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Coronavirus
La distopía del coronavirus ha venido para quedarse
¿Qué nos enseña esta pandemia del coronavirus a las personas? ¿Estamos dispuestas a aprender algo? ¿Vamos a llevar a cabo cambios en nuestras vidas personales y como sociedad cuando acabe el confinamiento y hayamos superado la epidemia?
Solo sabemos formular preguntas seguidas de un largo silencio cuando llega la hora de las respuestas. ¿De verdad no vamos a aprender nada de lo que está pasando, de lo que nos está pasando? ¿Volveremos a la rutina diaria en cuanto termine el confinamiento y seguiremos viviendo como veníamos haciéndolo?
Casi con total seguridad, nos estaremos engañando si partimos de la premisa de que la responsabilidad de lo que está sucediendo recae en ese microscópico virus COVID-19 que ha decidido, de la noche a la mañana, acabar con nuestra especie. ¡Ojo!, el asunto puede ser un poco más complejo, sobre todo, si somos conscientes de que no existe ningún superhéroe que va a venir a salvarnos.
Nos parece como un sueño lo que está sucediendo, lo que estamos viviendo. Nadie lo hubiera imaginado con la contundencia en que nos ha llegado. Nos cuesta trabajo aceptar la realidad actual, el cambio drástico en nuestra formas de vivir día a día. Estamos confinadas en las casas, el mundo se ha parado de manera significativa, un virus nos amenaza como especie y el mensaje que nos transmite el Gobierno y el Estado es que, en espera de que la ciencia descubra una vacuna, no tenemos más herramientas para defendernos que el aislamiento de nuestros semejantes, reduciendo nuestra existencia real a la soledad o al entorno familiar más cercano. Sentir miedo, alarma, desconfianza, sospecha… delatar a quienes nos rodean por ser posibles agentes con capacidad de contagiar. Esa es la única respuesta que esperan de nosotras como población. Otra cosa es la respuesta que nos exigen como trabajadoras.
Con certeza, constatamos que el decrecimiento se ha hecho viral. Se acabó, al menos en estos periodos de alarma sanitaria y social, la locura desarrollista, el consumo compulsivo, los macroeventos, la ansiedad por viajar y tantas y tantas muestras de arrogancia mostradas como supuestos seres vivos superiores que somos o nos sentimos.
Ha sido un cambio brutal, pero lo hemos hecho, lo hemos llevado a cabo y seguimos vivas. Es posible el cambio, por tanto. Aprendamos al menos esto, que los cambios radicales en nuestras vidas pueden suceder y los llevamos a cabo sin excesivos traumas colaterales.
Sin duda, es imperioso rebelarse ante algunos cambios impuestos como no poder despedirse ni visitar a nuestras personas mayores y sí obligarnos a trabajar con el riesgo de contagio.
Esta sociedad capitalista, neoliberal, instrumentalista y pragmática que utiliza una doble vara de medir, desde el punto de vista moral y ético, no es aceptable.
Los datos son realmente alarmantes. Se cuentan por miles y miles las personas contagiadas en todo el mundo, un tercio de la humanidad está confinada en sus casas, las enfermas y fallecidas se cuentan por millares, las personas mayores, con menos recursos biológicos para autodefenderse, son quienes más están sufriendo la pandemia.
Los equipos de protección y seguridad no llegan, los sistemas sanitarios rozan el límite de sus posibilidades, la totalidad de personas que trabajan en la sanidad —desde la cocinera a la médica—están sobresaturadas, trabajando heroicamente hasta la extenuación, por cuidar a quienes enferman.
Lo mismo tenemos que decir del conjunto de trabajadoras que hacen posible que la vida se siga abriendo paso, desarrollando aquellos trabajos imprescindibles para la satisfacción de nuestras necesidades básicas lo que, en términos globales, podemos identificar con los servicios públicos.
Aprendamos que es el pueblo, las trabajadoras, como siempre, quienes hacemos funcionar a la sociedad.
II
La población ha respondido con responsabilidad, acatando la llamada del confinamiento como medida eficaz para detener la pandemia. Y en medio de este tsunami caótico que nos supera, en estos momentos en que la enfermedad sigue expandiéndose, asistimos a un debate público, con profundas raíces ideológicas entre, por una parte, las gentes de la perversa clase dirigente política empresarial y financiera que ostenta el poder (en nuestro país y a nivel internacional) y que defiende el manteniendo de la actividad del sistema productivo para no dejar caer su economía y que las trabajadoras sigamos día a día generando beneficios para sus empresas despiadadas con independencia de las muertes (daños colaterales) que ello suponga y por otra parte, los movimientos sociales, colectivos y organizaciones de la sociedad civil —como CGT, por ejemplo— que apuestan por la vida, la salud y la seguridad de las personas, de las trabajadoras, proponiendo, por tanto, el cierre de toda actividad económica que no sea esencial para la vida.
III
La existencia de epidemias viene siendo algo habitual en los últimos décadas y el mundo de la ciencia nos asegura que es como consecuencia del modelo desarrollista salvaje del capitalismo que pretende el incremento, sin límites, de la productividad por encima de todo. Un sistema que antepone sus beneficios e intereses a la sostenibilidad del planeta, con peligrosos modelos de producción agrícola y ganadera intensiva —mucho más agresivas para el metabolismo natural— tras la continua deforestación de grandes extensiones para su posterior reforestación con monocultivos, modelos de hacinamiento en la ganadería con explotaciones en macrogranjas, de deforestación y esquilmación de recursos. Un capitalismo que genera desigualdad y esclavitud, con jornadas de trabajo agotadoras, salarios de miseria, alquileres asfixiantes, hacinamiento de personas en espacios muy reducidos de metrópolis contaminadas, insostenibles y contagiosas por poseer precarias las condiciones de higiene, que no evalúa las repercusiones de desgarro social y humano de las migraciones del medio rural a la ciudad, con políticas sanitarias que priman la medicalización de las personas y que nos hace ser cada vez más vulnerables al tener un sistema inmunológico debilitado por el cansancio, la mala calidad de la comida, la contaminación del aire y del agua… en definitiva, un sistema productivista insostenible que nos aboca al colapso del sistema, cultura y civilización, como señalara, por ejemplo, Carlos Taibo.
El grupo Chuang en su publicación de marzo 2020 Contagio social. Guerras de clases microbiológicas en China, deja meridianamente claro, con cifras, datos y argumentos, las relaciones de las últimas epidemias con este modelo capitalista, crecentista y consumista de vida occidental. Como igualmente aporta Robert G. Wallace, en su libro de 2016, Grandes granjas generan grandes gripes, quien tras un exhaustivo trabajo, encuentra la conexión entre la actual agroindustria capitalista y la etiología de las recientes epidemias (SARS, Ébola, Gripe aviar, Covid-19…).
En el mismo sentido, el trabajo publicado por el Grupo Barbaria en marzo de 2020 en el blog lapeste Las pandemias del capital indica que las relaciones mercantilistas, de explotación y subordinación a las que el capital somete a toda la naturaleza y los seres vivos que la habitan (poco resilientes al contagio), ya sea como mera fuerza de trabajo, medio de producción o flujo de materias primas, guardan relación con la aparición de las nuevas epidemias que sufre la humanidad, apuntando además, que las soluciones a la crisis sanitaria y social del coronavirus no van a venir del Estado y la propiedad privada.
Debemos aprender que todo está interconectado para que la vida en el planeta se perpetúe, que nuestras acciones e intervenciones sobre la naturaleza alteran los ecosistemas y ponemos en riesgo la diversidad biológica y nuestra propia existencia, que nada puede sernos ajeno. Tampoco la existencia de los virus, sin duda, necesarios para la existencia y desarrollo de la vida desde millones de años al garantizar las transferencias genéticas para la existencia de la diversidad.
En el boletín de crítica bibliográfica de marzo 2020 del Collectif À contretemps encontramos el texto Monólogo del virus en el que se nos invita a la reflexión: «He venido a parar la máquina cuyo freno de emergencia no encontrabais», «Dejad de proferir, queridos humanos, vuestros ridículos llamamientos a la guerra. Dejad de dirigirme esas miradas de venganza. Apagad el halo de terror con que envolvéis mi nombre. Nosotros, los virus, desde el origen bacteriano del mundo, somos el verdadero continuum de la vida en la tierra. Sin nosotros, jamás habríais visto la luz del día, ni siquiera la habría visto la primera célula».
IV
Si repasamos la historia, en un abrir y cerrar de ojos, podríamos identificar tres grandes hitos, fruto de los avances científicos, por los que los seres humanos hemos ido encontrando la dimensión relativa de lo que somos, haciéndonos encontrar nuestro lugar en la realidad de la vida. La ciencia nos ha bajado del pedestal de vanagloria y supremacismo al que alguien interesadamente nos subió con engaños y manipulaciones ancestrales.
En primer lugar, en el siglo XVI, la teoría geocéntrica es reemplazada por la teoría heliocéntrica de Nicolás Copérnico demostrando que la Tierra es quien se mueve y gira alrededor del Sol, dejando de ser el centro del Universo para convertirse en un planeta más del Sistema Solar, quien a su vez forma parte de la Vía Láctea. Lástima, los seres humanos ya no somos el centro del Universo.
En el siglo XIX, la teoría evolucionista de Charles Darwin y Alfred Russel Wallace complementada por Piotr Kropotkin, demuestra, frente a la teoría fijista, que los seres humanos no fuimos creados tal y como somos ahora sino que somos el fruto de la evolución, que nuestros antepasados son los primates. Somos la especie más evolucionada pero formamos parte del engranaje evolutivo de la vida, no somos los reyes y reinas de la naturaleza, ni el resto de seres vivos nos pertenecen.
Ya en el siglo XX, Sigmund Freud y su formulación de la teoría del psicoanálisis viene a demostrarnos que los seres humanos no solo hemos dejado de ser el centro del Universo, ni somos los reyes de la naturaleza sino que, además, tampoco somos dueños ni de nuestra propia conducta al estar ésta controlada por instintos primitivos como la libido, por el inconsciente.
A fuerza del avance del conocimiento, las personas hemos ido madurando, comprendiendo y adaptándonos a la realidad.
Y ahora, en el siglo XXI resulta que un virus, un agente acelular que precisa otro ser vivo para replicarse es quien nos ha cambiado la vida.
¿Qué somos? ¿Dónde está nuestro poder, nuestra soberbia, nuestra superioridad como especie frente a la naturaleza y la vida? El COVID-19 nos ha reducido y humillado como especie. Ha conseguido parar el mundo más desarrollado que hemos sido capaces de construir, ha generado una terrible crisis sanitaria y también social y económica como no habíamos conocido antes.
Esta levedad que nos caracteriza como seres, queda extraordinariamente representada por la genial lectura de la vida que hizo el arquitecto en la metáfora del estanque de la Eternidad del patio de los Arrayanes de la Alhambra de Granada. El estanque refleja, como un espejo, con absoluta elegancia, realidad y nitidez, la silueta de la torre del palacio de Comares, evocando una imagen de la maravillosa belleza que puede construir el ser humano. Sin embargo, si una mera brizna de aire, el más nimio soplo, mueve el agua cristalina del estanque con minúsculas ondas, queda desdibujada la silueta de la torre, lo que viene a recordarnos que lo más grande que seamos capaces de construir resulta insignificante si se compara con el poder la naturaleza.
Aprendamos que somos una sociedad gigante con pies de barro, una sociedad montada sobre una apariencia que se desvanece en milésimas de segundo.
V
La distopía, antónimo de utopía, representa una sociedad alejada del bienestar, de la felicidad, la armonía, la justicia, la paz, la igualdad, la belleza. Como señala la Real Academia de la Lengua es «la representación ficticia de una sociedad futura de características negativas causantes de la alienación humana».
La sociedad distópica no se rige por parámetros de humanidad y moralidad, de apoyo mutuo y racionalidad sino por los valores y las actitudes del egoísmo, el individualismo, la supervivencia a cualquier precio y se dota de regímenes totalitarios y autoritarios como han mostrado novelas de la literatura universal. Pensemos, a modo de ejemplo, en 1984 de George Orwell —el Gran Hermano nos vigila, manipula y reprime política y socialmente—; Un mundo feliz de Aldous Huxley —el desarrollo tecnológico nos conduce a un mundo de felicidad en el que se han erradicado las emociones y la pluralidad; o La Peste de Albert Camus —quien nos aconseja que la herramienta para luchar contra la indiferencia y autoridad en una pandemia es la solidaridad, el apoyo mutuo, la libertad individual—; y más reciente Ensayo sobre la ceguera de José Saramago —para que la represión y el control no sean quienes terminen regulando una sociedad distópica sumida en la pandemia, se constata que superaremos el instinto primitivo de la supervivencia humana si disponemos de la solidaridad, la racionalidad y los afectos.
Sin duda, y no creemos exagerar, podríamos catalogar de distópica la situación que vivimos actualmente en nuestro país y un tercio de la humanidad: confinamiento generalizado de la población, cierre de fronteras, emergencia sanitaria, centralización del poder, presencia en las calles de las fuerzas armadas y cuerpos policiales al servicio del cumplimiento de las órdenes y decretos del poder omnímodo y omnisciente del Gobierno y del Estado.
No podemos tocarnos, ni vernos presencialmente (solo virtualmente a través de las nuevas tecnologías), ni visitar a nuestras familiares enfermas…
Quizás este desconsuelo que ahora sentimos nos haga reflexionar de cuáles han sido nuestros criterios de vida hasta ahora y descubramos que le dedicamos poco tiempo a nuestros mayores, a la educación de nuestros hijos e hijas, a nuestras relaciones personales, a nosotras mismas.
Hemos mercantilizado e instrumentalizado las relaciones humanas únicamente en pro de la inmediatez, lo superfluo, lo vano, los intereses. No tenemos tiempo para conocernos, amarnos, sentirnos, encontrar sentido a la existencia, valorar la cultura, la ciencia, el arte. Esa es la sociedad del desapego, soledad, tristeza, infelicidad, olvido… la que hemos construido. Es la sociedad pragmática, productivista, neoliberal, capitalista, patriarcal, que nos habita.
El capitalismo y el liberalismo nos han condenado como especie, nos han hecho ignorantes y extraños al resto de seres vivos, han condenado nuestra casa común —la nave Tierra en la que transitamos por el Universo desde hace millones de años, sin querer, sin saber, sin comprender nuestra existencia y destino.
El enemigo al que hay que temer es al egoísmo, al individualismo, al sálvese quien pueda. No hemos aprendido nada. La ciencia, el arte, la cultura, la razón, nos han ido señalando el camino pero no lo hemos seguido.
En esta distopía, se impone a la fuerza, con multas y represión, el control de nuestros comportamientos, el cumplimiento de las normas, en un proceso creciente de deshumanización en el que el Estado y el Poder político deciden lo que tenemos que hacer, en el que el poder político se empodera arrogándose el control y destino de nuestra existencia. Y todo ello, se hace por nuestro bien, para cuidar nuestra salud, haciendo que nos sintamos culpables y sin que nadie asuma responsabilidades de cómo hemos llegado hasta aquí.
Estamos aprendiendo, en base a la mano dura, la sumisión a la autoridad; aceptando e interiorizando inconscientemente la militarización de la sociedad, la necesidad y bondad de los ejércitos y las policías para ayudar a la población, para cuidar nuestra salud; asumiendo las medidas centralistas, el tratamiento como menores de edad que nos reconoce el Poder. Para el Poder y el Estado, solo precisamos ser simples consumidoras de ocio y superficialidad, autómatas que dócilmente nos sometemos a los dictámenes del poder.
Claro, todo ello funciona gracias al miedo, a la psicosis, al terror, a la alarma que se ha inoculado mediante los potentes medios de comunicación y es que el miedo a morir es una herramienta de coacción que funciona. Nadie quiere morir. En este panorama, el Estado, el Gobierno y sus fuerzas armadas se nos presentan como ese superhéroe salvador que esperamos.
VI
Pero cerremos ahora el foco con el que venimos analizando la situación que vivimos y centrémonos en algunos datos. La emergencia sanitaria ocasionada por la pandemia, sin duda, se ha visto agravada por los recortes, las externalizaciones y las privatizaciones sufridas en todo el gasto social dedicado a los servicios públicos esenciales para el manteniendo de la calidad de vida (sanidad, educación, dependencia, servicios sociales, pensiones…) y de forma especial, por los recortes en el sistema sanitario público en la última década, fundamentalmente, tras la crisis económico-financiera de 2008.
Según un informe de la CGT, en el periodo de 2009 al 2014, el recorte en gasto sanitario ascendió a 9.000 millones de euros y una desinversión añadida de 2.144 millones con lo que se produjo una reducción salarios, personal sanitario, número de camas, UCI, equipos de protección, recursos en general. Esos recortes se están mostrando con toda crudeza en esta pandemia.
Por el contrario, el gasto sanitario privado alcanzó los 29.000 millones de euros en 2016, según Informe Anual del Sistema Nacional de Salud, lo que supone el 28,8% del total del gasto mientras que en Holanda es del 19%, en Francia del 17,1% y en Alemania del 15,4%.
Noam Chomsky, en una reciente entrevista sobre el coronavirus, nos recuerda el desastre que suponen las privatizaciones de los servicios públicos y los recortes en áreas tan sensibles como la sanidad: «El asalto neoliberal ha dejado a los hospitales sin preparación. Un ejemplo para todos: las camas han sido suprimidas en nombre de la “eficiencia”». E insiste: «En general, esta crisis es otro ejemplo importante de fracaso del mercado, al igual que lo es la amenaza de una catástrofe medioambiental. El gobierno y las multinacionales farmacéuticas saben desde hace años que existe una gran probabilidad de que se produzca una grave pandemia, pero como no es bueno para los beneficios prepararse para ello, no se ha hecho nada».
Noemi Klein, por su parte, resalta la necesidad de «luchar con más fuerza por un sistema de salud universal y considerar no solo el autocuidado, también compartir con tus vecinos y ayudar a las personas más vulnerables».
Pero no solo se produjeron recortes en el sistema sanitario sino en todos los servicios públicos. Volviendo a los datos aportados por un informe de la CGT, en el período 2009-2014, la reducción del gasto público dedicado a los servicios públicos —que son ahora quienes están sacando adelante esta crisis— giró en torno a los 78.000 millones de euros, habiendo un trasvase de dinero y servicios a la iniciativa privada, lo que significó la desprotección de las personas más vulnerables (privatizaciones y recortes en la ley de dependencia, cuidados, especialmente hacia las personas mayores, ayudas sociales a personas excluidas…).
El drama que se está viviendo en las residencias de personas mayores es completamente inaceptable, como ya hemos señalado. Los recortes en ley de dependencia redujeron el número y calidad de las residencias públicas de mayores, siendo el sector privado quien atiende a más del 65% de las personas mayores. No olvidemos que en la lógica empresarial, priman los beneficios a costa de la reducción de recursos humanos y materiales y la calidad del servicio asistencial que se presta.
Futuras comisiones de investigación tendrán que aportar luz sobre realidad de estas residencias (mayoritariamente privadas) y las condiciones en que viven estas personas, que ahora además tienen que confinarse alejadas del poco contacto que les queda con el mundo como son los afectos de sus familiares. Pero nadie podemos mirar para otro lado ante este tremendo fracaso de nuestra sociedad. Para con quienes ahora no pueden valerse por si mismas.
La situación de confinamiento y la parálisis de la actividad productiva, reducida a partir del lunes 30 de marzo a aquellos trabajos esenciales para la sociedad, está significando unas drásticas consecuencias de pérdidas millonarias de empleos y miles de millones de pérdidas económicas. Nadie se atreve a pronosticar lo que significarán estas pérdidas, pero con toda seguridad afectarán a varios puntos del Producto Interior Bruto.
El gobierno está aprobando medidas laborales, legislativas y de ayudas y subvenciones públicas para paliar los efectos de esta catástrofe económica, pero recordemos que el dinero público es aportado por todas, vía impuestos, y que aquí quienes contribuyen mayoritariamente a las arcas públicas somos las y los trabajadores en cantidades indecentes frente a las irrisorias contribuciones de las empresas, finanzas, etc. Es decir, con dinero público estamos pagando los despidos por los ERE y ERTE, con dinero público vamos a rescatar empresas en crisis, como ya hicimos con la banca.
Las empresas rápidamente han soltado amarras, han despedido masivamente, se han desentendido de la crisis. Que sea el Estado quien la pague. Es perfecta la jugada.
Somos las propias contribuyentes quienes nos vamos financiar nuestros propios despidos y además vamos a ayudar a las empresas con pérdidas.
En las crisis, la clases ricas, poderosas, nunca pierden, esperan en la retaguardia a que el Estado rescate la economía —renunciando sin escrúpulos a sus ideales del neoliberalismo como ya hicieron en la pasada crisis de 2008— para volver en un futuro próximo con su verborrea capitalista para que el sistema siga funcionando bajo los mismos parámetros.
No podemos aceptar una vez más que el sistema capitalista se reflote por las mismas personas a las que explota. Es necesario controlar los movimientos especulativos del capital en la bolsa. Resulta preciso que cualquier tipo de recurso privado o público se ponga al servicio de la superación de la emergencia pandémica, a salvar vidas, al servicio del bien común, interviniendo cuantos recursos sean necesarios: recursos financieros, empresariales, camas hospitalarias, hoteles, empresas textiles, nuevas tecnologías, centros de investigación, farmacias, empresas de agua, gas, electricidad, comunicaciones, transportes… El futuro no puede volver a pasar por la privatización de los servicios públicos que garante de la calidad de vida.
Hay que volver a invertir en la fabricación de mascarillas, medicamentos y crear riqueza sostenible que nos haga menos dependientes de las deslocalizaciones en China u otros lugares del mundo.
VIIPor otro lado, también estamos observando las ventajas que tiene esta situación de decrecimiento real como consecuencia del confinamiento por alarma sanitaria. Se ha reducido la emisión de gases contaminantes, de dióxido de carbono, con lo que la calidad del aire en las grandes ciudades ha mejorado sustancialmente hasta resultar respirable; se ha frenado el proceso de turistificación; han proliferado espontáneas iniciativas de redes de apoyo mutuo. Estamos descubriendo nuevas formas de relacionarnos, de repensar el cuidado de las personas mayores, nuevas formas de vivir, de cuidar nuestra salud laboral, de acabar con el frenesí del consumo, de interactuar con la tecnología, de añorar los afectos y las relaciones con la vecindad…
Los movimientos de la población creando redes de ayuda mutua es garantía de que la alternativa es posible. Que las personas salgan a sus balcones a reconocerse con su vecindario compartiendo deseos y propuestas, es garantía de que podemos a aprender a sentirnos colectivo, a sentir el valor del apoyo mutuo.
El filósofo Byung-Chul Han, en un reciente artículo de 22 de marzo titulado La emergencia viral y el mundo de mañana describe con total clarividencia el funcionamiento de la sociedad china en relación al uso del big data para el control y vigilancia digital de la población. El desarrollo tecnológico ha permitido tal nivel de control de la población, que se ha perdido absolutamente la libertad y la intimidad. Ciertamente, también ha servido para parar la epidemia y generar un estado paranoico y conspiratorio en la sociedad china.
El éxito de China sobre la pandemia ha provenido tanto del desarrollo científico epidemiológico como del campo informático. La producción y uso de material sanitario y de protección (las famosas mascarillas) como el control de los datos de la población han sido sus armas mientras que Europa trabaja con el cierre de fronteras, olvidando la cooperación entre los pueblos.
Ante la tesitura de que China y su régimen de partido único comunista pueda presentarse ante el mundo como victoriosa frente a la pandemia gracias a su Estado policial digital, como lo califica Byung-Chul Han, ante el riesgo de que los estados puedan sentirse tentados a imitarlo, el pueblo tenemos que defender nuestra libertad solidaria, nuestras redes de solidaridad y apoyo mutuo, nuestra defensa del derecho a la intimidad.
No habremos aprendido nada si cuando acabe la pandemia tengamos el deseo irrefrenable de seguir haciendo, viviendo, soñando, pensando… lo mismo, porque será el capitalismo y sus sistemas de alienación junto a un Estado más totalitario y empoderado y sofisticado quien vuelva a regir nuestros destinos.
Desmintamos a Slavoj Zizek, en su libro Pandemic de marzo 2020, cuando asegura que la salida a la crisis provocada por coronavirus será mediante «alguna forma reinventada de comunismo con coordinación y colaboración global». Desmintamos a Byung-Chul Han quien prevé que la crisis del coronavirus se sustanciará con un futuro capitalismo fortalecido.
Como ya hemos señalado, nuestro enemigo es el aislamiento, el individualismo, la soledad, el sálvese quien pueda. Los mismo que empezamos a reconocernos como colectivo, que tenemos necesidad de salir a los balcones y vernos a las ocho de la tarde para sentirnos cerca, cómplices, debemos seguir autoorganizándonos en el futuro inmediato para seguir viviendo de forma autónoma en libertad y con valores anticapitalistas, antipatriarcales, decrecentistas, ecologistas, internacionalistas, de apoyo mutuo que nos permitan seguir avanzando como especie integrada en armonía con el resto de seres vivos de la naturaleza.
En nuestras manos está que el Estado no aparezca como salvador porque hemos dejado de autoorganizarnos colectivamente, porque seguimos sin reconocer nuestra fuerza juntas, nuestro compromiso de unidad para que el sistema cambie. No hay superhéroes, somos nosotras juntas quienes únicamente podemos salvarnos. Lo estamos haciendo en esta crisis, somos las trabajadoras de los servicios esenciales de la sociedad, con el personal sanitario a la cabeza, quienes hacemos que la vida se siga abriendo camino.
Estado de alarma, confinamiento, militarización de las calles, control de redes sociales, explotación de las personas, privatizaciones… ese el futuro que tenemos que negar.
Si la distopía ha venido para quedarse, hagamos que la utopía florezca.
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Excelente reflexión sobre el estado actual del confinamiento, sus consecuencias y derivas. Aunque hay que seguir luchando para conseguir un mundo más justo y solidario, me temo que esta crisis va a tensar los mecanismos de los Estados corporativistas que viendo amenazados su tablero de juego van a hacer todo lo posible para no ceder en ninguno de sus propósitos. Se está poniendo en evidencia que el modelo globalizado neoliberal tiene los días contados y aunque vemos como posible el cambio, y además el cambio drástico, tal como ocurrió en 2008 van a hacer todo lo posible para salir fortalecidos, aunque eso suponga aumentar la presión y la hostilidad de sus mecanismos. Salud