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Estados Unidos
Recuerda la masacre de Orangeburg
A menudo olvidado, el asesinato de tres jóvenes manifestantes por parte de las fuerzas estatales en Orangeburg (Carolina del Sur) fue un punto de inflexión en la lucha por la libertad negra.
¿Alguna vez has oído hablar de aquella vez a finales de los 60 cuando policías estatales mataron a tiros a tres estudiantes que se manifestaban? No, no fue Kent State, en mayo de 1970, cuando cuatro estudiantes blancos fueron asesinados por la guardia nacional de Ohio. Tampoco fue Jackson State, 11 días después, cuando dos estudiantes negros fueron asesinados por la policía de Mississippi. En este caso hablamos de Orangeburg (Carolina del Sur), dos años atrás.
Fue, en muchos aspectos, un momento significativo: se trató, según los sociólogos Charles Gallagher y Cameron Lippard, de la primera vez en toda la historia estadounidense en la que la policía mataba estudiantes dentro del campus, y sentó un precedente acerca de la crueldad con la que el aparato estatal iba a reprimir al movimiento Black Power (Poder Negro) en los meses y años siguientes. Pese a ello, y usando las palabras de un artículo publicado en The New York Times en 2008, el incidente “no pasó a la memoria colectiva de la década de los 60”. Dada la gran cantidad de homenajes a los eventos del 68, parece un momento adecuado para recordarlo.
Ocurrió el 8 de febrero de 1968. En la ciudad universitaria de Orangeburg, la policía estatal disparó a una muchedumbre de activistas afroamericanos, asesinando a tres de ellos e hiriendo a 28 más, dando lugar a lo que llegaría a ser conocido como la matanza de Orangeburg. Los asesinatos de Samuel Hammond, Henry Smith y Delano Middleton a manos de la policía fueron un duro recordatorio de lo limitadas que habían sido las conquistas del movimiento por los derechos civiles. También desembocó en una reflexión acerca de lo lejos que el sur (y el resto de la nación) estaban tanto de implementar el contenido de la ley de derechos civiles como de respetar el reciente orgullo racial del colectivo afroamericano.
Los orígenes del incidente están en la bolera All-Star, uno de los pocos establecimientos racialmente segregados que quedaban cerca del campus de la HBCU Universidad Estatal de Carolina del Sur [las HBCU, Universidades Históricamente Negras, por sus siglas en inglés, eran las universidades donde estudiaba la población negra hasta el fin de la segregación universitaria]. La negativa de su propietario a terminar con la segregación racial llevó al colectivo estudiantil a protestar frente a la bolera. En la noche del 5 de febrero, un grupo protagonizó una sentada en la cafetería del establecimiento. Los propietarios avisaron a la policía, pero no hubo arrestos.
Cuando, a la noche siguiente, los estudiantes volvieron, se encontraron con la policía y un grupo de agentes de tráfico bloqueándoles la entrada de la bolera. Tras intentar acceder al edificio y rechazar abandonar el lugar, 15 estudiantes fueron detenidos. Poco después la protesta se recrudeció, llegando a haber frente a la bolera unos 200 manifestantes. La tensión estalló cuando apareció frente al establecimiento un camión de bomberos, avivando los miedos de que la concentración fuera dispersada usando las mangueras. Cuando alguien rompió una ventana, la policía cargó y empezó a golpear brutalmente a los estudiantes, usando porras. Al volver al campus, algunos estudiantes, ya ensangrentados, rompieron más ventanas en un estallido de ira y frustración.
Al día siguiente, 7 de febrero, los estudiantes remitieron al Ayuntamiento de la ciudad una serie de peticiones, que incluían el fin de la segregación en la bolera y el fin de la violencia policial. También solicitaron un permiso para manifestarse pacíficamente, la cual fue rechazada. Inasequibles al desaliento, los colectivos estudiantiles se prepararon para una tercera noche de protestas, que se llevaría a cabo el 8 de febrero. Para entonces el gobernador Robert McNair ya había solicitado la presencia de la Guardia Nacional [una milicia estatal de reservistas] y de más policía estatal, y había cerrado el campus. Teniendo presentes las revueltas de Newark y Detroit de 1967, la respuesta de las autoridades a la creciente tensión fue declarar el estado de sitio en la ciudad universitaria. Los estudiantes dispuestos a encararse con las autoridades se encontraron con la violencia fatal.
Martin Luther King Jr. lo consideró “el mayor ataque armado llevado acabo con apariencias legales en la historia sureña reciente”
Todos los testimonios acerca de los acontecimientos están de acuerdo en una cadena de eventos: los estudiantes se reunieron a la puerta del campus, enfrentándose a la Guardia Nacional y a varias autoridades locales que pretendían hacer efectivo el cierre. Algunos estudiantes prendieron una hoguera. (Según algunas fuentes, era para calentarse, pero un folleto distribuido tras el tiroteo por el Comité Estudiantil de Acción No Violenta (SNCC, por sus siglas en inglés) aseguraba que el propósito de la hoguera era alejar a agresores blancos que habían estado conduciendo por el campus y disparando a los estudiantes. La policía intentó apagar la hoguera, y alguien lanzó un trozo de una barandilla a un agente de policía, hiriéndole. En respuesta, un policía disparó al aire, aparentemente para calmar a la multitud. Sorprendidos, otros policías comenzaron a disparar contra la multitud, creyendo que el disparo había venido de los manifestantes. Aproximadamente 30 estudiantes fueron alcanzados por los disparos, la mayor parte de ellos en la espalda, dado que intentaban huir de las balas. Tres murieron.
Dos de los asesinados, Samuel Hammond y Henry Smith, eran estudiantes en la Universidad Estatal de Carolina del Sur. El tercero era el estudiante de instituto Delano Middleton. Los tres tenían apenas 18 años. Al día siguiente la matanza había empezado a ganar atención nacional, si bien la agencia Associated Press informaría falsamente de un “intenso intercambio de disparos” entre policía y manifestantes. (Ninguno de los estudiantes iba armado). La cuestión de qué causó el incidente se imbricaría inmediatamente en cuestiones de derechos civiles, Black Power y la posición militante de los afroamericanos del sur en 1968.
“Militantes radicales”
El gobernador McNair se situó en la delgada línea entre responder a las preocupaciones de los manifestantes y culparlos del incidente. Lo llamó “uno de los días más tristes de la historia de Carolina del Sur”, pero afirmó que fueron militantes radicales los que habían provocado todo el enfrentamiento. McNair dijo que la presencia policial era necesaria debido al lenguaje incendiario del movimiento Black Power. “Los militantes están continuamente gritando ‘Burn, baby, burn’ [‘Quema, cariño, quema’, eslogan adoptado por militantes negros tras la revuelta de Los Ángeles de 1965] y vociferando que va a correr la sangre —dijo sobre el tiroteo en una rueda de prensa el 17 de febrero de 1968—. Tienes que tomarles la palabra”.
Los izquierdistas y otros activistas de derechos civiles, por su parte, fueron rápidos a la hora de condenar el tiroteo. Martin Luther King Jr. lo consideró “el mayor ataque armado llevado acabo con apariencias legales en la historia sureña reciente”. Freedomways, uno de los principales órganos de la izquierda afroamericana, homenajeó a las víctimas en su número de primavera. Los nombres de los tres jóvenes aparecían en una página aparte titulada “En memoria de los mártires”, que también incluía los nombres de cinco africanos negros ejecutados por el régimen supremacista blanco de Rodesia (ahora Zimbabue).
Nadie fue condenado jamás por el asesinato de los tres jóvenes de Orangeburg; nueve agentes fueron imputados por disparar contra los manifestantes, pero todos fueron absueltos
Al afirmar que los tres habían sido “asesinados por tropas gubernamentales en Orangeburg, Carolina del Sur”, los editores de Freedomways publicaron este memorial en un número que, debido a otro trágico asesinato en abril, se convertiría en una edición de homenaje a Martin Luther King Jr. En ese sentido, este homenaje a los “mártires” de Orangeburg también se convertía en un tributo al espíritu internacionalista del propio King, y a lo que él se refería como los “trillizos” maléficos del militarismo, el racismo y la explotación económica.
Nadie fue condenado jamás por el asesinato de los tres jóvenes de Orangeburg; nueve agentes fueron imputados por disparar contra los manifestantes, pero todos fueron absueltos. No fue hasta 2001 cuando un gobernador de Carolina del Sur —Jim Hodges— asistió a una ceremonia que conmemoraba los trágicos acontecimientos del 8 de febrero de 1968. Mientras tanto, la única persona condenada por un delito relacionado con la masacre fue el activista del SNCC Cleveland Sellers, que pasó siete meses en la cárcel, condenado por haber incitado una revuelta.
La matanza y sus consecuencias deberían llamar nuestra atención sobre tres temas: primero, la persistente brutalidad policial contra los afroamericanos, en el norte y en el sur, y su papel a la hora de galvanizar la protesta; segundo, la importancia de las universidades históricamente negras en los movimientos por la libertad negra pasados y presentes, y tercero, hasta qué punto las mejoras conseguidas por el movimiento de derechos civiles resultaban insuficientes, incluso entonces.
Hoy en día se asocia las protestas contra la violencia policial con Black Lives Matter, en contraste con el énfasis del movimiento de derechos civiles en la integración y la justicia económica. Pero la brutalidad policial era un tema recurrente de las manifestaciones por los derechos civiles, en el norte y en el sur, durante los 50 y 60 e incluso antes. “Nunca podemos estar satisfechos mientras el negro sea la víctima de los indescriptibles horrores de la brutalidad policial”, tronó Martin Luther King Jr. durante su célebre discurso de 1963 “I Have a Dream” (“Tengo un sueño”). Los discursos de Malcolm X a principios de la misma década aludían a menudo al problema de los policías que atacaban afroamericanos inocentes. Sus advertencias acerca de la policía de gatillo fácil parecerían más y más premonitorias a medida que las tensiones raciales aumentaron por todo el país durante la segunda mitad de la década.
El hecho de que fueran estudiantes de la Universidad de Estatal de Carolina del Sur los que iniciaron la campaña antisegregación en Orangeburg no debería cogernos por sorpresa. Los estudiantes de las HBCU tuvieron un rol clave en los movimientos de derechos civiles y terminaron siendo algunos de sus líderes más célebres. Las primeras sentadas de Greensboro (Carolina del Norte) fueron protagonizadas por estudiantes. Martin Luther King Jr. y otros líderes del movimiento se habían graduado en HBCU. Orangeburg mismo había sido un lugar de organización durante más de una década antes de 1968, con huelgas estudiantiles y marchas por los derechos civiles que se remontaban al menos a 1956.
Durante décadas, las HBCU eran un lugar donde los afroamericanos no solo creaban comunidades intelectuales propias, sino que también las usaban para iniciar campañas contra la supremacía blanca. Un renovado orgullo por las HBCU —reflejado en un salto en las nuevas matrículas en varias escuelas en 2016— atestigua tanto una conciencia creciente de esta historia como la alienación que sienten muchos afroamericanos en universidades predominantemente blancas.
Las muertes de Orangeburg también nos recuerdan los mútiples asesinatos de hombres y mujeres afroamericanos inocentes después de que se aprobaran las leyes de derechos civiles y de derechos electorales en 1964 y 1965, respectivamente. Sammy Younge Jr. fue asesinado al intentar terminar con la segregación en los baños de una gasolinera de Tuskegee (Alabama), en 1966. Fue el primer estudiante universitario afroamericano en morir luchando por los derechos civiles. El hecho de que las muertes de Younge, Hammond, Smith y Middleton sucedieran después de los enormes avances legislativos de 1964 y 1965 certifica el nivel de reacción violenta blanca que ha seguido a cualquier gran avance hacia la igualdad racial en los Estados Unidos.
Recordar Orangeburg, por tanto, significa hacer balance de hasta qué punto estamos lejos del objetivo. Si la brutalidad policial ha seguido plagando la vida de los afroamericanos desde 1968, también lo ha hecho una falta de responsabilidad por ella. Y con la Administración Trump intentando representar a los activistas de Black Lives Matter como “extremistas de la identidad negra” y enemigos del Estado, el tipo de actitudes que se enfrentaron al activismo del Black Power en 1968 ha vuelto para frenar la protesta afroamericana de hoy.
Pero si hay un consuelo, ese es que, a pesar de actos como la masacre de Orangeburg, los afroamericanos nunca han perdido la capacidad de soñar con un país mejor, y de pelear por él, sin importar el coste.