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Análisis
Venezuela, la crisis que nadie quiso evitar
Las elecciones presidenciales del 28 de julio en Venezuela desencadenaron una crisis política que, a decir verdad, podía preverse con bastante antelación. A estos comicios se llegó, de por sí, por la senda de unas negociaciones complejas, tramposas y contradictorias. La oposición, que había apostado (sin éxito) ya por todas las vías imaginables para terminar con los veinticinco años de gobierno chavista ─golpe, gobierno paralelo, “guarimbas” o denuncias de fraude─, optó en esta ocasión por la vía electoral, táctica que no convenció a todo el espectro.
A finales de 2023, oficialismo y oposición firmaron el Acuerdo de Barbados bajo la observancia de representantes de Colombia, Estados Unidos, Noruega, México, Países Bajos, Rusia y el país anfitrión. A priori, el texto sentaba las bases para la celebración de las elecciones presidenciales en un tiempo y forma que servía a ambos actores; sin embargo, dicho pacto nació viciado.
Dos cláusulas en la práctica contradictorias formaban parte del documento. De un lado, se ratificaba que la institucionalidad venezolana debía asegurar “a todos los candidatos y partidos políticos” una vía para la participación en los comicios; del otro, se aceptaba que dichas candidaturas debían ser “consistentes con los procedimientos establecidos en la ley venezolana”.
Análisis
Análisis Mirar Venezuela desde el realismo político
El chavismo y la oposición
Según la interpretación opositora, habría de primar la primera cláusula, habilitando así que María Corina Machado, principal líder antichavista inhabilitada desde 2014, corriese por el sillón de Miraflores. Según la interpretación del chavismo, primaría la segunda cláusula, hecho que impediría a Machado competir, justamente por la inhabilitación que le había impuesto la justicia electoral venezolana. Esta disputa se saldó con una victoria táctica del chavismo, la primera de una larga lista a lo largo del proceso.
En la madrugada del 28 al 29 de julio, el Consejo Nacional Electoral (CNE) de Venezuela brindó la información de que Nicolás Maduro habría sido reelecto con poco más del 50% de los sufragios como presidente de Venezuela, cifras que el mismo CNE amplió unos días más tarde. Instantes después del primer anuncio, María Corina Machado y Edmundo González, candidato de la Mesa de Unidad Democrática (MUD) rechazaron los resultados preliminares y denunciaron que se había perpetrado un fraude.
Esta reacción tuvo dos particularidades: en primer lugar, que tanto María Corina Machado como Edmundo González habían avisado durante las semanas de la campaña y la precampaña que, en caso de que el CNE decretase una victoria de Maduro, ello solo podía significar que habían ejecutado un fraude. Es decir, el principal espacio electoral del antichavismo se presentó a los comicios advirtiendo que, en caso de que el organismo electoral diese por vencedor al líder del PSUV, ellos cantarían fraude (como en ocasiones anteriores).
El primer escenario de la crisis política venezolana venía ya dado: no había posibilidad de que la oposición reconociese una victoria de Nicolás Maduro (fuera o no verídica)
En este sentido, el primer escenario de la crisis política venezolana venía ya dado: no había posibilidad de que la oposición reconociese una victoria de Nicolás Maduro (fuera o no verídica). Inicialmente, Machado condenó el fraude como mera continuación de su discurso de campaña, pero pronto sustentó su relato en base a una página web ─resultadosconvzla.com─ en la que publicaron las actas que, según afirman, habían estado recopilando sus “apoderados” en las distintas mesas electorales durante la jornada de votación.
Dos versiones irreconciliables se consolidaron en el escenario político en Venezuela desde entonces. La oposición, sin poder institucional, policial ni militar, postuló su propia victoria e insistió en que si el CNE no publicaba los resultados era porque no podían probar la victoria de Maduro. El chavismo, con los poderes legislativo, judicial, electoral y militar de su lado gracias a la simbiosis que ha logrado fraguar tras más de dos décadas al frente del Estado, denunció que Machado era la “cabecilla” de un nuevo golpe de Estado en Venezuela.
“Una revolución con otras características”
Fue evidente desde los albores de la crisis que ni el oficialismo ni la oposición estaban dispuestos a reconocer la victoria del otro bajo ninguna circunstancia y en base a ninguna prueba. Así pues, se consolidó una verdadera disputa por el poder en la que dejó de ser importante lo que fuera que ocurriese en las urnas; bajo ese esquema, la oposición tenía muy poco que hacer. El chavismo, consciente de que la inconsistente estrategia opositora condenaba a Machado y González a una larga travesía por el desierto, apostó por dejar pasar el tiempo, enfriando así el conflicto y cronificando las quejas opositoras hasta que dejasen de ser operativas.
De hecho, el gobierno de Nicolás Maduro redobló la apuesta. Valiéndose de la frágil situación de una oposición que perdió capacidad de convocatoria pocos días después de su denuncia de fraude electoral (en parte por su historial de fracasos y en parte por el despliegue represivo del Estado venezolano), el chavismo abrió la puerta a un cambio de sistema en Venezuela. Prueba de ello fueron la celebración de elecciones comunales el 25 de agosto y la convocatoria de “mega elecciones” legislativas, regionales y municipales sin la participación del principal bloque opositor.
Pero, además, fue el propio Nicolás Maduro quien advirtió de la posibilidad de que Venezuela transitase hacia una “nueva revolución con otras características”, quizá en referencia a algún tipo de modelo en la práctica de sistema o coalición única. La conformación de su nuevo gabinete de ministros, diseñado de cara a la asunción presidencial del 10 de enero de 2025 ─que será, por cierto, dual: una en Caracas que nombre a Nicolás Maduro y otra en Madrid que nombre a Edmundo González─, confirmó esta lógica: cerró filas, nombrando a Diosdado Cabello, una de las figuras más duras del chavismo en relación a la oposición, como ministro del Interior.
Venezuela
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Ciertamente, veinticinco años de chavismo han constatado que en Venezuela no parece factible un acuerdo de mínimos entre el PSUV y la oposición antichavista en torno a los caracteres básicos de la institución y el modelo económico y político venezolano. El principal sector de la oposición ha mostrado insistentemente su negativa a someterse al modelo de estado que defiende la Revolución Bolivariana, por cuanto lo encuentran ilegítimo y autoritario.
El chavismo, por su parte, parece dispuesto a aceptar un mayor aislacionismo regional en el corto y medio plazo a cambio de consolidar unas instituciones que blinden su dominio sobre el Estado y el proyecto político de su movimiento. En este consenso, la crisis no solo será de largo recorrido ─es, de hecho, la continuación de un proceso impugnatorio que se abrió definitivamente con las “guarimbas” de 2014─, sino que apunta a ser profunda: las perspectivas de los dos grandes actores son irreconciliables, y solo la gran disparidad de fuerzas parece impedir el estallido de algún tipo de conflicto civil interno.
Ambigüedades internacionales
La oposición, sin poder real en el Estado venezolano, con una crisis de hastío notable entre sus históricos sectores de apoyo ─especialmente, la juventud─ y habiendo fracasado en todos sus intentos de conquista del poder, necesitaba desesperadamente a sus aliados internacionales; y los necesitaba, además, con firmeza y compromiso. Algo que, sin embargo, ninguno de ellos estaba en condiciones de dárselo, y muchos de ellos ni siquiera estaban por la labor.
Evidentemente, el apoyo de Estados Unidos o la Unión Europea a la derecha venezolana en tanto principal espacio de oposición al chavismo fue siempre una apuesta en defensa de sus propios intereses. En el caso de Washington, la voluntad de recuperar el control sobre el petróleo venezolano jugó un papel decisivo. La particular prioridad que el gobierno de Donald Trump le dio a la cuestión política en Venezuela no solo enraizaba con su pretensión de influir en la política latinoamericana, sino que se conectaba con las necesidades energéticas de la industria estadounidense.
Sin embargo, de aquella Casa Blanca que incluso planteó una intervención armada con apoyo logístico de la Colombia de Iván Duque no queda casi nada, y no solo porque el gobierno de Gustavo Petro no vaya bajo ninguna circunstancia a prestar el suelo colombiano para una operación injerencista estadounidense en Venezuela ─a pesar de la ambigua postura que ha tomado Bogotá a lo largo de la crisis política venezolana.
A lo largo de la administración Biden, la prioridad estratégica ha sido el giro hacia el Asia Pacífico y las prioridades coyunturales han sido Ucrania y Oriente Medio. Al respecto de Venezuela, el apoyo a Machado y González ha sido ante todo una performance, muy lejos de acciones concretas que pusieran en riesgo la continuidad del chavismo. Ni Biden ni Harris han pretendido una confrontación con una Venezuela cuyas instituciones son sólidas y con quienes Washington espera labrar sendas relaciones comerciales en el futuro inmediato.
La posición europea y española ha ido en la misma dirección. La decisión de España, a quien corresponde por motivos evidentes ser la puerta de entrada de los asuntos latinoamericanos en la Unión Europea, se ha mostrado ante todo impostada. En línea con Estados Unidos, el gobierno de Sánchez ha aceptado desde el primer momento la inviabilidad de un cambio de gobierno en Venezuela; además, el mejoramiento de las relaciones del gobierno de Maduro con Occidente como consecuencia de la dependencia energética del Viejo Continente nublan los incentivos europeos para una disputa frontal con el Ejecutivo venezolano.
España ni necesita ni puede favorecer la caída del gobierno chavista, pero sí debe mostrarse como el principal defensor de los consensos de la democracia liberal en América Latina
La decisión de España de dar asilo a Edmundo González y permitir que Madrid sea el escenario de una asunción presidencial opositora (sin competencias reales) en enero no muestra un compromiso del gobierno español con Edmundo González y María Corina Machado. Por contra, esta estrategia ha de comprenderse como un movimiento pretendidamente ambiguo. España ni necesita ni puede favorecer la caída del gobierno chavista, pero sí debe mostrarse como el principal defensor de los consensos de la democracia liberal en América Latina. Al facilitar la salida de González de Venezuela, posibilita ambas cosas al mismo tiempo.
En suma, la incapacidad opositora de concentrar capacidades reales dentro de Venezuela durante los últimos años, la fortaleza de la institucionalidad chavista y los grandes consensos dentro del PSUV han dificultado que la estrategia de Machado para la toma del poder triunfe. A su vez, el menor peso que Venezuela juega hoy en la agenda internacional de los partidos europeos y estadounidenses ─más allá de lo que pretendan impostar en defensa de sus propios intereses electorales─ ha condenado al fracaso a la Mesa de Unidad Democrática.
Previsiblemente, Nicolás Maduro asumirá un nuevo mandato con un gobierno opositor paralelo en el exilio que reciba el apoyo estético de Occidente, pero que nunca logre concentrar capacidades reales bajo sí mismo. En este contexto, todos los actores se sienten satisfechos, a excepción de una oposición que nuevamente se ha visto víctima de sus errores estratégicos y de la capacidad de presión del Estado chavista.