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Tribuna
La mediación como alternativa al castigo penal
“Cuando se sentía tentado de mezclar directamente sus confidencias a las mil voces de los apestados, se detenía ante la idea de que no había uno solo de sus sufrimientos que no fuera al mismo tiempo el de los otros, y que en un mundo en el que el dolor es tan frecuentemente solitario, esto es una ventaja...”
En la actualidad, la tendencia del legislador pasa por utilizar el derecho penal no como última ratio, como enseña la mejor tradición jurídica ilustrada, sino como forma relevante de gestionar los problemas sociales. Resulta necesario prestar atención al denominado giro populista, neoconservador o actuarial que atraviesa la producción de las políticas criminológicas de las últimas décadas. Cuestiones tales como la destrucción acelerada del garantismo, (como forma de interpretar las leyes de la forma más efectiva para los derechos de los ciudadanos), el aumento de medidas dudosamente constitucionales dirigidas al aislamiento de los “grupos de riesgo” (con especial intensidad sobre los migrantes), el castigo penal de la exclusión a través de la sustitución acelerada de la gestión de lo social por las leyes penales, entre otros ejemplos, constituyen una evidencia atroz que genera múltiples y hondas repercusiones sobre el espacio social y ciudadano.
Las últimas tendencias políticas criminales, mostradas socialmente bajo eufemismos tales como la “nueva razón penal”, “la tolerancia cero”, o la “guerra al delincuente”, nos obligan a repensar en primer término en la auténtica significación de tales expresiones. También, ser capaces de cuestionarnos en qué medida este tipo de políticas penales pueden tener su origen en la crisis del denominado Estado de Bienestar y la evolución posterior hacia un sistema caracterizado por la drástica reducción de prestaciones sociales, que genera exclusión y precariedad social.
Resulta ciertamente paradójico que, precisamente en nombre de las víctimas, se hayan introducido, desde los años 80, sucesivas reformas penales que responden a tal modelo de segregación punitiva y corte populista. La importancia de resaltar simbólicamente a la víctima es crucial, como forma de exhibición pública de su dolor, programando efectos mediáticos, en el afán “reductivo” y electoralista de obtener una ventaja política-instrumental evidente. Son elementos “espectaculares” y direccionales que se emiten y dirigen, de forma difuminada y persistente, para suscitar el miedo, la ansiedad y la ira de los espectadores.
Lo ha descrito muy bien el sociólogo Neil Christie: “La víctima en un caso penal es una especie de perdedor por partida doble, en primer lugar frente al infractor y después frente al Estado. Está excluido de cualquier participación en su propio conflicto, el Estado le roba su conflicto. Todo es llevado a cabo por profesionales quienes a causa de su instrucción (de nuestra instrucción) son incapaces de dejar que las partes decidan lo que crean pertinente”.
En lo que atañe a nuestra legislación interna, los ejemplos de este tipo de políticas criminales son múltiples. Así, una cuestión general que no deja de suscitar perplejidad, además de intensificar la sensación de impotencia, es la de que, lejos de abrazar la esperanza que suponía el reflejar en la legislación penal la visión más humanista y resocializadora del procedimiento de menores, se viene produciendo todo lo contrario; es decir, la introducción paulatina de reformas que acercan este derecho a la legislación retribucionista de los adultos infractores.
En concreto, tales reformas ya tienen consecuencias visibles en nuestra legislación penal y procesal y su aplicación. Esto se aprecia, por ejemplo, en el aumento sin precedentes del número de presos, que resulta escandaloso, si se tiene en cuenta que la tasa de población reclusa en el territorio español se ha cuadriplicado en los cuarenta años posteriores al fin del franquismo, cuando resulta que la delincuencia lleva tres décadas sin aumentar.
Por otro lado, el llamado “declive de los expertos”, es decir, la pérdida de influencia de los profesionales en la toma de decisiones políticas y legislativas unida al silenciamiento deliberado de las voces críticas o disidentes con el actual estado de cosas conduce a un panorama desolador.
En este texyo queremos reflexionar sobre la alternativa al proceso que supone la mediación.
Sabemos que muchas veces los ciudadanos no comprenden lo que ocurre en los juzgados, no entienden el lenguaje rituario o especializado, tienen miedo ante lo que les ocurrirá, y en la mayoría de los casos, no se sienten escuchados ni comprendidos, ni en su dolor, ni en el relato de sus problemas.
Formas de intervención como las de la mediación intentan introducir nociones como el perdón, la empatía con el dolor del otro, la responsabilidad y no el castigo,
Cuando ponemos en marcha la maquinaria del proceso, con la instrucción, el mismo no sólo cumple su dimensión “procesal/legal”, sino que, de forma simultánea, comporta la disolución y simplificación de la singular complejidad de las voces de los implicados: desde los presuntos infractores, hasta las víctimas, sus historias particulares, su necesidad de ser escuchadas, de confrontar lo ocurrido desde el encuentro y la serenidad.
¿Cómo contribuir a cambiar estas dinámicas y rutinas de funcionamiento? Resulta necesario abrir espacios de encuentro y diálogo, escuchar qué pueden aportar otros interlocutores sociales sobre nuestro trabajo, y no renunciar a la posibilidad de imaginar vías más constructivas para la resolución de los conflictos —pensando y practicando la alteridad— dentro del procedimiento penal.
La mediación es una técnica de intervención en el proceso judicial que parte de reflexiones parecidas a estas: ante todo, pretende minimizar el dolor en los ciudadanos que acuden a los juzgados y devolverles el protagonismo que merecen, no desde la utilización arbitraria o demagógica, sino desde la dignidad y protección de sus derechos. Se trata de recordar la igualdad sustantiva del otro, de practicar un profundo respeto hacia el mismo, escuchando desde esa igualdad, y siendo capaces de ponerse en su lugar y en su dolor.
La gran potencialidad de la mediación es que se trata de una pequeña alternativa, pero real y posible, a la cultura penal de la seguridad y el miedo. Efectivamente, autores como Loïc Wacquant, (especializados precisamente en el estudio de la importación masiva en Europa de las leyes o medidas que responden al citado modelo de segregación punitiva y corte populista), hablan de la mediación como una forma de contrarrestar los desmanes de la “nueva razón penal”.
Hemeroteca Diagonal
La regulación penal de la pobreza en la era neoliberal
Frente al hegemónico discurso reaccionario que difunde el miedo y la angustia, y promueve una actitud cultural “defensiva” que cala en una sociedad fragmentada, escindida y vulnerable, formas de intervención como las de la mediación intentan introducir nociones como el perdón, la empatía con el dolor del otro, la responsabilidad y no el castigo, la auténtica reinserción social.
Como decimos, la mediación no es sino una técnica de intervención en el proceso que utiliza el lenguaje humano como vehículo de comunicación, generador de confianza. Comprender que las debilidades a las que nos enfrentamos cotidianamente no son sino la consecuencia de haber vivido, como explica John Berger, y que el dolor del otro también pueda ser el nuestro conforma nuestra humanidad. La mediación nos acerca en primer plano a la historia personal de cada ciudadano y nos enseña a ver más allá de los papeles: nos recuerda que sólo desde la comprensión real del dolor y la alegría ajena podemos realizar de forma honesta —que intenta ser justa— nuestro trabajo como jueces (o fiscales).
Urge recordar que las formas de justicia realmente reparadoras no pueden existir hasta que no seamos capaces de comprender y creer que ese ciudadano al que escuchamos y al que protegemos a través de nuestras resoluciones, podría ser cualquiera de nosotros.
Solo partiendo de esta convicción, seremos capaces de conseguir romper esa distancia infinita que construye la cegadora inercia jurisdiccional, dejando a las víctimas, entre otros casos, en situaciones de auténtica indefensión. ¿Somos conscientes de que en nuestro oficio de intérpretes se encierra la facultad de interpretar multitud de signos de la existencia, más allá de las normas y los procedimientos? En el sentido material que encierran las palabras, por debajo de sus formas, conseguimos explicar historias y situaciones; y lo más incitador: llegar a comprender “aquello” que también puede afectarnos a nosotros, como personas que consiguen trascender los límites de la profesión.