriza fueron ocupados. Hubo quien tuvo que reconstruir entonces su vivienda por primera vez. Pero no la última. Blida, un municipio pegado a la frontera con Israel y en la actualidad bajo ataque israelí, es uno de los pueblos que ya sufrió destrucción en 1948. Por aquellos días, la creación de Israel empujó a miles de personas hacia Beirut, puesto que interrumpió las relaciones sociales y comerciales que los libaneses tenían con los palestinos.
Décadas más tarde, la presencia en Líbano de combatientes palestinos de la Organización para la Liberación Palestina junto con grupos libaneses que luchaban contra Israel propició la represalia israelí, que tal y como hace hoy, fue más allá de objetivos militares. Israel, de algún modo, ya nunca sería una presencia extraña en el sur del Líbano. En plena guerra civil libanesa, en 1978, invadió el sur de Líbano y se quedó en el territorio durante décadas. Más de 200.000 civiles huyeron de la zona durante aquellos años. Israel se retiró en el 2000, pero solo habría paz durante seis años. La última guerra entre Hezbollah e Israel tuvo lugar en 2006. Las tropas sionistas causaron estragos y más de 1000 víctimas mortales. En Israel, Hezbollah mató a más de 160 israelíes.
La sociedad civil establece patrones ante la sucesión de tragedias. Fatima es residente de Aita al Shaab, un pueblo ubicado en la carretera que resigue la frontera. La libanesa explica a Legal Agenda que en la ocupación de 2006 decidió que no volvería a abandonar su casa en tiempo de hostilidades. “Quienes se van, sufren”, admite la mujer. Pero los que deciden partir lo hacen acordándose de quienes se quedan. Fatima tiene guardadas en una cesta las llaves de varios de sus vecinos. Cuando caen bombas, las tiendas cierran y las provisiones básicas dejan de llegar. En ese contexto, tener acceso a la casa del vecino lo cambia todo. “Las casas están llenas de provisiones. Aceite, azúcar, arroz, lentejas, hummus. Eso ayuda a quienes se quedan a no pasar hambre”.
Un grupo de jóvenes de Ramyah, ubicado en la misma carretera, asegura que en su pueblo no necesitan intercambiar llaves para darse apoyo. Dicen que ningún vecino del municipio se va de Ramyah sin haber informado antes al resto de lugareños dónde deja las llaves. Mucha gente, incluso, deja la ventana de la cocina abierta. “Así, si necesitas algo lo coges tu mismo”, cuentan los chicos. Tras cuatro meses de guerra, las hostilidades continúan escalando por encima del territorio fronterizo y el gobierno de guerra israelí repite que tras Gaza será el turno del sur de Líbano. Mortada Mhanna seguirá descolgando teléfonos para reubicar familias desplazadas. Malek, Sara y Farah seguirán durmiendo con sus niños en el suelo de un colegio a oscuras. Y cada vez más cocinas tendrán la ventana abierta.
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