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Medio ambiente
¿Críticos o cínicos? La responsabilidad individual y el deterioro ambiental
Hablar de responsabilidad individual siempre es polémico puesto que, como personitas que habitamos un contexto socioeconómico concreto, nuestro margen de maniobra es relativamente escaso. Necesitamos trabajar y no siempre hay una buena red de transporte público, por lo que optamos por el coche privado; queremos favorecer el comercio local y la producción sostenible, pero nuestros bolsillos son limitados y morimos en la transnacional de turno; queremos reciclar, pero tenemos poco espacio en casa para tanto cubo distinto y al final optamos por la bolsa de basura única: en definitiva, queremos colaborar y amar al prójimo, pero, salvo en el ámbito familiar y amistoso, no nos queda otra que competir y sacar a relucir el morro, y procuramos que los que tienen que evaluar nuestro trabajo sepan cuánto valemos. Acabamos el día cansados y lo que en la mañana era un atisbo de esperanza, por la tarde ya no es más que una pequeña derrota personal que aprendemos a digerir gracias a un rico aderezo en formato Netflix o HBO.
Crisis climática
Resumen 2022 2022, el tiempo en que conocimos el infierno climático
Si no se es rico, hay muchos aros por los que pasar. Hay que jugar al juego, a sabiendas de que está profundamente amañado y arbitrado por un montón de ideas fuerza y de condiciones materiales que están fuertemente intrincadas en el aparato social. Un conjunto de ideas que se oponen de forma frontal a ese ideal de buen ciudadano, de buen samaritano que, sin embargo, enseñamos a los niños y las niñas con la esperanza de que sean mejores que nosotros. Un traje idealista del que uno se despoja bien prontito, al entrar en la edad adulta, cuando ve que en el mundo que le rodea es necesario disfrazarse de otra manera para poder sobrevivir.
¿Pero cómo podemos afrontar un futuro distinto al caos climático y a la desintegración social si no somos capaces de comportarnos, también a nivel individual, de una manera un poco más decente, pese a todas esas trabas a las que hemos hecho mención?
Si no se es rico, hay muchos aros por los que pasar. Hay que jugar al juego, a sabiendas de que está profundamente amañado y arbitrado por un montón de ideas fuerza y de condiciones materiales que están fuertemente intrincadas en el aparato social
Como persona preocupada, como muchas otras, con el porvenir del ecosistema del que obtenemos todo aquello necesario para la vida, he tenido miles de conversas con amigos, con conocidos y con no tan conocidos. Casi todos aceptan la existencia del problema. La verdad científica es innegable y la climatología cada vez más viene a confirmarlo: estamos en pleno cambio climático. Después de todas esas charramecas ―más o menos distendidas― he llegado a la conclusión de que existe una posición bastante arraigada a la hora de entender la responsabilidad individual respecto al cambio climático, que podríamos traducir en una serie de ideas fuerza:
- Las personas “normales” somos responsables de una parte ínfima del deterioro del ecosistema.
- Son las grandes empresas y las personas ricas las causantes de la mayor parte del deterioro del planeta.
- Son los políticos y es el Estado el único actor con capacidad de tomar medidas que impidan el deterioro del ecosistema, pero debido a que estos están cooptados por los anteriores, no van a tomar medidas efectivas en ningún caso.
- No hay manera posible de cambiar el estado de las cosas, el capitalismo es inevitable;
Debido a 1, 2 y 3, con el aderezo de 4, la conclusión subsiguiente se condensaría en algo así como: “hasta que todo cambie yo no voy a cambiar, y como no va a cambiar yo tampoco voy a cambiar”.
A partir de aquí, la verdad, no sé cómo encarar este texto sin herir sensibilidades o por un lado, y sin ser naif, por el otro. Pero voy a intentarlo y espero que el lector lo tome como un llamado a la reflexión y no como un panfleto ni como una inyección de moralina. Al fin y al cabo, todos y todas nos dejamos mecer, en menor o mayor medida, por las mismas olas.
Sería injusto —y naif, eso sí que sería naif— igualarnos al trabajador medio pakistaní, boliviano, marroquí o, sin ir tan lejos, de algunos de los barrios hiperpobres de nuestro estado
En cuanto al punto 1, quiero decir que hay buena parte de razón en ello. Pero hay peros. En primer lugar, no somos “personas normales” si nos comparamos en términos materiales con el resto de personas de este nuestro planeta. Es justo tener en cuenta al conjunto de la humanidad si reflexionamos desde una lógica humanista. En ese sentido, somos personas trabajadoras del primer mundo —con todos los peros— que se benefician de una red de intercambio desigual, de la deslocalización, de la mano de obra barata, de la falta de regulación de otras partes del mundo y de la disponibilidad de energía a bajo coste —cosa que empieza a escasear—. En eso —y en el miedo al socialismo— se fundamenta parte del Estado de Bienestar que nos ha procurado un nivel de vida probablemente inigualable en la historia de la humanidad. Ojo; eso no quita que estemos jodidos y sigamos siendo clase trabajadora, y que en nuestro entorno exista un gran abanico de situaciones que también incluyen la pobreza. Pero sería injusto —y naif, eso sí que sería naif— igualarnos al trabajador medio pakistaní, boliviano, marroquí o, sin ir tan lejos, de algunos de los barrios hiperpobres de nuestro estado. Es importante tener en cuenta que el ya evidente debilitamiento de la posición de Occidente en el mundo probablemente reduzca esa abundancia de forma apresurada la próxima década. En todo caso, quería ubicarnos en la geografía humana antes de empezar a divagar.
Pero volvamos al punto 1. Por un lado, es difícil separar el gasto energético y el deterioro ambiental de aquellas actividades domésticas cuya responsabilidad podríamos adjudicar exclusivamente a lo que hacemos las personas normales. Por un lado, nuestro consumo —formamos parte del mercado de consumo más grande del planeta— alimenta y sostiene buena parte de las actividades económicas más nocivas. Por el otro, no tenemos la culpa de haber sido bombardeados hasta la médula desde niños con una publicidad más o menos explícita que se ha encargado de configurar nuestros deseos y necesidades. Esto hace muy discutible la afirmación de que a través de nuestro mal consumo somos culpables del deterioro del planeta. Pero en todo caso creo que sí que podríamos decir que, una vez se tiene conocimiento de según qué cosas, no modificar ciertas conductas puede denotar un grado de complicidad que podríamos catalogar como indirecto o débil, si se quiere.
A lo que íbamos. Según el libro de La Energía de España (2019), el consumo de energía final del sector residencial en España es del 16.9%, un poco menos de una quinta parte, y esto sin tener en cuenta la distribución desigual de ese dato entre los distintos umbrales de renta. En cuanto al transporte, el dato asciende al 43.9%, pero prácticamente la mitad de eso corresponde al transporte de mercancías. El resto se repartiría entre el sector servicios, la industria y la agricultura. Se trata de sectores cuyos bienes y servicios utilizamos, pero sobre los que no tenemos un control efectivo en tanto que ciudadanos rasos. Porque no hay que olvidar que en capitalismo quien tiene poder es quien es propietario de los medios de producción —y en menor medida quien ocupa puestos importantes en la política y/o en la administración—. Es una verdad innegable.
Un pequeño paréntesis a todos aquellos ricos filántropos y progresistas, amantes del greenwashing, de las mansiones autosostenibles y del coche eléctrico: iros a la puta mierda. Vuestra existencia es ontológicamente contraria a cualquier idea de sostenibilidad
Esto nos llevaría a la afirmación del punto 2, que es también bastante razonable. Cómo hemos anticipado, los datos en grueso dicen poco si no somos capaces de aplicar el corrector de la renta. Según un estudio de la Universidad de Leeds, citado aquí en la revista Climática, el 10% de las personas más ricas consumen aproximadamente el 50% de la energía utilizada en el transporte privado. Es un dato bastante lógico atendiendo a la costumbre de esta estirpe de moverse exclusivamente en turismos privados de gran cilindrada u otras derivadas similares. Los ricos no van en metro. Otro estudio que nos viene bien para esta nuestra reflexión es el elaborado por Oxfam, que determinó que entre 1990 y 2015 el 1% más rico habría sido responsable del doble de las emisiones del 50% más pobre.
Podríamos extendernos en datos, pero vale con imaginar como vivimos unos y otros. Ahora mismo (esto se escribió en pleno verano) escribo este artículo a unos 33ºC enfrente de un ventilador que consume unos 0,6 kw/h. Si la cosa se pone fea, encenderé un ratito el aire acondicionado y rezaré para que las ventanas viejitas e incapaces no me despojen del confort en cinco minutos. Someterse a elevadas temperaturas, sobre todo a la hora de dormir, acorta el sueño y con eso la propia vida. Ayer fui al centro en autobús y volví a casa en coche porque un amigo se ofreció a llevarnos a mí y a un tercero. Mientras yo y tantos otros tratamos de sobrevivir al abrupto verano mediterráneo, el rico medio —y a veces el no tan rico— se está tocando los huevos en su piscina mientras varios splits asientan un agradable abril interminable a 20ºC en el interior de la casa. La bomba llena la piscina y las electroválvulas activan los aspersores. Probablemente podríamos citar un sinfín de gastos superfluos y mucho más obscenos para los que nuestra imaginación de clase media no está preparada.
Aquí un pequeño paréntesis a todos aquellos ricos filántropos y progresistas, amantes del greenwashing, de las mansiones autosostenibles y del coche eléctrico: iros a la puta mierda. Vuestra existencia es ontológicamente contraria a cualquier idea de sostenibilidad. Y lo peor no es eso, sino que con vuestros discursos progres a lo Di Caprio no hacéis más que poner trabas al único ecologismo posible, que es el ecologismo popular, el que parte de la reflexión de que “o es pa todos o no es pa nadie”. No existe una gota de autoridad moral en vuestro mundo para decirnos cómo comportarnos. Y hasta aquí el paréntesis.
Con vuestros discursos progres a lo Di Caprio no hacéis más que poner trabas al único ecologismo posible, que es el ecologismo popular, el que parte de la reflexión de que “o es pa todos o no es pa nadie”
Respecto al tercer punto, y pese a que no niego la validez de la afirmación, creo que sí que hay margen para el debate. Un debate que daría para mucho y que no estoy preparado para abordar en profundidad, pero que sí quiero poner sobre la mesa. Una revisión de las políticas públicas impulsadas desde el Estado en este último período del capitalismo conocido como neoliberalismo nos llevaría a la conclusión de que la doble función principal del Estado es la de 1) proteger los intereses privados y 2) corregir los prejuicios que el mercado genera sobre las personas y el medio ambiente. Las políticas públicas chocan de bruces con los límites del mercado; así pues, hoy los límites de la socialdemocracia se traducen en un conjunto de declaraciones bienintencionadas y de políticas soft o blandas que cristalizan en una maraña de burocracia y de mecanismos de control con efectos muy limitados. En España también chocamos con el problema de tener delante a un Estado opaco y especialmente poco democrático, cuyos intereses están dislocados de sus gentes y de sus territorios, y que utiliza su poder para autorreproducirse.
No obstante, el Estado o la Administración, entendiendo que no existe una única forma ni geografía de concebir el Estado, es un espacio potencialmente transformador debido, entre otras cosas, a su capacidad de movilizar recursos en pos del interés público y a su elevado poder de coacción sobre el comportamiento de la gente —véase las medidas COVID—. Pero la administración, en un contexto democrático —y esto implica un Estado que reduce al máximo el uso de las herramientas de control rígido— requiere de la participación ciudadana en su versión más elemental; hablo de aquello del civismo, que tiene que ver en parte con la responsabilidad individual.
He aquí un ejemplo. En mi comunidad autónoma, la Comunidad Valenciana para algunos y el País Valencià para otros, se está implementando de forma bastante efectiva aquello de la recogida separada de residuos. Con todos los déficits y polémicas que merecerían también de reflexión concienzuda, hoy la mayor parte de ciudadanos disponemos de al menos cuatro contenedores para depositar los diferentes tipos de residuos que generamos en casa: envases ligeros, papel y cartón, resto y orgánico (sin mencionar los puntos verdes o ecoparcs). También se han llevado a cabo unas cuantas campañas de concienciación al respecto y todos los contenedores disponen de unos cartelitos donde se explica de forma sencilla que tipo de residuo va en según qué contenedor.
La ética implica el compromiso y la crítica debería de servir no solo para eximir responsabilidades sino también para mirar más allá de todos esos peros
Hasta cierto punto podríamos afirmar que la Administración ha generado un marco que posibilita que la ciudadanía elimine los residuos de una forma relativamente sostenible. Sin embargo, aún me encuentro que una buena mayoría de mi entorno no recicla, y no hablo precisamente de gente sin acceso a la información. Esgrimiendo argumentos más o menos poderosos, pero rehusando a su parte del pastel, me encuentro horrorizado con cubos de basura únicos, donde botes de plástico conviven con pieles de plátano, trozos de cartón y algún que otro bote de vidrio.
Que sí, que lo entiendo. Entiendo el tema de los comportamientos mafiosos de los consorcios, el hecho de que muchos productos están sobreenvasados y que ni siquiera debería ser legal que se pongan en el mercado. Entiendo la absurdez de romper las botellas de vidrio cada vez que las tiramos en lugar de disponer de un sistema de limpieza y reutilización de las mismas, o lo incómodo que puede ser tener más de un basurero en casa… Pero señores y señoras, la ética implica el compromiso y la crítica debería de servir no solo para eximir responsabilidades sino también para mirar más allá de todos esos peros. ¿Cómo podemos imaginar una sociedad diferente si no somos capaces de hacer lo mínimo? ¿Cómo es posible imaginar una sociedad diferente si nos comportamos como niños y niñas mimados que no asumimos ni la pequeñísima parte que nos toca, pese a todo y pese a todos? Puedo entender la rabia y puedo entender, hasta cierto punto, el odio hacia el estado de las cosas, pero no puedo entender ese cinismo tan gordo.
Medio ambiente
Crisis climática Dura crítica a los planes climáticos de la Junta de Extremadura
Todo esto nos lleva hasta los puntos 4 y 5, que conforman en sí mismos la aceptación de la derrota. Y ojo, que eso no es en sí negativo; está bien porque a nadie se le puede criticar por practicar el realismo. Hasta cierto punto hemos sido derrotados. Pero esto no es nuevo y de lo que se trata aquí es el cómo abordamos esa derrota. Si la derrota trae consigo el abandonamiento de la ética y de la filosofía en tanto que práctica por la que nos pensamos como individuos en sociedad, entonces nos hundiremos en un colapso moral irremediable. Aunque las comparaciones puedan ser peligrosas, no se justifica que alguien esgrima un comportamiento machista porque bueno, al final lo que hace uno no modifica el todo —si bien es cierto que en este caso la conducta indebida ejerce un daño directo sobre una persona y eso reduce la calidad de la comparativa—. Pero tampoco se entiende que nadie evada impuestos teniendo recursos para no hacerlo, que aparque en el lugar de los minusválidos o que trate mal al camarero o la camarera que le atiende. El civismo es la actitud por la cual nos cuidamos los unos a los otros en tanto que seres humanos, criaturas que padecemos y disfrutamos de la misma manera. En general, seres de una clase no adinerada (porque seamos realistas, las personas ricas son incompatibles con cualquier ideal de civismo).
No tenemos derecho de deteriorar el medio ambiente de forma gratuita a la par que nos desposeemos de cualquier responsabilidad individual
Ahora bien, nadie quiere decir aquí que el cumplimiento con el prójimo sea la única vía hacia el civismo. La desobediencia civil, de hecho, es uno de los comportamientos más cívicos que existen, siempre y cuando esté articulada políticamente y tenga un objetivo claro. No entiendo a la persona que no recicla, pero entendería perfectamente al grupo de personas que deciden depositar su basura todos los días, de forma permanente, en Delegación de Gobierno como protesta a las medidas insuficientes que se toman desde el Ministerio de Transición Ecológica en relación, por ejemplo, al exceso de envasado de los alimentos o a la mala gestión por parte de los consorcios. Aunque ensucien la vía pública.
En resumen, creo que tenemos todo el derecho del mundo en exigir a la Administración, de tacharla de insuficiente o servicial, de dejar de votar a unos u a otros, de denunciar verbal o formalmente. De desobedecer, de infringir las normas si estas no preservan la vida. Pero no tenemos derecho de deteriorar el medio ambiente de forma gratuita a la par que nos desposeemos de cualquier responsabilidad individual. Probablemente nuestras acciones tendrán un impacto limitado —o muy limitado—, pero ser cívicos en nuestro día a día es un ejercicio de solidaridad irrenunciable. A la obscenidad hay que ponerle barreras, porque modificando aquella frase magnánima de “solo el pueblo salva el pueblo”, al menos, “solo el pueblo respeta al pueblo”.
En cuanto a la rabia, metámosla en una cajita porque en algún momento la necesitaremos.