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Fronteras
A un año del incendio de Badalona: el cuerno de Europa
“No comas mierda del suelo”. Mamadou (37 años, Mali) golpea a Coffy, su perra para que no olisquee los restos de comida. Con la soledad del personaje de Will Smith en Soy Leyenda, recoge las latas de cerveza, las mete en una bolsa de basura, y la pone en uno de los carros de Alcampo de los chicos que trabajan la chatarra. Ayer se celebró una barbacoa en la antigua carnicería embargada, un lugar ocupado en el barrio de Gorg (Badalona, área metropolitana de Barcelona). Los residentes comieron arroz y carne, y los restos de la fiesta todavía están en el suelo: decenas de colillas, paquetes de tabaco, latas de cerveza, comida y limones usados.
Mamadou se levanta a las siete y media para montar una terraza de restaurante a cambio de cien euros al mes, un bocadillo, un refresco y un paquete de tabaco cada dos días. Desde 2018, trabajó en un almacén en la misma calle, pero sin contrato y lo despidieron cuando llegó la pandemia. Al estar sin papeles, no recibió ninguna retribución como trabajador de la empresa y se quedó sin nada. Alquiló una habitación por 400 euros en la nave de la calle Guifrè, la del incendio del 9 de diciembre de 2020 y donde murieron cinco personas: Baye Gueye (Senegal), Fatoumata Drammeh (Gambia), Djoulde Allah (Gambia), Mame Thierno Wagne (Senegal) y Boubacar Hanne (Senegal).
Meses antes del incendio, Mamadou se marchó de la nave, llegó a la antigua carnicería con un par de amigos, donde viven unas treinta y cinco personas: casi todo hombres, menos tres mujeres y tres menores. El residente de la antigua carnicería coge todos los utensilios que hay sobre una cocina que sacaron a la entrada hace unos días y los acerca a un desagüe a ras de suelo y se mete para dentro: una olla con un mejunje ocre pastoso, al lado, un saco de comida para perro, una bandeja de carne, una tabla para cortar, otra olla, dos sartenes y dos paellas. Todo amontonado encima de los fogones.
La empresa eléctrica cortó la luz y los residentes de la nave de Gorg pincharon la electricidad de la calle, algo común en los espacios ocupados. Tampoco tenían agua, un hecho que puede evitar la rápida propagación de las llamas
Antes de que salga, otro chico se anticipa ante la improvisada pica a ras de suelo y se agacha con un cepillo de dientes y una botella de agua. En cuclillas ante el agujero, el veinteañero musculoso, con barba de tres días, unas manos enormes y profundamente serio, frota con rabia sus encías. Toma un sorbo de agua, la retiene unos segundos y la escupe por el desagüe. Mamadou vuelve con más ollas, el mistol y un estropajo. Su cuerpo gigantón y atlético, de casi metro noventa con pantalón corto y pañuelo azul en la cabeza, se agacha y comienza a enjabonar en cuclillas las ollas y sartenes. “Todavía no está hecho el fregadero. Esto lo hago cuando lo veo acumulado, cada dos o tres días, o una vez a la semana, cuando huele mal. Un sitio como este es muy difícil mantenerlo limpio. Mucha gente viene y se va. Los que vivimos aquí, debemos mantenerlo limpio”.
Por encima de su cabeza, a lo lejos, se ve el futuro del barrio de Gorg. Las grúas del futuro ambulatorio y una promoción de viviendas residenciales sobrevuelan en el horizonte. Los obreros recogen el material de construcción al final de cada trayecto de las grúas y encajan las piezas en el suelo a toda velocidad. Las naves y pisos ocupados por residentes en la periferia de las grandes ciudades son pequeños barrios propios situados entre un proceso de gentrificación. La transformación urbanística de las zonas humildes de las áreas metropolitanas ha limitado aún más el acceso a la vivienda a todas estas personas excluidas. En la misma calle coinciden la antigua carnicería y una promoción de viviendas residenciales en proceso de construcción.
Un año del incendio
“Es evidente que el Ayuntamiento de Badalona no puede estar pagando el hospedaje eternamente de nadie y menos a personas que estaban ocupando”. Estas palabras las pronunció Xavier Garcia Albiol, alcalde de Badalona durante la tragedia, y uno de los rostros más conocidos del racismo institucional.
Pasadas las ocho de la tarde del 9 de diciembre de 2020, un incendio se produjo en la nave ocupada de la calle Guifrè donde vivían cerca de 200 personas. Años atrás, la empresa eléctrica cortó la luz y los residentes de la nave de Gorg pincharon la electricidad de la calle, algo común en los espacios ocupados. Tampoco tenían agua, un hecho que puede evitar la rápida propagación de las llamas. Ante la electricidad pinchada, hay un riesgo elevado de que se produzca un cortocircuito en el cuadro eléctrico y la corriente continúe circulando hasta que dé vida al incendio. Eso pasó en aquella tragedia.
Ha pasado un año desde el incendio de Badalona y lo único que reciben los vecinos de los almacenes del barrio de Gorg son visitas de la policía, miradas de la sociedad civil, constantes amenazas de desahucio
El fuego comenzó en la planta baja y los residentes quedaron atrapados en las dos plantas superiores, con colchones, chatarra, neumáticos, construcciones de madres y otros materiales con facilidad para arder. Los bomberos tardaron unos veinte minutos en llegar y tuvieron dificultades en las tareas de rescate por un muro que había en uno de los puntos de acceso a la nave. Algunas personas atrapadas subieron al techo, por encima del tercer piso, para saltar al vacío: parecía la única forma de salvar sus vidas. “Yo estaba arriba [el tejado desde donde la gente saltaba], tenía un dron encima de mi cabeza. Estaba ahí apoyando a la gente. ‘¡No saltéis! Respirad tranquilos’. Yo fui el último en bajar con los bomberos. En mi habitación murieron dos personas”, cuenta Batman (no es su nombre real, pero todos le llaman así), uno de los fundadores hace más de diez años de la nave del incendio. Hasta altas horas de la madrugada, el fuego no se controló y se confirmaron los primeros fallecidos.
Ochenta sobrevivientes del incendio de Gorg terminaron en albergues, también se hizo una acampada y otros ocuparon nuevos lugares. Seis meses después (junio de 2021), la mitad de las personas que se encontraban en los albergues de recepción fueron expulsadas por la administración pública, alegando que no había suficientes recursos para ayudarlos a todos. Solo se quedaron unos cuarenta y el resto volvieron a los espacios ocupados. Un año después no lo han solucionado. En julio, se paró un desahucio a escasos días en un almacén del barrio donde viven unas sesenta personas, la mayoría gambianos. El 2 de diciembre, esa misma nave tenía una nueva orden de lanzamiento, que también se logró detener. Esa es la mayor reacción de la administración ante la situación de emergencia humanitaria que sufren los residentes del casi centenar de espacios ocupados que hay en el área metropolitana de Barcelona.
¿Qué más hacen las administraciones públicas ante tales situaciones que se ven en el centro y periferia de las ciudades europeas? ¿Qué pasa con los cuerpos de los difuntos (de Gorg) que nadie reclama? ¿Qué pasa con las casi doscientas personas que vivían en el almacén de Gorg? ¿Y la familia que no pudo salir de la oficina bancaria del centro de Barcelona? ¿A qué se debe la falta de oportunidades y la falta de conciencia?
La falta de oportunidades está fundamentalmente relacionada con el racismo institucional. Es un factor que hay que tener en cuenta a la hora de valorar la situación de exclusión permanente que viven los residentes de las naves, departamentos y oficinas bancarias ocupados. La mayoría de las víctimas de incendios no provienen de Europa occidental, sino de países de África occidental (Gambia, Ghana, Guinea, Malí, Senegal), pero también de otros Estados africanos, América Latina, Asia meridional y comunidades romaníes (como la caso de la tragedia de la semana pasada).
Estas personas pueden recibir alimentos de algunas entidades y particulares, algunos pueden trabajar, incluso pueden tener papeles (la mayoría no ha podido regularizar su situación después de años en Europa), e incluso un porcentaje muy bajo puede tener algún tipo de cobertura sanitaria. Sin embargo, hay un activo que ninguno de estos seres humanos tiene: un hogar (una vivienda).
Un año después, el terreno donde estaba la nave es un lugar árido, vacío y vallado, con unos cuantos matojos de hierba seca y tierra. Se ha convertido en un solar más en Gorg, de esos que forman parte del proceso de transformación urbanística del barrioLa falta de conciencia es evidente. Ha pasado un año desde el incendio de Badalona y lo único que reciben los vecinos de los almacenes del barrio de Gorg son visitas de la policía, miradas de la sociedad civil, constantes amenazas de desahucio y la inacción de los políticos. Los supervivientes del incendio —además de muchas otras personas— continúan viviendo en otros espacios ocupados de Gorg, expuestos a nueva tragedia.
Una familia muere en una oficina bancaria ocupada
Escasos centímetros separan la oficina bancaria ocupada de EVO Banco de la Plaza Tetuán donde se produjo un incendio y la entrada de un edificio residencial en el distrito de l’Eixample, en el centro de Barcelona. Esa distancia entre la finca y los cristales rotos, el color negro tizón y las cinta de precinto colocadas por los bomberos y la policía es un muro insalvable, existente en todos los lugares de la capital catalana donde hay espacios ocupades por personas sin acceso a una vivienda y los vecinos de los edificios colindantes.
Delante, está situado el punto de homenaje para Shaky (40 años de origen pakistaní), Violeta (40 años, de Rumanía), Arsalan (3 años) y Zhara (apenas meses). La familia entera murió tras el incendio del local ocupado donde vivían desde septiembre de 2020. El punto de homenaje es un árbol con decenas de velas encendidas alrededor, cartulinas y una pelota dedicada: “Disculpa por no haber creado un mundo donde tú pudieras hacerte grande. Te recordaremos”. Al lado, la foto de un niño sonriente con su bata de cuadros del colegio. Es Arsalan. Es el rostro del dolor. Es el rostro de las personas sin vivienda. Es el rostro de ese tipo de vida. Es el rostro de la pobreza.
Pobreza
Barcelona Una familia con dos niños pequeños fallece en un incendio en una antigua sede bancaria de Barcelona
La familia vivía en la oficina bancaria ocupada junto con otra pareja rumana, tres personas de origen marroquí y otra de Argelia. El padre (Shaky) se dedicaba a la chatarra, iba con su carro buscando material en la basura. Un compañero de trabajo confirmó que frecuentaba una chatarrería en Vila Olímpica, donde iba y volvía en bici y allí dejaba atado su carro. El niño (Arsalan) tenía tarjeta sanitaria, estaba escolarizado en un colegio cercano, el Santa Ana, y jugaba a fútbol con los alumnos de l’Escola Sagrat Cor. Según Roxana, una ciudadana que se ha acercado al árbol y vive en la zona, tenían luz (pinchada) y recibían alimentos de Cruz Roja, además de lo que les daban. Sin embargo, la ayuda nunca es suficiente porque, como en Gorg, continúa faltando el bien básico que evita este tipo de tragedias: la vivienda.
La entrada de naves y pisos ocupados: el lugar de la espera eterna
Un año después, el terreno donde estaba la nave es un lugar árido, vacío y vallado, con unos cuantos matojos de hierba seca y tierra. Se ha convertido en un solar más en Gorg, de esos que forman parte del proceso de transformación urbanística del barrio. Se pone a la cola de otros que ya tienen obreros construyendo las viviendas residenciales o los nuevos equipamientos del barrio y de aquellos solares también vacíos con el cartel de la empresa inmobiliaria.
Mamadou sigue fregando en un desagüe improvisado como pica a ras de suelo en la antigua carnicería. Los chicos empiezan a despertarse y salen a la entrada, el lugar de la eterna espera. El chaval que se ha cepillado los dientes no ha engañado al estómago con el dentífrico y coge el bocadillo de Mamadou. Hace un gesto para pedirle permiso. “Sí, coge, es lomo con queso”. Como si hubiera tocado un erizo, deja el bocadillo en la mesa porque lleva cerdo. Uno lo deja y otro lo coge porque la barra tiene nuevo dueño: un joven latino de la nave, que llega con dos amigas. Parte el lomo con queso con la mano y devora la porción hasta comerse casi un dedo. Para tragar, saca un par de litronas de una bolsa de plástico. Mamadou se levanta del desagüe y coloca tres copas de vino recién lavadas sobre la mesa para las cervezas. Las invitadas y el nuevo propietario del lomo con queso se echan cerveza en las copas y brindan por una mañana en compañía. La segunda litrona tiene dueño. Tras no parar en dos horas y ya con la entrada limpia para que los residentes pasen las horas charlando con sus amigos y con la mirada fija, clavada en un horizonte que lo único que tiene son grúas y falta de oportunidades Mamadou coge la botella de cerveza como se mece a un recién nacido, se espachurra en un sillón de ordenador, abre el tapón y bebe a morro en el lugar de la espera eterna, sabiendo que su jornada laboral ha terminado hasta la noche, cuando el restaurante se quede sin clientes y deba guardar la terraza.
Las entradas de las naves son el punto de reunión donde los residentes pasan la mayor parte del día y se ha convertido en un lugar de espera eterna. La falta de trabajo y las promesas vacías sobre la regularización de los papeles han llevado a cientos de personas a ocupar pisos, almacenes, naves y oficinas bancarias desde hace más de una década. La ausencia del bien de la vivienda obliga a los residentes de estos espacios a vivir en lugares sin condiciones de habitabilidad y sin suministros básicos: electricidad, agua, calefacción. Además, la convivencia resulta muy compleja, con muchas personas donde se juntan los problemas de unos y otros, donde crecen las tensiones internas y donde se produce un derrumbe psicológico (traumas del pasado y el presente, depresiones, adicciones) que afecta gravemente a la salud mental de las víctimas. Y en las entradas, en esos puntos de reunión, se ve ese derrumbe psicológico: en las miradas pérdidas de los excluidos.