Análisis
¿Se puede hacer una política industrial sin nacionalismo?

¿Podemos ampliar el papel del Estado en la economía y al mismo tiempo disminuir su capacidad para la guerra?
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Publicidad de telefonía movil en Madrid. Álvaro Minguito
19 oct 2024 05:39

En los dos primeros años tras la elección de Joe Biden hubo un considerable entusiasmo entre la izquierda por el apoyo de su administración a un papel mayor y más activo del gobierno federal en la economía. Yo mismo me encontraba entre quienes vieron en las ambiciones de la ley Build Back Better y el apoyo decidido a una política industrial una ruptura inesperada con los consensos en política económica de los últimos treinta años.

Biden ha despilfarrado aquella promesa con su apoyo a la campaña israelí de asesinatos masivos en Gaza. Su legado serán las montañas de edificios destruidos y cadáveres de niños que él, con la ayuda de gente como [el secretario de Estado] Anthony Blinken, tanto se ha esforzado por crear.

La administración también ha adoptado un tono trumpista en materia de inmigración, prometiendo “cerrar la frontera” a demandantes de asilo desesperados. E internacionalmente está comprometido con una visión maniquea del mundo donde los Estados Unidos están atrapados en una lucha perpetua por el dominio mundial con rivales como Rusia y China.

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¿Puede la política industrial rescatarse de entre todos estos restos de naufragio? No estoy seguro.

A la hora de la verdad, aquí hay dos preguntas. La primera es: ¿hay una conexión intrínseca entre política industrial y nacionalismo económico porque el apoyo de un país a sus industrias se hace a costa de sus socios comerciales? Y la segunda es: ¿es posible en la práctica aplicar una política industrial sin militarismo? ¿O requiere del apoyo del establishment de seguridad nacional, el único colectivo de peso con derecho a voto a favor de un gobierno más grande y activo?

Como los economistas keynesianos han comprendido desde hace tiempo, el factor más importante en los flujos comerciales son los cambios en los salarios, no en los precios

En la mayor parte del debate en torno a la política industrial se asume que las ganancias de un país han de ser a costa de las pérdidas de otro. Los altos cargos del gobierno de EEUU insisten en la necesidad de ser más competitivos que China en mercados clave y constantemente se quejan de que el apoyo “injusto” de China a sus industrias perjudica a los productores estadounidenses. Los funcionarios europeos formulan quejas similares sobre los Estados Unidos.

Este punto de vista de suma cero de la política comercial es compartido por una influyente corriente de pensamiento en la izquierda, asociada sobre todo con Robert Brenner y sus seguidores. Desde su punto de vista, la economía mundial se enfrenta a una condición permanente de sobreproducción, en la que la inversión industrial en un país deprime la producción y los beneficios en el resto. En las palabras, sin ambages, de Dylan Riley, “el período actual ni siquiera mantiene la esperanza de crecimiento”, permitiendo solamente “una política de redistribución de suma cero”. El desarrollo, en este contexto, no significa más que el desplazamiento de la industria de los países ricos a competidores de menor coste.

Desconozco si alguien en la administración Biden ha leído a Brenner o ha sido influido por él, pero hay ciertamente una similitud en el lenguaje. Las mismas quejas de que la inversión china está exacerbando la sobrecapacidad mundial en la industria podrían venir, casi palabra por palabra, del Departamento de Estado o las páginas de la New Left Review. En términos más generales, hay una sensación compartida de que el deseo de China de industrializarse es, básicamente, ilegítimo. El problema, lamenta Brenner, es que China y otros países en desarrollo han buscado “exportar bienes que ya estaban siendo producidos” en lugar de respetar la “división mundial del trabajo a partir de líneas smithianas” existente, centrándose en exportaciones complementarias a lo que ya estaba produciéndose en el Norte.

Afortunadamente, podemos estar bastante seguros de que esta manera de entender el comercio mundial es equivocada.

Esta visión de suma cero ve los flujos comerciales como si estos estuviesen impulsados por los precios relativos, con productores de menor coste imponiéndose a los de mayor coste en un pool de demanda fijo. Pero como los economistas keynesianos han comprendido desde hace tiempo, el factor más importante en los flujos comerciales son los cambios en los salarios, no en los precios. Lejos de ser fija, la demanda es el elemento más dinámico en el sistema.

Un país que experimenta un boom económico —como consecuencia, quizá, de un incremento en la inversión—verá un rápido crecimiento tanto de la producción como de la demanda. Una parte del gasto adicional recaerá en las importaciones: los países que crecen más rápido tienden en consecuencia a desarrollar déficits comerciales, mientras que los países que crecen lentamente tienden a desarrollar superávits comerciales. (Es cierto que algunos países logran combinar un rápido crecimiento con superávits comerciales, mientras que otros deben moderar la demanda para evitar déficits; pero como ha argumentado el economista británico A.P. Thirlwall, ésta es principalmente la función de qué tipos de bienes producen más que de precios relativos.)

Podemos ver claramente esta dinámica en los Estados Unidos, donde el déficit comercial cae de manera consistente en las recesiones y crece cuando se recupera el crecimiento. Este fenómeno se dio con más fuerza, aunque fue menos obvio inmediatamente, en Europa en los primeros años 2000. Durante la primera década del euro, Alemania desarrolló grandes superávits con otros países europeos que fueron ampliamente atribuidos a la superior competitividad, fruto de la contención salarial y de un crecimiento de la productividad más rápido. Un error: mientras los superávits alemanes con el resto de la Unión Europea pasaron del 2 al 3% del PIB alemán durante los años 2000 no hubo ningún cambio en el porcentaje de los salarios gastado en el resto del bloque en las exportaciones alemanas. Mientras tanto, el porcentaje del salario alemán gastado en las importaciones comunitarias creció.

Si los alemanes estaban comprando más del resto de la Unión Europea y los europeos no-alemanes estaban comprando la misma cantidad de Alemania, ¿cómo es posible que los superávits comerciales alemanes con Europa se incrementasen? La respuesta es que el gasto total estaba creciendo mucho más rápido en el resto de Europa. Los superávits alemanes eran el resultado de la austeridad y el estancamiento en el país, no de su competitividad. Si Alemania hubiese adoptado un programa para impulsar la inversión verde durante los años 2000, sus superávits comerciales habrían sido menores, no mayores. Lo mismo ocurrió en sentido contrario tras la crisis: los países de Europa meridional rápidamente pusieron fin a sus grandes déficits comerciales sin mejorar sus exportaciones, puesto que las profundas caídas en los salarios y el gasto social hicieron descender sus importaciones.

Puede que parezca que los desequilibrios comerciales de Europa hace una década queden lejos de los debates actuales sobre política industrial. Sin embargo, ilustran un aspecto crucial. Cuando un país adopta políticas para impulsar las inversiones, crea una nueva demanda en su economía. Y las importaciones adicionales atraídas por esta demanda posiblemente superarán a cualquiera que sean las ventajas que se ganan en el sector particular donde la inversión ha sido subvencionada. Medidas como la Inflation Reduction Act (IRA), CHIPS y la Science Act puede que, eventualmente, impulsen las exportaciones netas de los Estados Unidos en los sectores específicos a los que se dirigen, pero también incrementan la demanda de todo lo demás.

Lo que hace a China excepcional es la diversidad y la sofisticación de las mercancías que produce en relación a su nivel salarial

Por este motivo una perspectiva de suma cero de la política industrial es equivocada. Si los Estados Unidos logran impulsar con éxito la inversión en, pongamos por caso, la producción de turbinas de viento, probablemente impulsará la exportación neta de turbinas. Pero también elevará las importaciones de otras cosas, no solamente del material necesario para la fabricación de las turbinas, sino de todas las mercancías adquiridas por todo el mundo cuyo salario se vea incrementado con este nuevo gasto. Para la mayoría de socios comerciales de los Estados Unidos el aumento en la demanda general importará mucho más que la mayor competitividad estadounidense en unos pocos sectores concretos.

China podría parecer una excepción de este patrón. Ha combinado un boom en inversión con persistentes superávits comerciales gracias a una actualización cualitativa muy rápida de su base industrial. Para la mayoría de los países de ingresos medios y bajos, un crecimiento rápido en los salarios conduce a un crecimiento desproporcionado en la demanda de manufacturas más avanzadas que ellos mismos no pueden producir. Ése no ha sido el caso de China. Como economistas como Dani Rodrik han demostrado, lo que hace a China excepcional es la diversidad y la sofisticación de las mercancías que produce en relación a su nivel salarial. Ése es el motivo por el que ha sido capaz de mantener superávits comerciales mientras crecía rápidamente.

Aunque a los altos cargos de la administración Biden y a sus aliados les gusta atribuir el éxito de China a la contención salarial, la realidad es más bien la opuesta. Como investigadores especializados en desigualdad como Branko Milanovic y Thomas Piketty han documentado, lo que destaca del crecimiento de China es la amplitud con la que se ha compartido. La China del siglo XXI, a diferencia de los Estados Unidos o Europa occidental, ha visto un sustancial crecimiento salarial incluso para quienes se encuentran en los últimos peldaños de la escalera de la distribución salarial.

Más importante todavía en este argumento es que China no solamente ha incrementado enormemente su capacidad industrial, sino que también ha sido una enorme fuente de demanda. Ésta es una cuestión clave que ha sido obviada por quienes ven una competición de suma cero por los mercados. Téngase en cuenta el caso de los automóviles. Ya en 2010 China era el mayor productor de automóviles del mundo, fabricando casi el doble de vehículos que los Estados Unidos, una posición que ha mantenido desde entonces. Sin embargo, este incremento de la producción ha ido acompañado de un incremento aún mayor del consumo de automóviles, al punto que China ha seguido siendo un importador neto de automóviles hasta el año 2022. El tremendo crecimiento de la industria automovilística de China no ha sido a expensas de la producción en otro lugar: simplemente se fabrican y se venden más coches.

Todo esto se aplica todavía más a las industrias verdes que hoy son el foco de debate sobre la política industrial actual. Ha habido un enorme incremento en la producción —especialmente en China, aunque no exclusivamente—, pero ha habido un crecimiento igualmente enorme en el gasto. A nivel mundial, la generación de energía solar se ha multiplicado por cien en los últimos quince años, la eólica por diez. Y no hay ningún indicio de que este crecimiento vaya a enfriarse. Hablar de un exceso de capacidad en este sector es una extravagancia. En un discurso reciente, el subsecretario del Tesoro Jay Shambaugh se quejó de que China planea producir más baterías de ion-litio y placas solares de las requeridas para alcanzar los objetivos de cero emisiones. Pero si las tecnologías necesarias llegan en línea lo suficientemente rápido, no hay ningún motivo para que no lo podamos hacer mejor. ¿O es que a Shambaugh le preocupa que el mundo se descarbonice demasiado deprisa?

Incluso en estrechos términos económicos, hay efectos positivos del fuerte de empuje de China en materia de tecnología verde. China puede ganar un porcentaje mayor del mercado para baterías o paneles solares —aunque, de nuevo, es importante destacar que este mercado es cualquier cosa menos fijo en su tamaño—, pero el gasto en inversión en el sector creará una demanda en otra parte, para beneficio de los países que exportan a China. Las mejoras tecnológicas también pueden difundirse rápidamente. Un reciente estudio del National Bureau of Economic Research sobre política industrial en semiconductores encontró que cuando los gobiernos adoptan políticas para apoyar a su propia industria son capaces de incrementar significativamente la productividad, pero gracias al carácter internacional de la producción de chips los beneficios son casi tan grandes para los países que comercian con ellos. Irónicamente, como observan Tim Sahay y Kate Mackenzie, los Estados Unidos van camino de perder exactamente estos beneficios gracias a la hostilidad de la administración Biden a la inversión por parte de empresas chinas.

Nada de esto equivale a decir que otros países no se enfrentan a disrupciones o desafíos debido al crecimiento de China, o a las políticas para apoyar a sectores industriales concretos en los Estados Unidos o en cualquier otro lugar. La clave es que estas disrupciones pueden gestionarse. La demanda que se pierde en un sector puede compensarse con una demanda incrementada en otro lugar. Los subsidios en un país pueden igualarse con subsidios en otro. Es más, en ausencia de cualquier autoridad global que coordine la inversión verde, una carrera de subsidios puede ser la mejor manera de acelerar la descarbonización.

En materia de economía, pues, no hay ningún motivo por el que la política industrial tenga que implicar un programa nacionalista de nosotros-contra-ellos o un conflicto agravado entre los Estados Unidos y China. En materia de política, por desgracia, este vínculo puede ser más estrecho.

Una guerra abierta entre los Estados Unidos y China (o Rusia) sería posiblemente el único escenario todavía peor para la humanidad que un cambio climático incontrolado

Están, ciertamente, vinculados en la retórica de la administración Biden. En la práctica toda iniciativa, por lo que parece ahora, está marcada por la necesidad de hacer frente a la amenaza de rivales extranjeros. Un objetivo central de la Ley CHIPS es no solamente reducir la dependencia estadounidense de las importaciones chinas, sino cerrarle el paso a China en tecnologías en las que los Estados Unidos aún tiene el liderazgo. Mientras tanto, se nos vende la entrega de armas a Ucrania como una forma de estímulo. Esta posición militarista está profundamente inscrita en el ADN de la Bidenomics: antes de ser el asesor de Biden en seguridad nacional, Jake Sullivan dirigió un think tank cuya visión de “una política exterior para la clase media” era “Rusia, Rusia, Rusia, y China, China, China”. Thea Riofrancos ha denominado a esta manera de pensar “el nexo entre seguridad y sostenibilidad (security-sustainability nexus).” ¿Es su dominio actual en la política estadounidense un resultado contingente, la consecuencia, quizá, de personas en concreto que han terminado en posiciones de responsabilidad en la administración Biden? Y si es así, ¿podemos imaginarnos una política industrial estadounidense en la que los ‘halcones’ hacia China no están al mando?

En un reciente artículo académico, Benjamin Braun y Daniel Gabor argumentan que es “la prominencia de la competición geopolítica” con China la que ha permitido a los Estados Unidos ir tan lejos con la política industrial como lo ha hecho. En ausencia de una mayor presión popular y una mayor reordenación política, sugieren los autores, la única manera en que “los planificadores verdes” pueden superar la resistencia, profundamente arraigada, a un gobierno mayor es a través de una alianza con los “halcones geopolíticos”.

Muchos de nosotros hemos señalado la movilización económica en la Segunda Guerra Mundial como modelo para una rápida descabonización de la economía estadounidense mediante la inversión pública. Es un ejemplo atractivo, puesto que combina la expansión y la redirección más rápidas de la actividad económica en la historia de los Estados Unidos y lo más cerca que ha estado el país de la economía planificada. Pero teniendo en cuenta la peligrosa imbricación de la política industrial con la guerra y el imperio, es un modelo que quizá no queramos invocar.

Por otra parte, la crisis climática es una cuestión urgente. Y los argumentos que piden una intervención pública más directa en la dirección de las inversiones son más sólidos que nunca. Puede decirse sin miedo a equivocarse que ni el boom histórico en la nueva construcción de fábricas ni el rápido crecimiento en la energía solar (a la que corresponde la mayor parte de la nueva capacidad de generación eléctrica agregada en 2024) habrían ocurrido sin la IRA [siglas de la Ley de Reducción de la Inflación de 2022]. Es fácil ver cómo los activistas medioambientales podrían estar tentados de cerrar un acuerdo faustiano con el aparato de seguridad nacional si ésa es la única manera de que se aprueben este tipo de medidas.

Personalmente, me gustaría evitar este pacto con el demonio en particular. Creo que deberíamos oponernos a cualquier política que persiga reforzar el conflicto de los Estados Unidos vis-à-vis con China y rechazar la idea de que la supremacía militar estadounidense es algo en interés de la humanidad. Una guerra abierta entre los Estados Unidos y China (o Rusia) sería posiblemente el único escenario todavía peor para la humanidad que un cambio climático incontrolado. Incluso si la nueva guerra fría puede mantenerse a baja temperatura —y eso es algo que no puede darse por hecho— el aspecto verde de la política industrial posiblemente perderá terreno cuando entre en conflicto con los objetivos de seguridad nacional, como hemos visto recientemente con las aranceles de Biden a las placas solares y baterías y vehículos eléctricos procedentes de China. El encuestador Demócrata David Shor recientemente tuiteó que “preferiría vivir antes en un mundo en el que veamos un aumento de la temperatura de cuatro grados que en uno en el que China es la potencia hegemónica.” Cabe suponer que los altos cargos de la administración no lo expresarán de una manera tan cruda, pero es bastante seguro decir que muchos de ellos piensan exactamente lo mismo.

Adam Tooze ha observado que los socialistas históricamente han favorecido los presupuestos equilibrados, porque esperaban, no sin razón, que el principal beneficiario de unas reglas fiscales más laxas sería el ejército. La gran cuestión sobre la política industrial, hoy, es si esta lógica todavía sigue sirviendo o si una expansión del papel del Estado puede combinarse con una disminución de su capacidad para la guerra.

Dissent Magazine
Artículo original: Industrial Policy Without Nationalism, publicado por Dissent Magazine y traducido con permiso expreso por El Salto.

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