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Colonialismo
Galicia y Andalucía como colonias internas: procesos paralelos
El concepto de colonialismo interno nos permite comprender las relaciones de explotación y desigualdad entre territorios en un momento de conquista y posterior independencia. Sin embargo, para casos como el andaluz o el gallego, es necesario comprender como las estructuras de poder se han reproducido en un contexto en el que no han tenido lugar procesos de independencia política.
Introducción
Galicia y Andalucía son dos naciones que se han desarrollado como espacios periféricos en el plano socio-económico y político respecto a los reinos hispánicos, unificados a partir del reinado de los Reyes Católicos, que contraen matrimonio en 1474, y posteriormente con el Estado Español moderno. Esta relación nos permite hablar de ambas como colonias internas, espacios en los que las clases dirigentes fueron substituidas tras conflictos bélicos o un período de conquista y colonización. Una consecuencia fundamental de este hecho es que la actividad productiva se orientó hacia los intereses de la Corona de Castilla. Así, la propiedad de la tierra en Andalucía y la consolidación del latifundio se orientaron hacia el mercado externo de las colonias de ultramar, mientras que en Galicia, el peso de la nobleza eclesiástica y de los foros, figura jurídica de arrendamiento de la tierra, junto a precisamente la inexistencia de una burguesía autóctona, retrasaron la aparición del capitalismo e impidió el desarrollo autónomo del país, dando pie a una estructura dual en la que convivían procesos productivos capitalistas con la economía agraria de autoconsumo.
2. El colonialismo interno estructural
El concepto de colonialismo interno permita identificar las desigualdades estructurales (políticas, económicas y culturales) que tienen lugar entre grupos y territorios pertenecientes a un mismo Estado-nación (Torres, 2017). Es imprescindible estudiar las relaciones de producción y dominación, así como las jerarquías sobre las que se constituyen para entender la explotación de unas regiones sobre otras. Ahora bien ¿Que entendemos por una colonia? Una primera aproximación nos la ofrece Xosé Manuel Beiras, de forma sencilla la define como un “país objeto de expoliación económica, objeto de decapitación socio-política, objeto de, valga la redundancia, colonización; en el sentido de que se introducen clases dominantes que no son autóctonas” (Fernán y Pillado, 1989: 104). Pero si tenemos que dar cuenta de una definición más amplia para comprender el fenómeno del colonialismo interno, es imprescindible emplear la elaborada por Pablo González Casanova:
Una estructura de relaciones sociales de dominio y explotación entre grupos culturales heterogéneos, distintos. Si alguna diferencia específica tiene respecto otras relaciones de dominio y explotación (ciudad-campo, clases sociales) es la heterogeneidad cultural que históricamente produce la conquista de unos pueblos por otros, y que permite hablar no sólo de diferencias culturales (que existen entre la población urbana y rural y en las clases sociales) sino de diferencias de civilización (Casanova, 1969: 240).
Por lo tanto, lo destacable de esta definición es que esa estructura de dominio y explotación tiene lugar entre poblaciones distintas. Si a su vez, relacionamos este hecho con la afirmación de Beiras de que se produce una substitución de las clases dominantes, podría precisarse que en los casos de colonialismo interno la clase dirigente compone una minoría extranjera frente a una mayoría autóctona, y que las costumbres y prácticas entre ambos estratos sociales serán diferentes. La clase dominante tendrá a su disposición mecanismos de control y de reeducación, especialmente a través de las instituciones religiosas, y dispondrá de la capacidad para extraer los recursos de los territorios colonizados. A este respecto, Robert Lafont, quién inspira las tesis de Beiras para Galicia, presta especial atención a las expropiaciones y despojos de territorios y propiedades agrarias.
En un artículo posterior, Pablo González Casanova (2006) considera que todos los pueblos colonizados tienen siete rasgos en común:
Habitan un territorio sin gobierno propio. 2. Se encuentran en situación de desigualdad frente a las élites y etnias dominantes y de las clases que las integran. 3. Su administración y responsabilidad jurídico-política conciernen a las etnias dominantes, a las burguesías y oligarquías del gobierno central o a los aliados y subordinados del mismo. 4. Sus habitantes no participan en los más altos cargos políticos y militares del gobierno central, salvo en condición de “asimilados”. 5. Los derechos de sus habitantes, su situación económica, política social y cultural son regulados e impuestos por el gobierno central. 6. En general los colonizados en el interior de un Estado-Nación pertenecen a una “raza” distinta a la que domina en el gobierno nacional y que es considerada “inferior”, o a lo sumo convertida en un símbolo “liberador” que forma parte de la demagogia estatal. 7. La mayoría de los colonizados pertenece a una cultura distinta y habla una lengua distinta de la “nacional” (Casanova, 2003: 3).
Señala que la definición de colonialismo interno está íntimamente ligada a fenómenos de conquista en los que la población forma parte del Estado colonizador y posteriormente del Estado que ha obtenido una independencia formal. Pero, como apunta Javier García Fernández (2016) a la hora de analizar el caso andaluz y, por tanto, extensible para el gallego: “no se trata de un sujeto que sufra relaciones de colonialidad tras un supuesto proceso de independencia política, sino que la colonialidad ejercida está en el mismo proceso de conformación de la propia Corona de Castilla y de la España moderna” (García, 2016: 307). Los antecedentes de la etapa moderna se desarrollan desde la configuración de los feudos y dominios de los reinos, como puede ser el caso castellano, al que se le añade a partir del siglo XVII el poder de las burguesías nacionales, dando lugar a formas de dominación heterogéneas al entrar en contacto las formas antiguas y modernas de explotación y extracción de recursos y excedente. La Corona de Castilla y posteriormente la monarquía hispánica de los Reyes Católicos en adelante, con su proyecto imperial, tiene una particularidad en su desarrollo histórico que puede explicar, al menos en parte, su relación con los territorios periféricos, como es el caso de Galicia, y los procesos de conquista y colonización en Al-Ándalus, y es que la base social del proyecto imperial era estrecha, y esto se acentuó cada vez más porque el proceso expansivo de la monarquía hispánica no vino acompañado de procesos de integración (Villacañas, 2014). Esto se refleja muy bien en el papel de la Inquisición desde 1480, que en la búsqueda de pureza acabó provocando la expulsión de judíos y conversos, una lógica exclusiva que se reprodujo a lo largo del tiempo.
Galicia
Como ya se ha señalado en la introducción, la política centralizadora de los Reyes Católicos a lo largo del siglo XV es un factor fundamental, pero las raíces de esta cuestión son más profundas.
Villares (1991) afirma que las primeras reformas de corte centralista vienen de la mano de Alfonso Raimúndez quién fue, de facto, el último de rey de Galicia. Históricamente, los monarcas castellanos y leoneses siempre habían desconfiado de la nobleza gallega, por sus relaciones con los ingleses y su desarrollo autónomo respecto al reino castellanoleonés, llegando a acumular un importante poder. Alfonso VIII (1126-1157), decidió asegurar el territorio gallego, delimitado en el sur por el Reino de Portugal, sería gobernada por el monacato de filiación cisterciense, encargado de controlar y pacificar la región, si bien durante su reinado sólo se construyeron dos monasterios cistercienses, y el período de colonización en Galicia se extendió hasta el 1250 (Portela, 1982). Este hecho es clave para el historiador gallego, ya que la aparición del reino portugués impidió que el desarrollo de las fuerzas productivas en el territorio se orientase al proceso expansivo de la empresa reconquistadora, aislando el territorio, que como ya se ha mencionado, quedó en manos de los monasterios cistercienses, manteniendo así la estructura feudal característica del reino gallego, con una preponderancia de la nobleza eclesiástica frente a la laica. Esta preminencia de la nobleza eclesiástica probablemente se deba a que ya desde el siglo V comienzan a establecerse las primeras sedes episcopales. Ya en Alta Edad Media, sus privilegios territoriales y políticos se las dotan de inmunidad jurisdiccional y autonomía administrativa, constituyendo señoríos territoriales y señoriales hasta el siglo XVI, en los que personalidad y territorialidad fueron solapándose progresivamente, caracterizando de este modo la organización eclesiástica gallega (Moran, 1998).
Pero si hay un fenómeno que se considera imprescindible para comprender el devenir de Galicia como colonia interna en la península son las Revoltas Irmandiñas, especialmente la segunda, que estalló en 1467 y se prolongó más de dos décadas hasta 1489 (Barros, 2006). La guerra de sucesión entre Pedro I y Enrique de Trastámara enfrentó, por un lado, a la nobleza tradicional y el mundo urbano, y a la nobleza episcopal y laica de segundo rango. La magnitud del conflicto en Galicia fue tal que, a pesar de que Pedro I fallece en 1369, sus partidarios lo alargan hasta 1387 (López, 1991). El fracaso de los Irmandiños supuso también la derrota de la burguesía en un momento histórico en el que éstas comenzaban a configurarse como clase en el continente europeo. Si bien la composición social de los Irmandiños era multiclasista, la burguesía fue la clase que encabezaba y dirigía este movimiento, y por lo tanto quién pago el mayor precio tras la derrota. No pudo iniciar un proceso de substitución para convertirse en clase dirigente, careciendo de poder político y sin capacidad para organizar las bases de un mercado nacional (López, 1993).
Con la llegada al poder de los Trastámaras se abre un período de reseñorialización: la substitución de la nobleza gallega por una extranjera, y la expoliación de bienes y tierras por parte de esa nobleza de segundo rango sobre monasterios y Concellos, lo que frena la emancipación de los núcleos urbanos.
El siglo XV será la centuria en la que comienza a establecerse de manera definitiva la estructura institucional de las relaciones de dependencia de Galicia con Castilla (Beiras, 1982). Las consecuencias de la derrota de la burguesía tras a Grande Irmandade impedirán que en el territorio dé comienzo la adaptación progresiva de las estructuras políticas e ideológicas a la nueva realidad socio-económica, que ya comenzaba a fraguarse por diversos puntos de la geografía europea, o sin ir más lejos, en villas del reino de Aragón (Navarro, 2010), sumiendo en la dependencia a aquellos territorios incapaces de llevar a cabo su propia articulación interna. Es en la segunda mitad del siglo XV, según Anselmo López Carreira (1993), cuándo la posibilidad de organizar un modo de producción capitalista y un mercado interno en consecuencia, ambos articulados sobre sí mismos, es frustrada por completo.
Entre 1476 y 1479 tiene lugar la guerra de sucesión entre Isabel y Juana la Beltraneja. Si un siglo antes, la burguesía había apoyado a Pedro I, a la postre derrotado, esta vez las oligarquías gallegas apostarían por el bando de la Beltraneja. Tras el conflicto, se produce precisamente un relevo de estas, una substitución de las clases dirigentes que a lo largo del siglo XVI se consolidaran como bloque social: el clero, la alta nobleza, con un papel más residual y, entre medias, la hidalguía, surgida de la alianza de la nobleza baja con los monasterios, y que actuará como intermediaria entre la nobleza eclesiástica y el campesinado. Además, aparecen las provincias como estructura territorial y la figura del Capitán General y la Junta del Reino, es decir, se imponen nuevas administraciones políticas y figuras jurídicas (Villares, 1991).
La nobleza eclesiástica, si bien mantiene su poder y sus privilegios, es puesto bajo la dependencia de Valladolid en 1487, que pasa a cobrar las rentas de los monasterios gallegos. Además, se prohibió el establecimiento de escuelas monásticas en Galicia, lo que supone la decapitación intelectual del territorio, ya que los monjes gallegos tenían que formarse fuera (Beiras, en Fernán e Pillado, 1989). Uno de los efectos colaterales de estas reformas fue la desaparición del gallego en la literatura (administrativa, burocrática, literaria) y la predicación (Carballo, 1993). La introducción de la Inquisición, a su vez, sirvió como herramienta de reeducación de las costumbres religiosas populares.
Andalucía
La fecha clave para empezar a analizar el caso andaluz es 1212, año de la victoria castellana frente a los almohades en las Navas de Tolosa. Javier García Fernández (2016) sostiene que la importancia de esta batalla se observa en múltiples aspectos: por un lado, la categoría de Cruzada que le otorgó el Papado, un hecho histórico en tanto fue la concedida por primera vez para un conflicto militar, lo que permitió la alianza de los reinos cristianos frente al enemigo infiel, y porque significó que estos controlasen prácticamente todo el territorio peninsular.
En 1236 cae la capital del mundo islámico en la península, Córdoba, y sólo una década después tiene lugar la toma de Jaén. Fernando III conquistaría Sevilla en 1248, nombrada sede arzobispal en 1254. Su hijo, Alfonso X “El Sabio”, fue el primero en tomar la decisión de expulsar del territorio a los mudéjares, lo que provocó una revuelta en 1262. La segunda mitad del siglo XIII es testigo de la substitución de la población islámica andalusí por otra procedente de los territorios castellanos. A partir de este momento, es cuando puede hablarse de la desaparición de la población musulmana en estos territorios. No sería hasta prácticamente un siglo después, con la conquista de Algeciras (1344) por parte de Alfonso XI, cuando se estabiliza por completo la región, ya que el reino de Granada se liberó de presiones externas y en el territorio conquistado por los cristianos se alcanzó un notable desarrollo económico (Sánchez, 2001).
A medida que los territorios se iban anexionando a la corona de Castilla e iba teniendo lugar la substitución de la población andalusí, los bienes raíces se fueron repartido entre los nuevos pobladores. La propiedad de la tierra en Andalucía, es imprescindible para comprender su desarrollo histórico como colonia interna. Se fue reproduciendo sobre el terreno la clásica estructura estamental de los reinos castellanos, compuesta por la nobleza, el clero y el tercer estado compuesto en su mayoría por campesinos. Entre estos estamentos, al igual que en Galicia, aunque con una función diferente, encontramos a la baja nobleza y a la hidalguía, que se concentra en los núcleos urbanos. En otro apartado se profundizará en este tema y se establecerá una comparación de la propiedad de la tierra en Galicia para comprender la evolución histórica de ambas naciones y el papel del factor tierra y las relaciones de clase constituidas a su alrededor, que en gran medida determinaron su desarrollo económico.
Ya en el siglo XV, Enrique IV de Trastámara (1454-1474) inició una poderosa ofensiva contra el reino de Granada, pero el momento decisivo en la conquista del reino nazarí llegaría en la década siguiente, ya con Isabel y Fernando en el trono de la monarquía hispánica, tras la guerra de sucesión entre la primera y la hija de Enrique IV, Juana la Beltraneja, que se prolongó desde 1474 hasta 1478. Ladero Quesada (1999) divide en 3 fases la conquista de Granada: a) 1482-1484, en la que tiene lugar la toma de Alhama; b)1485-1487, que es para este autor el período decisivo de la conquista, durante en el que se toman plazas importantes como Málaga, y los Reyes Católicos inciden en los problemas internos de los nazaríes, y c) 1488-1492, etapa en la que se conquista definitivamente la ciudad de Granada, cuyo asedio comienza en 1491.
La conquista de Granada y el año 1492, que coincide con el descubrimiento del continente americano, se convierten en el “acontecimiento performativo” (García, 2016: 290) de España como nación y potencia imperial, ya que permitió definir por primera vez a la otredad, como aquello ajeno a la propia comunidad, que se definía y se autoidentificaba con la religión católica, y llevó a los diferentes reinos a unirse en una causa común que daría lugar a la monarquía hispánica, personificada en la figura de los Reyes Católicos, para los que la toma de Granada se convirtió en el eje que permitía ensamblar los interés de Castilla con los de Aragón, cuestión de gran importancia,
clave de la época que se inauguraba, la toma de Granada, la rehabilitación del nombre de la cristiandad tras la pérdida de Constantinopla, la lucha contra el Anticristo que daba clara centralidad al combate hispano y le ofrecía la visibilidad imperial sobre su anhelada expansión (Villacañas, 2014: 232).
Esta cita es de gran valor para reflejar el significado de la conquista de Al-Ándalus, y particularmente la toma de Granada: el islam como el Anticristo, el enemigo que la cristiandad tiene que combatir, recuperando el terreno perdido, una conquista que “remite a territorios, y no a sociedades. La evangelización, la cristianización, no libera a las sociedades recuperadas sino que reincorpora territorios a reinos que se consideran antiguos poseedores” (García, 2019: 85).
La propiedad de la tierra y la evolución de las fuerzas productivas en Galicia y Andalucía
La evolución histórica de Galicia y Andalucía se caracteriza por tratarse de procesos paralelos que presentan importantes diferencias entre sí. En particular, me centraré en como las formas de propiedad de la tierra han determinado en mayor o menor medida el desarrollo económico y social de ambas naciones.
Para el caso gallego, la figura jurídica del foro es fundamental para comprender tanto la propiedad de la tierra como la estructura de clase que se configura en torno a ella. El foro aparece durante el período altomedieval, siendo la forma en la que los monasterios otorgan la propiedad de la tierra y, al mismo tiempo, sirviendo para llevar a cabo las repoblaciones de estas, ya que el régimen del foro resultaba más atractivo para los colonos, ya que su rasgo característico, al menos hasta el siglo XIV, era la perpetuidad del dominio útil. (Sánchez, 1997). En las comarcas en las que la Iglesia tiene un escaso peso relativo en lo referido a la propiedad de la tierra, la importancia del sistema foral tiende a disminuir (Rodríguez, 2007).
A partir del siglo XVI el foro se estabiliza como figura jurídica para la cesión del dominio útil (Villares, 1982), en parte relacionado con el surgimiento de una clase intermedia como es la hidalguía, que actúa como estrato comunicante entre la nobleza eclesiástica y el campesinado, beneficiándose del cobro de las rentas a través del subforo, es decir, el subarrendamiento de las tierras, cuyo dominio directo pertenece a los monasterios, al campesinado, que a su vez pagaba los diezmos correspondientes a la nobleza y el clero. Ramón Villares sostiene que aproximadamente la mitad de la producción iba destinada al pago de rentas y diezmos. Este excedente iba dirigido prácticamente en su totalidad para el consumo interno (en el caso del clero regular), mientras que la hidalguía, si bien percibía unos ingresos brutos muy elevados, estaba condicionada por su posición como intermediaria de la propiedad en los dominios, por lo que, una vez acometidos los costes del foro, sus ingresos se veían muy reducidos, y estos eran empleados fundamentalmente para el autoconsumo. El auge de la hidalguía como clase es paralelo al de la estabilización del foro, y a partir del siglo XVI comienza su período de acumulación de los dominios.
Para entender el caso de la propiedad de la tierra en Andalucía, es fundamental que partamos de la siguiente premisa: su estructura viene determinada por un contexto de conquista territorial y el fracaso de las sucesivas repoblaciones desde el siglo XIII, que coinciden con la apertura del mercado de compraventa de tierras y el asentamiento de la nobleza castellana en Andalucía. Vemos como aquí se desarrollan dos mercados paralelos: el de la producción de bienes agrarios, por un lado, y el de la tierra como mercancía. Siguiendo las tesis de Sánchez Albornoz, Javier García Fernández nos dice que
Las bases del sistema moderno de propiedad de la tierra estructura agraria provienen de las transformaciones derivadas de la conquista y organización de la nueva sociedad; a través de una alianza sumamente compleja entre la corona, la nobleza y las ordenes militares; en base al basto tamaño de las zonas conquistadas, la desigual densidad de la población y su densidad o no; y por supuesto las formas de violencia política y militar aplicados en los procedimientos de conquista (García, 2016: 289).
Además, la producción del latifundio andaluz está muy fuertemente vinculada a la demanda de los mercados externos, europeos y americanos, hecho que evidencia su relación de colonia respecto a la Corona Castellana. García Fernández (2016) divide el desarrollo del latifundio andaluz en tres fases que, en su totalidad, comprenden desde el siglo XIII hasta el XVIII. Durante esta etapa comienzan a repartirse las tierras entre los colonos y los conquistadores a través de dos mecanismos: el repartimiento, lotes pequeños orientados al cultivo y zonas de ganadería, y los donadíos, cesiones de grandes cantidades de tierra los conquistadores (la aristocracia y las órdenes militares y religiosas, fundamentalmente). Si bien este modelo estaba orientado a evitar la acumulación de la tierra, a partir del siglo XIV tiene lugar un proceso de señorialización y concentración de patrimonio eclesiástico. Los siglos XVI y XVII son testigos de la pérdida continua de la propiedad campesina (el minifundio de apoyo) en favor del latifundio. La consecuencia es el aumento de desposeídos que trabajarán como jornaleros asalariados de forma estacional. De igual manera que en otros lugares de Europa, la burguesía mercantil se introduce en el campo invirtiendo en el factor tierra, a pesar de que en campo andaluz predomina la nobleza terrateniente. De hecho, hacia finales del siglo XVII tienen lugar los primeros cercamientos de tierras, como símbolo de la modernización del campo castellano y como respuesta la crisis de la Corona de Castilla.
Tiene razón Isidoro Moreno (1992) al afirmar que, en el campo andaluz, tras la conquista, nunca se vivió una situación feudal, ya que la agricultura se orientaba hacia el mercado, a través de una mano de obra asalariada. Además, los productos típicos del campo mediterráneo (el trigo, la vid y el olivo) necesitan ser transformados antes de su consumo, lo que obligaba a recurrir a los mercados la compraventa de alimentos. Así, el poder económico y social no pivotaba únicamente en torno a la propiedad de la tierra, también sobre el control de los medios productivos de transformación del producto agrícola.
Conclusiones
Galicia y Andalucía presentan dos desarrollos históricos que son paralelos en el tiempo, y comparten una serie de rasgos que nos permiten hablar de ambas como colonias internas, en un primer momento de la Corona de Castilla y el proyecto imperial de los Reyes Católicos, en una relación que se ha prolongado históricamente hasta nuestros días, a través, por ejemplo, de la existencia de industrias de enclave en ambos territorios.
Sin embargo, cuando nos acercamos más a ambos procesos salen a la luz notables diferencias, más allá de la conquista en sí, ya que la Reconquista supuso la anexión de un territorio que se consideraba ilegítimamente arrebatado, mientras que en Galicia lo que sucedió se parece más a una substitución de las élites políticas y económicas. El caso de la propiedad de la tierra presenta esas grandes diferencias. Como se ha mencionado, en Galicia se favorece al inmovilismo gracias a la figura jurídica del foro y principalmente por la existencia de unas clases económicas muy dependientes de las rentas que percibían por la cesión del dominio útil de las tierras. En Andalucía, la situación feudal no tiene lugar y surge progresivamente una burguesía terrateniente que basa su poder en la propiedad de la tierra y en los medios de producción. En ambos casos, las clases dirigentes no son autóctonas, y la importancia del factor tierra promueve el inmovilismo en el desarrollo de las fuerzas productivas en ambas naciones.
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