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Sidecar
Mar y tierra, imaginarios de la extrema derecha
La extrema derecha quiere descolonizar. En Francia, los intelectuales de extrema derecha presentan monótonamente a Europa como la víctima indígena de una «colonización inmigrante» orquestada por las élites globalistas. Renaud Camus, teórico del «gran reemplazo», ha elogiado el canon anticolonial –«todos los textos fundamentales en la lucha contra la descolonización se aplican admirablemente a Francia, especialmente los de Frantz Fanon»– y ha afirmado que la Europa indígena necesita su propio FLN. Un estilo de razonamiento similar es evidente entre los supremacistas hindúes, que emplean las ideas de los teóricos decoloniales latinoamericanos para presentar el etnonacionalismo como una forma de crítica indígena radical. El abogado y escritor Sai Deepak lo hizo de un modo tan logrado en su libro India That Is Bharat: Coloniality, Civilisation, Constitution (2021) que consiguió persuadir al teórico decolonial Walter Mignolo para que le mostrara su reconocimiento en la contraportada del mismo. Entretanto, Putin proclama el papel dirigente de Rusia en un «movimiento anticolonial contra la hegemonía unipolar», mientras su ministro de Asuntos Exteriores, Sergei Lavrov, promete solidarizarse «con las demandas africanas para completar el proceso de descolonización».
El fenómeno va más allá de los tipos de inversión habituales en el discurso reaccionario. Los dos intelectuales más destacados de la «nueva derecha» europea defienden una perspectiva decolonial: Alain de Benoist y Alexander Dugin. En el caso de de Benoist, ello implicó un importante cambio respecto a sus anteriores lealtades colonialistas. Al hilo de su proceso de maduración política durante la guerra de Argelia de Benoist encontró su lugar entre las organizaciones juveniles nacionalistas blancas, que pretendían evitar el colapso del imperio francés. Elogió a la Organisation de l'Armée Secrète (OAS) por su valentía y dedicó sus dos primeros libros a la implantación del nacionalismo blanco en Sudáfrica y Rodesia, describiendo la situación de este primer país bajo el apartheid como «el último bastión de Occidente del que provenimos». Sin embargo, en la década de 1980 de Benoist había cambiado de rumbo. Tras adoptar un imaginario pagano y abandonar las referencias explícitas al nacionalismo blanco, empezó a orientar su pensamiento en torno a la defensa de la diversidad cultural.
Pensamiento
Los intelectuales de Putin: Alexander Dugin, lector de Heidegger
Contra la embestida del multiculturalismo liberal y el consumismo de masas, de Benoist sostenía ahora que la nouvelle droite debía luchar por defender el «derecho a la diferencia». De ahí a reclamar un extemporáneo parentesco con la difícil situación de las naciones del Tercer Mundo había un corto trecho. «Emprendida bajo la égida de misioneros, ejércitos y comerciantes, la occidentalización del planeta ha representado un movimiento imperialista alimentado por el deseo de borrar toda alteridad», escribió con Charles Champetier en su Manifeste pour une renaissance européenne (2000). Los autores insistían en que la nouvelle droite «defiende por igual etnias, lenguas y culturas regionales amenazadas de extinción» y «apoya a los pueblos que luchan contra el imperialismo occidental». Hoy en día, la preservación de la diferencia antropológica y el sentimiento de fragilidad indígena son tropos comunes en la extrema derecha europea. «Nos negamos a convertirnos en los indios de Europa», proclama el manifiesto del grupo juvenil neofascista Génération Identitaire.
El hecho de que las identidades etnonacionales defendidas por Dugin sean artefactos de la producción colonial de la diferencia es algo que no es tenido en cuenta
Dugin, estrecho colaborador de de Benoist, ha integrado este espíritu decolonial en su concepción del mundo de forma aún más profunda. Su sistema de pensamiento, que él denomina neoeurasianismo o la «cuarta teoría política», se sustenta en una crítica del eurocentrismo derivada de antropólogos como Lévi-Strauss. Rusia, afirma, comparte muchas cosas con el mundo poscolonial: también es víctima del impulso asimilador inherente al liberalismo occidental, que fuerza a un mundo de diversidad ontológica a convertirse en una masa plana, homogénea y desparticularizada (podemos pensar en la «materia humana indiferenciada» de Renaud Camus o en lo que Marine le Pen llamó «la papilla insípida» del globalismo). En contra de esta agenda universalizadora, afirma Dugin, vivimos en un «pluriverso» de civilizaciones distintas, cada una moviéndose según su propio ritmo. «No existe un proceso histórico unificado. Cada pueblo tiene su propio modelo histórico que se mueve a un ritmo diferente y a veces en direcciones diferentes». Los paralelismos con la escuela decolonial de Mignolo y Aníbal Quijano son difíciles de pasar por alto. Cada civilización florece a partir de un marco epistemológico único, pero esa eflorescencia se ha visto truncada por la «episteme unitaria de la modernidad» (son palabras de Dugin, pero podrían ser de Mignolo).
Modernización, occidentalización y colonización son «una serie sinónima»: cada una de estas categorías implica la imposición de un modelo de desarrollo exógeno a civilizaciones plurales. El hecho de que las identidades etnonacionales defendidas por Dugin sean artefactos de la producción colonial de la diferencia —los regímenes raciales a través de los cuales diferencia, categoriza y organiza la explotación y la extracción— es algo que no es tenido en cuenta. Tampoco se presta atención alguna al carácter primordialmente moderno de muchos movimientos anticoloniales, que no pretendían volver a una cultura tradicional, sino rehacer el sistema-mundo. Como dijo Fanon, la descolonización no podía renunciar «al presente y al futuro en favor de un pasado místico», ni basarse en «letanías estériles y mimetismos nauseabundos» de una Europa degradada que, en la época en que él escribía, «se balanceaba entre la desintegración atómica y la espiritual».
Dugin y de Benoist no se inmutan ante tales contradicciones. «La cuarta teoría política se ha convertido en un eslogan para la descolonización de la conciencia política», afirma Dugin, cuya primera expresión práctica es la invasión rusa de Ucrania. Todo ello se entiende como una lucha largamente esperada en la reunificación de Eurasia, una antigua civilización paneslava desmembrada por los designios occidentales, pero también la primera etapa de lo que él llama el «gran despertar», una batalla milenaria para derrocar el orden mundial liberal y dar paso a un mundo multipolar. Dugin prevé una coalición de movimientos activos a escala mundial participando en esta batalla: «Los manifestantes estadounidenses serán un ala y los populistas europeos serán la otra. Rusia en general será la tercera; será una entidad angelical con muchas alas: un ala china, un ala islámica, un ala pakistaní, un ala chií, un ala africana y un ala latinoamericana». Pero, ¿no es la guerra en Ucrania una guerra imperial o una guerra de «imperialismos en competencia», como dijo Liz Fekete? Dugin estaría de acuerdo. La invasión rusa de Ucrania es un paso clave en su «renacimiento imperial».
¿Cómo es posible hablar de renacimiento imperial y descolonización al mismo tiempo? Aquí, Dugin y de Benoist extraen sus principales recursos de Carl Schmitt. En sus escritos sobre geopolítica, Schmitt identifica en el «poder marítimo» de los imperios marinos anglo-estadounidenses un tipo particular de dominación imperial: dispersa, desterritorializada, flotante, financiera, líquida. El poder marítimo engendra un imperio disperso carente de coherencia territorial y genera un marco jurídico-espacial, que lee la superficie de la tierra como una mera serie de rutas de tráfico. Este imperialismo también genera su propia epistemología: «El modo de pensar jurídico propio de un imperio mundial geográficamente incoherente y disperso por el planeta tiende por su propia naturaleza a la argumentación universalista», escribe Schmitt. Bajo el disfraz de universales abstractos como los derechos humanos, este imperio «interfiere en todo». Es «una ideología panintervencionista –escribe– [que sitúa] todo bajo la cobertura del humanitarismo».
Contra el imperio desterritorializado, Schmitt opone lo que él considera un imperialismo territorial legítimo basado en sus conceptos de Großraum [espacio] y Reich [imperio]: el concepto de Grossraum puede entenderse como un bloque civilizacional, mientras que el de Reich es teorizado como su centro espiritual, logístico y moral. Como escribe Schmitt, «todo Reich tiene un Großraum en el que irradia su idea política y que no debe enfrentarse a intervenciones extranjeras». Si el imperium corresponde a una «concepción científica del espacio vacía, neutra, matemático-natural», el Großraum implica una concepción «concreta» inseparable del pueblo particular que lo ocupa. Esta noción territorial del espacio, escribe Schmitt, «es incomprensible para el espíritu del judío». Como proclama de Benoist: «La distinción fundamental entre la tierra y el mar, entre las potencias terrestres y marítimas, que definen la distinción entre política y comercio, entre sólido y líquido, entre superficie y red, entre frontera y río, volverá a cobrar importancia. Europa debe dejar de depender del poder marítimo estadounidense y ser solidaria con la lógica continental de la tierra». La tierra está siendo colonizada por el agua, los centros territoriales por las ciudades portuarias, la autoridad soberana por los flujos de capital transnacional.
Con esta oposición entre el imperium y el Großraum, el pensamiento de Schmitt proporciona un realineamiento impresionante: la construcción del imperio territorial se hace compatible con un cierto sentimiento anticolonial. En los escritos recientes de Dugin y de Benoist, la «colonización» es un asunto desterritorializado objeto de desprecio, mientras que el concepto de «imperialismo» se reserva para una forma de expansión territorial más noble. De este modo, colonialismo pasa a significar menos un fenómeno de dominación política o militar que «un estado de esclavitud intelectual», dicho en palabras de Dugin, menos una cuestión de anexión territorial que una forma de sometimiento a «formas coloniales de pensamiento». Lo que se viola es la «soberanía» de las mentes, las palabras y las categorías. El colonialismo domina el mundo despojándolo de identidades: no más mujeres, sólo género X (por utilizar la terminología de Giorgia Meloni). Es «etnocida» en su esencia; el borrado cultural y el reemplazo demográfico son sus principales herramientas. «Las colonizaciones militares, administrativas, políticas e imperialistas son ciertamente dolorosas para los colonizados —nos dice Renaud Camus— pero no son nada comparadas con las colonizaciones demográficas, que tocan el ser mismo de los territorios conquistados, transformando sus almas y sus cuerpos».
Con el significado de colonización transformado para referirse a los cambiantes patrones de migración (provocados precisamente por la estructura colonial de la economía global), las cambiantes normas de género y una cultura liberal homogeneizadora, la extrema derecha puede presentarse como campeona de la soberanía popular y la autodeterminación de los pueblos. Sus partidarios también pueden escenificar una lucha imaginaria contra los estragos del capital transnacional. Descolonizar, para estos pensadores, es separar un tipo de capitalismo de otro, un procedimiento bien establecido dentro del pensamiento de extrema derecha. Un capitalismo financiero globalista, desarraigado y parasitario (imaginado ahora como colonial) se separa de un capitalismo racial, nacional e industrial (imaginado ahora como autodeterminado o incluso como decolonial). Ni que decir tiene que tal separación es ilusoria: los sistemas globales de acumulación de capital, con sus procesos entrelazados de especulación inmaterial y extracción material, no pueden disociarse de esta manera. Pero separar lo inseparable no parece plantear un problema para el pensamiento reaccionario. En realidad, puede ser crucial para él, porque una vez que se ha construido una antinomia imaginaria, el pensamiento reaccionario puede renegar del lado odiado de la misma y de esta manera ganar un dominio aparente sobre su propio interior desgarrado.