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Educación
Reconstruir lo que no se ve
Tras la Segunda Guerra Mundial, se popularizó la Animación Sociocultural para levantar el ánimo personal y colectivo destruido por la contienda militar que marcó la mitad del siglo XX. Décadas después, la crisis sanitaria del COVID-19 constata la necesidad de dar importancia a uno de nuestros valores más imprescindibles y aparentemente invisible, la educación como herramienta de cohesión social y evitar la criminalización de niños y niñas asignándoles unas exigencias que ni la población adulta es capaz de asumir. El autor de este artículo, el educador y cooperativista Javier Pérez Moreno, aporta los ingredientes necesarios para que la “nueva normalidad” no sea un mal reflejo de lo vivido hasta ahora.
Estamos ante la crisis más importante en Europa tras la Segunda Guerra Mundial. En aquella ocasión nos mandaron un Plan Marshall desde el otro lado del océano para paliar los destrozos ocasionados por una guerra devastadora, pero con la clara intención de contener al comunismo del este europeo y, de paso, que los países de la Europa occidental invirtieran en materias primas y manufacturadas estadounidenses. El conocido “capitalismo del desastre”.
En la actualidad podemos encontrar algo parecido en el llamado “Plan de Recuperación para Europa”, en el que andan enfrascados los países del norte y del sur europeo, decidiendo de qué manera nuestra Europa se va a ayudar a sí misma para remontar la situación actual, tan dramática para millones de familias europeas. Y en el terreno doméstico, la conocida “Mesa por la Reconstrucción”.
Se dice que el Plan Marshall tuvo un “impacto objetivo” en las economías de las democracias occidentales e incluso se habla que fue el inicio de la construcción de nuestra Europa actual. Pero obviamente no fue este plan norteamericano el que reconstruyó lo intangible, lo que no se puede reparar con ladrillos, maderas, asfalto u otras materias primas o manufacturadas.
No es casual que varios autores y autoras ubiquen a principios de los años 50 el nacimiento de la Animación Sociocultural, en la Francia de posguerra y con la misión de reconstruir el ánimo personal y colectivo de la población, devolver vida al tejido asociativo y vecinal que había sido mutilado, insuflar vida, animar y revivir lo detenido por los años de guerra, de tender puentes entre barrios y familias que se habían enfrentado. Pero claro, son puentes invisibles, difíciles de presupuestar por la fría e interesada mirada del capital. Y ahí nacían los animadores y animadoras comunitarias, todavía lejos de la profesionalización, pero con el convencimiento de que tras el desastre, no basta con volver a poner ladrillo sobre ladrillo.
Y si en esos mismos años, regresamos la mirada a América, pero nos bajamos al hemisferio sur, nos encontraremos cómo las dictaduras, la tiranía hecha ley, la injusticia estructural y la violación de los derechos humanos eran el pan de cada día, desde Nicaragua, hasta Chile, pasando por Ecuador, Brasil o Argentina. Y obviamente no es casual que entre el campesinado, los basureros, los ranchitos o las favelas creciera muy poco a poco una marea de educadores y educadoras, que se apellidaban “populares”, con la certera intención de acompañar al pueblo en su proceso de concienciación y emancipación, para luchar contra los tiranos mediante la alfabetización, la aprehensión de la palabra y de la realidad.
A día de hoy hay quienes ven en la animación la atracción (y distracción) del turismo, esa animación malentendida, que solo entretiene y que acoge al turista extranjero para desfogar por nuestras costas andaluzas. Y hay quien ve en la escuela, ese lugar en el que dejar a niños y niñas, y no tan jóvenes, para que los papás y las mamás podamos trabajar y producir. Aparcaderos para que el sistema siga funcionando o vuelva a funcionar, sin importarnos los estados emocionales de niños y mayores.
Frente a esto, ahora igual que siempre hace falta una Animación Sociocultural transformadora y una Educación Popular concienciadora, que afronte, al menos, en nuestra humilde opinión, cinco retos que nos parecen fundamentales.
Una oportunidad para la concienciación. Aprovechar todo lo que hemos vivido durante los últimos meses y utilizarlo como materia prima para la concienciación de clase, con preguntas problematizadoras que nos ayuden a ir más allá de nuestra mascarilla. Ahí va un puñao de esas preguntas, seguro que a quien lee estas líneas se le ocurren algunas más: ¿por qué se ha generado esta crisis sanitaria? ¿nuestra sociedad del bienestar estaba preparada? ¿por qué? ¿todas las personas/barrios/ciudades/comunidades autónomas/países/continentes han vivido de igual manera los efectos de la pandemia? ¿y los efectos del confinamiento? ¿quiénes salen con beneficio de esta crisis y quiénes maltrechos? ¿quién pagará la recuperación económica y social? ¿solo hay una manera de afrontar y salir de la crisis o hay varias? ¿cuáles? ¿hay maneras más dignas de atender la emergencia alimentaria que una cesta de comida semanal? ¿y en otras partes del mundo? ¿qué información tenemos del efecto de la crisis en África? ¿por qué, por qué, por qué…? Y otras muchas más que seguro se nos ocurren y que pueden ayudar a cuestionar nuestra mirada sobre el mundo, mudar nuestro lugar hermenéutico y situarnos ante posibles futuras pandemias, con conciencia colectiva y de clase.
Cabalgar los miedos. Está claro que el miedo nos paraliza y lo queramos o no nos lleva a una situación idónea para que el poder establecido haga y deshaga a su antojo. Como diría nuestra compañera y amiga Gloria Sosa, “dar miedo es muy rentable”, pues se ha hecho mucho negocio armamentístico a costa de las “supuestas” amenazas externas. Si tenemos que mirar al futuro y construir entre todos y todas un mañana esperanzador, habrá que cultivar la pedagogía de la incertidumbre y aceptar que somos incapaces de predecir lo que viene. Recordarnos que el mero hecho de vivir, comporta un riesgo, asumiendo que la ciudadanía del norte rico y opulento no es invencible, todo lo contrario, somos vulnerables, al igual que el resto de la población mundial, pero que es necesario vacunarnos del miedo incontrolado, porque corremos el riesgo de construir una sociedad y una escuela “miedocentristas”. No aspiramos a vivir sin miedo, pero sí a vivir gestionando, cabalgando los miedos.
Partir de la cotidianidad. El barrio como territorio desde el que se aprende a convivir y desde el que se combaten los mensajes de odio. Que los balcones sirvan para tejer redes y no para denunciar a la gente que tenemos cercana. Redes vecinales desde las que reconstruir los lazos rotos por el histerismo, el debate sucio, tramposo y el enfrentamiento visceral de los últimos meses. Un barrionalismo que entiende el territorio como el que da orgullo e identidad a las gentes que lo habitan, vengan de donde vengan, y no patrimonio de quien llegó primero. Barrionalistas que valoran, abrazan y protegen su escuela pública, su centro cívico y su ambulatorio, porque son el corazón del barrio; a la vez que corta los tentáculos, levanta muros y se defiende de la invasión de casas de apuestas, que se nutren del paro y el desencanto juvenil.
Por todo esto, las personas que ejercen de educadoras y animadoras debemos insistir y seguir proponiendo espacios de encuentro, que nos haga mirarnos y reconocernos como personas de la misma clase social, con distinto color de piel, diferente lengua, diversas maneras de sentir o amar, pero con iguales problemas que nos necesitamos mutuamente para mirar al futuro con ojos esperanzados. Y, de paso, desmontar con la vivencia y el testimonio personal, los descerebrados mensajes racistas, clasistas y homófobos.
Del olvido a ser objetos de sospecha. Niños y niñas, adolescentes y jóvenes. Los grandes olvidados, las grandes olvidadas durante el confinamiento y ahora la parte culpable durante la desescalada. Sin duda, grandes damnificados de este confinamiento: privándose de lo más importante, calle y amistades, a menudo “reconfinados” en un cuarto de la casa, pero además exigiéndoles estar por encima de las circunstancias “para que no se relajen”, como dirían desde el Consejo Escolar Estatal allá por el mes de abril. Aunque fuera se estuviera derrumbando el mundo, su mundo debía continuar igual, estudiando los pronombres o declinando verbos. Y una vez que se abre la veda han sido el blanco de las mayores críticas por hacer lo que más les gusta, por volver a su normalidad más anhelada, sentarse en un banco del parque con sus colegas. Y seguro que habrá habido inconsciencias e irresponsabilidades, como en el mundo adulto, pero cuando la sociedad repara de pronto en la gente joven y lo hace para censurar la cultura adolescente, menospreciar sus necesidades y no dar cabida a sus intereses, los estamos criminalizando por el mero hecho de ser adolescentes.
En nuestra opinión, el trabajo de los agentes educativos ha de ir por otro lado: empezar por cambiar la mirada y verlos como lo que son, adolescentes, con sus necesidades e intereses propios de una edad tan concreta, como puede ser la niñez o la tercer edad. Después, interesarnos por su vivencia del confinamiento, sin esperar que sientan y vivan como si fueran personas adultas. Podemos aprovechar esta crisis, como una oportunidad para educar en la interdependencia que tenemos los seres humanos y cómo todo lo que hacemos unas y otras repercute en las demás. Y con esa mirada de quien camina a su lado, ocuparnos conjuntamente por la construcción de alternativas de ocio sanas y saludables, haciéndolos protagonistas, no solo acatando una serie de normas sin más. Y, ¿por qué no? Incorporarlos como sujetos activos en la superación de esta crisis, porque los necesitamos actuando, participando, creando… en definitiva, desarrollando el “animal político” que llevan dentro. ¿Os imagináis a niños y niñas, adolescentes y jóvenes participando en la creación y seguimiento de los protocolos de seguridad de sus centros educativos? ¿buscando junto a sus educadores y educadoras el equilibrio entre la seguridad sanitaria y las necesidades propias de la edad?
Y fomentar poder popular. ¡No lo olvidaremos! Antes que reaccionaran las instituciones públicas, mucho antes de que las administraciones municipal, autonómica y estatal asumieran el deber de proteger a los más perjudicados por la crisis, han sido los vecinos y las vecinas las que han sostenido a las familias que el sistema ha arrojado al mar de la pobreza y de la exclusión. Una ola de iniciativas de apoyo mutuo desde los barrios que desbordó la inacción institucional. Ahora tenemos el reto de transformar toda esta energía producida y generada a borbotones, en verdadero poder popular que no solo sostiene a quien se cae, que no solo salva a quien se hunde, sino que además es capaz de señalar con el dedo y cuestionar las raíces del sistema que han generado esta y otras crisis y de exigir a las instituciones que asuman el papel que les corresponde.
El trabajo de los agentes educativos ha de ir por otro lado: empezar por cambiar la mirada y verlos como lo que son, adolescentes, con sus necesidades e intereses propios de una edad tan concreta, como puede ser la niñez o la tercer edad.
Seguro que los animadores, las educadoras y otros agentes sociales tenemos muchos otros retos y oportunidades que aquí no hemos nombrado, pero lo que nos parece importante y urgente es que seamos muy consciente de la importancia de nuestro papel en esta crisis, de la responsabilidad que tiene el hecho de trabajar con gente (de cualquier edad), que seamos capaces de aportar al debate público la vivencia que tienen sectores de la población normalmente olvidados, ayudando así a ampliar la mirada de este momento, pues no hay una crisis y una vivencia, hay muchas crisis e infinitas vivencias.
Y que sigamos manos a la obra para conseguir que la reconstrucción no signifique la vuelta a lo de antes, a la misma desigualdad de siempre. Sino a construir en colectivo una nueva economía, sociedad y cultura que ponga a las personas, todas, y a sus necesidades en el centro.
No hay tiempo que perder, empecemos cuanto antes en las asociaciones, en el cole, en las plazas y en las casas, a reconstruir lo que no se ve.