Opinión
Una vida de exámenes

La calificación de los exámenes, ejercicios y tareas que realizamos los/as docentes es un acto de dominio, pernicioso en muchos sentidos, pero en dos al menos: porque contribuimos a asentar en el alumnado el fundamento jerárquico de la institución, normalizando que los facultados/as por ella puntúen lo que hacen; incluso a que naturalicen ser puntuados y crean que es necesario y bueno para la mejora de los asuntos en general. Y porque este acto de dominio perjudica el estudio, el bien más preciado que debería perseguir la enseñanza.
La calificación del estudiantado, exigencia nuclear de los empleados en el Ministerio de Educación, ya sea en centros públicos o privados, es una injusticia para los/as examinadas y un privilegio estamental para los/as examinadoras. El Ministerio nos prepara y moldea a todos sus empleados/as, desde que ingresamos en la escuela, a ejecutar la examinación. Para ello, primero nos habitúa a ser examinadas.
Decía la maestra Hannah Arendt que “las cadenas de la necesidad no necesitan ser de hierro, pueden ser de seda”, porque mientras las de hierro duelen, las de seda alagan: laureles, éxito profesional, mérito. ¡Oh, el mérito!, ese yugo que en su más insigne excelencia está reservado al alumno/a con la mejor calificación.
El Ministerio de Educación otorga el título a quienes culminan con éxito la sucesión de exámenes, elevándolos a la categoría de profesionales, que son la columna vertebral de las jerarquías modernas, públicas o privadas. Y el examen es la puerta por la que se accede a ellas. Hay otras vías de acceso, pero son “coladeros”, “enchufes”. Nadie, ni aún los/as enchufadas, niegan su injusticia, pues vulnera la igualdad de oportunidades. Pero su rechazo sirve por lo general para dejar incólume el principio jerárquico, haciéndolo pasar por justo y equitativo: como cuando el examinador, al castigar al alumno que copia, está premiando simultáneamente a quienes, no copiando, asumen conformes ser clasificados con una nota.
La examinación ha sido perfeccionada en las últimas décadas: ha quedado atrás la discriminación que segregaba básicamente en dos grupos, aprobados y suspensos, por la que establece un ranking de 0 al 10. En esta modalidad es casi inservible la distinción aprobado/suspenso, sino que establece un escalafón, del primero al último. En coherencia con este incremento de rigor, el Ministerio insta ahora a la evaluación permanente.
Se ha pasado de una situación en la que se tenía claro si se había suspendido o aprobado, a otra en la que nadie sabe si está definitivamente aprobado o irremediablemente suspendido. O lo que es lo mismo, nadie tiene la certeza del nicho jerárquico en que se encuentra. El nuevo régimen examinador es bueno a ojos del Ministerio, porque incrementa la Producción, único dios verdadero desde hace dos siglos.
Nadie escapa al examen en el Ministerio, ni el Primer Ministro/a, que es el primer examinado, aunque, en el último paso, el de su nombramiento, sea por designación. Después que él, todos/as las examinadoras somos sometidas a evaluación permanente: donde el alumnado tiene deberes, tareas, controles y exámenes, nosotros/as tenemos cuartiles y sexenios. Lo de examinar al tiempo que se es examinado no es nuevo: un burócrata chino del año mil dejó escrito que la suya era una vida de exámenes.
¿Pero no es condición humana ser evaluados y evaluar? Lo es: la aprobación, la aceptación es condición necesaria de humanidad. Somos con, somos entre, somos contra. Pero también podemos ser sobre otras, o bajo otras, es decir, sometiendo o sometidos. O ambas cosas, como en nuestro caso: somos examinados y examinamos. Es la jerarquía, que hoy llamamos carrera profesional. No constituye las clases que imagina el marxismo, sino estamentos o escalafones, que son otra cosa. En estos se domina a la par que se es dominada, escalonadamente, mientras que en la teoría de las clases unos son netalemente dominantes y otros solo dominados. Las jerarquías existían mucho antes de Marx, que no las vio: desde las pirámides, su mejor metáfora. Las nuestras, tanto la pública como la privada, solo se singularizan porque tienen su columna vertebral en los/as profesionales.
La relación jerárquica mina el respeto que nos debemos y cercena la justicia como equidad. Sus efectos son imposibles de compendiar aquí, pero señalaré el fundamental: la tendencia que imprime en los examinados/ores a ser estirados y arrogantes con los subordinados y arrugados y dóciles con los superiores. En la enseñanza, el efecto principal del rigor jerárquico es la deriva asignaturesca, como la ha llamado Emilio Lledó: que perjudica el estudio (no la investigación), que debería ser el fin principal de la universidad.
El rigor jerárquico, que hoy se viste de carrera profesional, lleva a que haya alumnos/as que pasen por la universidad sin haber estudiado, acuciados por las tareas de la evaluación permanente. Es lo que ocurre cada vez que el examinando/a se detiene un momento ante cualquier tema y piensa: ¡¡qué interesante!!, ¡cómo me gustaría conocer mejor esto!! Pero se sacude inmediatamente y concluye: “no puedo pararme ahora, ya volveré a ello un día; me acucia prepararme el siguiente examen. En ese momento el Ministerio ha logrado imprimir en el examinado/a lo esencial de su currículum: la razón jerárquica. Por si acaso, el Ministerio se ocupa de que las tareas no se acaben, sino que, superadas unas, impone otras. Pero estudiar es profundizar, es entregarse, por un impulso interior libre, a la búsqueda del entendimiento y la comprensión; es abismarse en la intuición de que hay vínculos de todo con todo; un impulso que, aunque pretende compartirse después, es en origen una experiencia en solitud. Y una actividad autotélica, que se hace por sí misma, no como medio para otro fin. El San Simón de El Greco es quizá la representación más lograda de la persona abismada en el estudio.
Quien escribe es un examinador que huye de ser examinado y no obstante no renuncia a examinar, por cobardía, o por falta de heroísmo. ¿qué autoridad tiene entonces para criticar esta vida de exámenes? Ninguna. Pero, a falta de autoridad, conserva una esperanza para mientras cae la pirámide: que entre las grietas de la jerarquía pervivan otras formas de reconocimiento, de ser con otros: la ayuda mutua, por ejemplo; que, en lugar de hacia el rigor jerárquico y la evaluación permanente, dirijamos nuestro afán al ensanchamiento de los espacios de apoyo mutuo y autonomía trabada en común y, sobre todo, hacia el estudio, que es contemplativo e inútil.
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