Quienes nacimos en los ochenta sabemos que antes de la plaga de Los Emprendedores que se concentra hoy en los salones de co-working, existió otra epidemia igualmente devastadora llamada Los Empresarios, escrito así: en específico masculino y desbordante plural. La historia de Los Empresarios bien podría ser la adaptación contemporánea y en tiempo real de Los Miserables, pero eso pudimos saberlo sólo después.
Los protagonistas de esta historia fueron nuestros padres. Hombres jóvenes que en los primeros 2000’s dejaban atrás la treintena y vislumbraban, en el lejano horizonte de su madurez, como si fuera un oasis, la fórmula definitiva para emanciparse de la esclavitud del trabajo asalariado: la PYME.
La pequeña empresa se presentaba como la oportunidad de oro. El vehículo hacia la independencia. Una grúa social que llevaría a nuestros padres hasta lo más alto de las Torres Kio, donde las suelas de los mocasines no tocan el abrasador asfalto madrileño. A salvo. En la cima. Lejos del ninguneo y vejaciones de un jefe diez años más joven, de apellido compuesto, acento seseante y seguidor, por aquel entonces, de Mario Conde.
Y con la PYME; sus eslóganes y su ética. «Sé tu propio jefe», «Siembra tu propia suerte», «Toma las riendas de tu vida». Al son de esta música, miles de padres compaginaron, a temporadas, sus trabajos de oficina y carretera con el puesto de administrador único en SOÑAR ES GRATIS, S.L., sociedad mercantil constituida por tiempo indefinido para la actividad de [Inserte aquí sus esperanzas] y capital social de 3.000 €.
Los bancos no tardaron en echar leña al fuego (fatuo1). Líneas ICO, financiación para autónomos, préstamo promotor, préstamo personal, pólizas de crédito... Por aquellos días el banquero vociferaba su oferta posibilista con un «¿Lo quieres? Lo tienes*» y Los Empresarios respondían al unísono con su deseo determinante «¡Lo quiero! ¡Lo quiero!». ¿Lo tengo?
Nuestros padres, que también eran “la generación mejor preparada que ha tenido este país”, olvidaron leer la letra pequeña. También olvidaron cursar cinco años de derecho y un máster en bancario para saber qué demonios estaban firmando y, sobre todo, cuál era el precio.
La letra pequeña venía cargadita de miseria en forma de garantías reales y personales que terminaron por arrebatar la casa y los ahorros de una vida a miles de mujeres trabajadoras. Sí, señoras. El sueño (fatuo) de Los Empresarios lo terminaron pagando nuestras madres con el sudor de su frente.
Quizá otro día podamos hablar de esos hijos e hijas que celebraron su mayoría de edad aceptando cargos orgánicos en la empresa familiar por estar fuera del radar de Hacienda. O, tal vez, de abuelas y hermanas que avalaron con sus bienes las ilusiones de nuestros padres. No será hoy. Hoy se habla de bienes gananciales, que, pese al nombre, tienen todas las de perder.
Fin de la broma. Empieza lo serio.
La experiencia procesal indica que pocas veces son las mujeres, aún hoy, quienes asumen el riesgo empresarial de inversión (como socias) o de gestión (como administradoras). Este sigue siendo un terreno eminentemente masculino. Son abundantes, sin embargo, los supuestos en que las mujeres son avalistas del negocio del cónyuge o asumen alguna posición meramente formal en el negocio ajeno.
En cualquier caso, no son esos los supuestos que estudia este artículo, puesto que, al margen de las circunstancias que pudieran haber influido en la voluntad de quienes avalan o aceptan un cargo, ambos supuestos exigen una manifestación activa del consentimiento.
Analizamos a continuación aquellos casos en los que los bienes de un cónyuge pueden verse afectados por las deudas del otro cónyuge que se aventuró, por su cuenta y riesgo, en un negocio propio, cuando el régimen matrimonial es el de gananciales.
Nuestra Ley de Enjuiciamiento Civil ofrece una aparente protección de los bienes del cónyuge no deudor en régimen de gananciales. Es decir, la parte de los “bienes de los dos” que le corresponderían solo a uno si los dividiéramos por mitad.
El artículo 541 permite que el cónyuge no deudor pueda oponerse a la ejecución de embargos derivados de una deuda de su esposo (o esposa, en un caso de laboratorio) y opte por pedir la disolución de la sociedad conyugal, en cuyo caso, el tribunal resolverá sobre la división del patrimonio. El requisito es que, según disponga el resto de la legislación aplicable a cada tipo de deuda, los bienes gananciales no estén afectos.
La respuesta sobre los límites de las deudas de Los Empresarios está en el Código de Comercio. La primera versión de este librillo se remonta a 1885. O dicho de otra manera, noventa y seis años antes de que se aprobara la Ley del Divorcio y cuarenta y seis años antes de que Sylvia Pankhurst publicara El Movimiento Sufragista. La última modificación, es de 2.015, pero sus artículos 6 y 72 conservan en vigor la redacción original.
Estos dos demonios articulados nos traen la respuesta a la pregunta de la responsabilidad ganancial con la contundencia de la bofetada de un buen padre de familia.
Artículo 6. En caso de ejercicio del comercio por persona casada, quedarán obligados a las resultas del mismo los bienes propios del cónyuge que lo ejerza y los adquiridos con esas resultas, pudiendo enajenar e hipotecar los unos y los otros. Para que los demás bienes comunes queden obligados, será necesario el consentimiento de ambos cónyuges.
Artículo 7. Se presumirá otorgado el consentimiento a que se refiere el artículo anterior cuando se ejerza el comercio con conocimiento y sin oposición expresa del cónyuge que deba prestarlo.
Es decir, el conocimiento es consentimiento. O también, quien calla otorga. O lo que es lo mismo, si cuando El Empresario decidió darle forma jurídica a sus anhelos de emancipación laboral, su pareja omitió el trámite de enviarle un burofax, con acuse de recibo, oponiéndose a que persiguiera sus sueños, responderán de la deuda mercantil todos los bienes gananciales.
El legislador actual permite que subsista y se aplique una norma que nos habla de consentimiento presunto. ¡Presunto! Este delirio jurídico-técnico no sería importante si no fuera porque esconde, entre sus párrafos viejunos, una concepción de la mujer como sujeto accesorio, cuya voluntad y patrimonio quedan sometidos a la suerte del otro.
En este punto, quienes saben algo de Derecho civil empiezan a sufrir una leve taquicardia. Lo ven venir. Se asustan. Ahí va la razón:
Artículo 1347 del Código Civil. Son bienes gananciales: 1. Los obtenidos por el trabajo o la industria de cualquiera de los cónyuges. (…)
El salario del cónyuge no empresario sirve para responder de la deuda mercantil. Aquí está el sudor de las madres. El que pagó la cuenta de Los Empresarios. El que funciona aún hoy como una suerte de aseguradora de riesgos frente a terceros que responde de los coqueteos del cónyuge con el mundo de la empresa sin que ella haya participado en la toma de decisiones.
Una vez más el ordenamiento jurídico que se aplica a diario en nuestros Juzgados perpetúa una situación injusta para las mujeres y las condena a la subordinación y la pobreza, dando cobertura legal a la versión más arcaica de la ideología machista. A nosotras nos toca seguir denunciando para que no sea ésta la herencia que reciban las mujeres que nos siguen.
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1 Fenómeno derivado la inflamación de ciertas materias (fósforo, metano, principalmente) que se elevan de las sustancias animales o vegetales en putrefacción y forman pequeñas llamas. Es decir, un pedo en llamas.
2 En el mismo sentido arts. 1.362 y siguientes del Código Civil.