Opinión
Alfredo Astiz, “el ángel de la muerte”

Se infiltró entre madres de desaparecidos, que le llamaron “el rubito”. Como otros represores, no reconoce a los tribunales civiles y exige: “Si quieren que explique lo que hice que me juzgue un tribunal militar”.

Alfredo Astiz ESMA
1 dic 2017 10:16

Fueron tiempos en que ellos y muchos de nosotros creímos que la infamia sería premiada. Que la omisión y la desmemoria eran para siempre y los genocidas irían a eternizarse en estatuas de bronce. Nos equivocamos; Videla ha muerto en la cárcel –otros le imitarán– y Christian Von Wernich, capellán de la Policía de la Provincia de Buenos Aires, cumple –entre otros– condena a prisión perpetua.

Sabido es que las causas nobles exigen convicciones, determinación y sacrificios. Pero no hay que subestimar a la barbarie, la historia de Astiz –“el ángel de la muerte”– parece indicar que las epopeyas brutales también demandan esos atributos.

LAS TAREAS DE UN INFILTRADO

Su currículum como infiltrado remonta a 1977. Un puñado de madres y familiares de desaparecidos y algunos activistas se reunían en la iglesia de Santa Cruz –en el barrio capitalino de San Cristóbal- para organizar el reclamo de aparición con vida de los suyos. Un día de junio se presentó un joven rubio, de ojos celestes, impecablemente vestido en estilo “pijo” porteño. Dijo llamarse Gustavo Niño y tener un hermano desaparecido. Le apodaron “el rubito” y les dio pena; la reacción de las madres fue “no vengas, vos sos joven, te van a hacer desaparecer”. Pero el muchacho no mostró temor ni flaqueza. Fue uno más. Comenzó a asistir a las reuniones y no pocas veces tomaba a las madres cariñosamente del brazo.

Decidieron publicar una solicitada en el periódico La Nación denunciando la desaparición de unas ochocientas personas, según sus datos. También figuraba el nombre de su hermano. El día previo a la publicación, 8 de diciembre, “el rubito” llegó a la iglesia y abrazó a las madres y activistas. Una a una. Cómo irían a saber que así señalaba a los paramilitares apostados en las inmediaciones quiénes deberían ser detenidos.

“El rubito” llegó a la iglesia y abrazó a doce madres y activistas: las llevaron a la ESMA, las torturaron y las arrojaron al mar en un vuelo de la muerte

Fueron doce abrazos que anticiparon otros tantos arrestos, entre los días 8 y 10. Se llamaban: Azucena Villaflor de Vicenti, Esther Ballestrino de Careaga, María Ponce de Bianco (las tres fundadoras de Madres de Plaza de Mayo), las monjas francesas Alice Domon y Léonie Duquet, y los activistas Ángela Auad, Remo Berardo, Horacio Elbert, José Julio Fondevilla, Eduardo Gabriel Horane, Raquel Bulit y Patricia Oviedo. Las llevaron a la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA), las torturaron y finalmente las arrojaron al mar en un vuelo de la muerte. Algunos cuerpos se encontraron en 2005 enterrados como NN (nomen nescio, nombre desconocido) en el cementerio de General Lavalle, localidad cercana a las playas en que habían sido depositados por las corrientes marinas en 1977.

A partir de esta razzia el agente se esfumó de las reuniones, levantando todas las sospechas imaginables. Antes de este episodio no habrían podido suponer que “el rubito” era el capitán de fragata Alfredo Ignacio Astiz, del Grupo de Tareas 332 (GT332). Que en enero de ese año había secuestrado a Dagmar Hagelin, una adolescente sueco-argentina a la que confundiera con una guerrillera y cuyo cuerpo jamás apareció. También el responsable de numerosos secuestros ocultos en la ESMA, por donde -según cálculos de los organismos de derechos humanos- pasaron unas 5.000 personas, de las que sólo sobrevivieron alrededor de 100.

UNA NUEVA MISIÓN PARA EL AGENTE

Sus superiores concluyeron que el espía Astiz estaba quemado, al menos en el país. En el exterior, grupos de exiliados empezaban a organizarse para boicotear el Mundial de Fútbol del '78, a realizarse en Argentina. Deciden entonces enviarlo a Francia, como parte de una estructura secreta, bajo el paraguas de un servicio cultural bautizado “Centro Piloto”, que operaba en la Avenida George Mandel, en París. Le hicieron un pasaporte falso bajo el nombre de Alberto Escudero. Viajó con un grupo de agentes de la Marina, con la misión de infiltrarse en los colectivos de exiliados y neutralizar la campaña de denuncias contra la dictadura y el boicot al Mundial del '78. Pero, con frecuencia, la abundancia de detalles para legitimar una impostura se vuelve en contra del impostor, más aún cuando implica trabajar en el interior de colectivos que se saben perseguidos. Una serie de errores -por exceso- del marino acabaron desvelando su verdadera identidad. Y el espía tuvo que regresar a Argentina, sin cumplir los objetivos. Algunos secuestrados en la ESMA –posteriormente liberados– han dado testimonio de que la epopeya francesa fue objeto de burlas y chanzas de sus colegas de la inteligencia militar.

Al principio tuvo suerte. En 1986 y 1987 se benefició –junto a los demás represores- de las leyes de Punto Final y de Obediencia Debida. Ante esta impunidad manifiesta Francia lo juzgó en ausencia en 1990, condenándolo a prisión perpetua, por el secuestro y asesinato de las monjas francesas Alice Domon y Léonie Duquet. A partir de entonces, Astiz nunca más pudo salir de Argentina, si lo hiciera habría sido apresado y extraditado a Francia. 

En 1997 el juez Baltasar Garzón libró orden de captura y extradición contra él y 44 militares argentinos acusados de genocidio. Y en 2003 el parlamento argentino anuló las “leyes del perdón”, reactivándose entonces las causas por delitos de lesa humanidad contra Astiz y otros militares.

En 2008 la justicia italiana dicta prisión perpetua para él y otros cuatro militares argentinos, por la detención, desaparición, tortura y muerte de tres inmigrantes calabreses (Ángela María Aieta, Susanna y Giovanni Pegoraro). Condena que fue ratificada en 2009. 

El 26 de octubre de 2011, en el marco de la megacausa de la ESMA, tribunales argentinos juzgan a 18 represores, entre ellos Alfredo Astiz. Fue condenado a cadena perpetua e inhabilitación absoluta y perpetua. El 23 de abril de 2014 la Cámara Federal de Casación Penal confirma la pena a prisión perpetua por los crímenes de lesa humanidad cometidos en la ESMA en los '70.

SUS VALEDORES EUROPEOS: AZNAR Y THATCHER

En 2003, José María Aznar, presidente de España, ordenó suspender los procesos de extradición solicitados por el juez Baltasar Garzón, por los crímenes cometidos por Astiz. La decisión fue anulada por la Corte Suprema española en 2005, que ordenó proseguir con las extradiciones requeridas.

Al entregarse en Las Malvinas, Astiz quedó detenido como prisionero de guerra. Francia y Suecia pidieron su extradición para juzgarlo por secuestro y asesinato. Margaret Thatcher invocó la Convención de Ginebra para negarse a hacerlo y al finalizar la guerra, lo devolvió a la Argentina.

Astiz no se arrepiente de nada. Se proclama “un perseguido político” y asume sin vacilar: “Nunca voy a pedir perdón por defender a mi patria”. Está en la cárcel desde 2003 y tiene ahora 67 años. Se niega a colaborar con la justicia o a admitir sus crímenes. 

En su alegato, el genocida reivindicó su actuación amparándose en la obediencia debida y defendió la actuación de la Gendarmería en el caso del último desaparecido argentino, Santiago Maldonado

En un prolongado alegato, el genocida reivindicó su actuación amparándose en la obediencia debida y en la tesis de que participó en una “guerra contra los subversivos”. Como otros represores, no reconoce a los tribunales civiles y exige: “si quieren que explique lo que hice que me juzgue un tribunal militar”. Incluso aprovechó el estrado para defender la actuación de la Gendarmería en el caso del último desaparecido argentino, Santiago Maldonado: “hay movimientos secesionistas que quieren apoderarse de parte de nuestro territorio”, apostilló. 

Paradójicamente, quizá su gesto más digno sea haberse rendido a los ingleses sin –presentar batalla– con el grupo de élite que comandaba durante La Guerra de Las Malvinas, en 1982. Los patriotas le acusan de cobardía, de que solo supo lidiar con personas indefensas. Puede ser; preferimos pensar que no quiso que más muertes pesaran sobre sus hombros y decidió no empeñar más vidas en una epopeya que ya sabía perdida. Dado el sombrío testamento que dejó en la entrevista que le hizo Gabriela Cerrutti, podría concluirse que –en su lógica ofídica– solo mataba para ganar: “La Armada no me enseñó a construir, sino a destruir. Sé colocar minas y bombas, sé infiltrarme, sé desarmar una organización, sé matar. Todo eso lo sé hacer bien. Yo digo siempre: soy bruto, pero tuve un solo acto de lucidez en mi vida, que fue meterme en la Armada”. 

Es cierto que Argentina da un ejemplo al mundo con sus juicios de lesa humanidad. Muchos genocidas están en la cárcel y los procesos continúan. Sin embargo, no podemos menos que hacer nuestro el comentario de una conocida activista por los derechos humanos: “ni tanto triunfo, muchos genocidas se van a sus casas, los delitos sexuales no fueron considerados y de los vuelos de la muerte hubo solo dos condenados. Hoy es un día de renovar el compromiso por la Justicia”.

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