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Sidecar
Un régimen de guerra global
En nuestra opinión hemos entrado en un periodo de guerras sin fin, que se extienden por todo el planeta y perturban incluso los nodos centrales del sistema-mundo capitalista. Cada conflicto contemporáneo tiene su propia genealogía y sus propios envites, pero merece la pena dar un paso atrás y situarlos en un marco más amplio. Nuestra hipótesis es que está surgiendo un régimen de guerra global en el que la gobernanza y las administraciones militares están estrechamente entrelazadas con las estructuras capitalistas. Para comprender la dinámica de las guerras individuales y formular un proyecto adecuado de resistencia es necesario entender los contornos de este régimen.
Las fronteras entre lo económico y lo militar son cada vez más difusas. En algunos sectores económicos son indistinguibles
Tanto la retórica como las prácticas de la guerra global han cambiado drásticamente desde principios de la década de 2000, cuando «Estado canalla» y «Estado fallido» eran dos conceptos ideológicos clave para explicar el estallido de conflictos militares, que por definición se limitaban a la periferia del sistema-mundo capitalista, lo cual presuponía un sistema internacional de gobernanza estable y eficaz, dirigido por los Estados-nación dominantes y las instituciones mundiales. Hoy ese sistema está en crisis y es incapaz de mantener el orden. Los conflictos armados, como los de Ucrania y Gaza, están atrayendo a algunos de los actores más poderosos de la escena internacional, lo cual invoca el espectro de la escalada nuclear. El modelo de los sistemas-mundo ha considerado normalmente estas perturbaciones como signos de una transición hegemónica, como sucedió cuando las guerras mundiales del siglo XX marcaron el paso de la hegemonía mundial británica a la estadounidense, pero en el contexto actual la interrupción no presagia ninguna transferencia de poder; el declive de la hegemonía estadounidense simplemente inaugura un periodo en el que la crisis se ha convertido en la norma.
Proponemos el concepto de «régimen de guerra» para comprender la naturaleza de este periodo, lo cual puede percibirse ante todo en la militarización de la vida económica y su creciente alineación con las exigencias de la «seguridad nacional». No sólo se destina más gasto público a armamento; el desarrollo económico en su conjunto, como escribe Raúl Sánchez Cedillo, está cada vez más moldeado por lógicas militares y de seguridad. Los extraordinarios avances de la inteligencia artificial están en gran parte impulsados por intereses militares y por las tecnologías concebidas para ser aplicadas en la guerra. Del mismo modo, los circuitos e infraestructuras logísticas se están adaptando a los conflictos bélicos y a las operaciones armadas. Las fronteras entre lo económico y lo militar son cada vez más difusas. En algunos sectores económicos son indistinguibles.
El régimen de guerra también se manifiesta en la militarización del campo social. En ocasiones ello adopta la forma explícita de la supresión de la disidencia y de la confluencia en torno a la bandera, pero también se manifiesta en el intento más general de fortalecer la obediencia a la autoridad en múltiples niveles sociales. Las críticas feministas a la militarización llevan mucho tiempo destacando no sólo las formas tóxicas de masculinidad que esta moviliza, sino también la influencia distorsionadora de la lógica militar en todas las relaciones y conflictos sociales. Varias figuras de la derecha –Bolsonaro, Putin, Duterte– establecen una clara conexión entre su ethos militarista y su apoyo a las jerarquías sociales. Incluso cuando ello no se articula explícitamente, podemos observar la propagación de un repertorio político reaccionario que combina el militarismo con la represión social: fortalecimiento de las jerarquías raciales y de género, ataque y exclusión de los migrantes, prohibición o restricción del acceso al aborto y socavamiento de los derechos de gays, lesbianas y trans, todo ello invocando a menudo la amenaza de una guerra civil inminente.
El incesante desfile de enfrentamientos armados, grandes y pequeños, sirve para apuntalar una estructura de gobernanza militarizada que adopta diferentes formas en distintos lugares
Otra vía conceptual que nos lleva a reconocer este régimen de guerra parte de la aparente paradoja ínsita en los continuos fracasos de las recientes campañas bélicas protagonizadas por la potencia hegemónica. Desde hace al menos medio siglo, el ejército estadounidense, a pesar de ser la fuerza de combate más pródigamente financiada y tecnológicamente avanzada del planeta, no ha hecho otra cosa que perder guerras, de Vietnam a Afganistán e Iraq. El símbolo de tal fracaso es el helicóptero militar que se lleva a los últimos efectivos estadounidenses, dejando a su paso un paisaje devastado. ¿Por qué sigue fracasando una maquinaria bélica tan poderosa? Una respuesta obvia es que Estados Unidos ya no es la potencia hegemónica imperialista que algunos siguen creyendo que es. Sin embargo, esta dinámica de fracaso también revela la estructura de poder global que estos conflictos contribuyen a sostener. En este sentido, merece la pena recordar el trabajo de Foucault sobre los continuos fracasos de la prisión a la hora de cumplir sus objetivos declarados. Desde su creación, señala, el sistema penitenciario, supuestamente dedicado a corregir y transformar los comportamientos delictivos, ha hecho repetidamente lo contrario: aumentar la reincidencia, convertir a los delincuentes en criminales, etcétera. «Quizá —sugiere Foucault— habría que invertir el problema y preguntarse para qué sirve el fracaso de la prisión […]. Tal vez habría que buscar lo que se esconde bajo el aparente cinismo de la institución penal». En este caso, también deberíamos invertir el problema y preguntarnos para qué sirven los fracasos de la maquinaria bélica, qué se oculta bajo sus objetivos aparentes. Lo que descubrimos al hacerlo no es una cábala de líderes militares y políticos conspirando a puerta cerrada, sino por el contrario lo que Foucault llamaría un proyecto de gobernanza. El incesante desfile de enfrentamientos armados, grandes y pequeños, sirve para apuntalar una estructura de gobernanza militarizada que adopta diferentes formas en distintos lugares y que está guiada por una estructura de fuerzas multidimensional, que incluye a los Estados-nación dominantes, a las instituciones supranacionales y a los sectores del capital en competencia, que a veces se alinean y a veces entran en conflicto.
Guerra, capital y logística
La íntima relación existente entre la guerra y los circuitos del capital no es nada nuevo. La logística moderna tiene una genealogía militar, que hunde sus raíces en los esfuerzos coloniales y la trata de esclavos en el Atlántico. Sin embargo, la actual coyuntura mundial se caracteriza por la creciente imbricación de la «geopolítica» y la «geoeconomía» al hilo de una constante organización y reorganización de los espacios de valorización y acumulación de capital, que se entrecruzan con la disputada distribución del poder político a escala planetaria.
Historia
Marcus Rediker “La violencia de la esclavitud fue fundamental en el ascenso del capitalismo”
Los problemas logísticos de la pandemia de la covid-19 prepararon el terreno para una serie de perturbaciones militares posteriores. Las imágenes de contenedores atascados en los puertos indicaban que el comercio mundial se había esclerotizado. Las grandes empresas hicieron frenéticos intentos de hacer frente a la crisis, reconsolidando viejas rutas o abriendo otras nuevas. Tras ello se produjo la invasión de Ucrania y las consiguientes disrupciones logísticas. El comercio de petróleo y gas que fluía de Rusia a Alemania fue una de las principales víctimas de la guerra, especialmente tras el espectacular sabotaje de los oleoductos Nord Stream en el mar Báltico, que renovó las conversaciones sobre el «nearshoring» o «friendshoring» [la relocalización de la actividad productiva en países próximos o amigos] como estrategia para alejar a las economías occidentales del suministro energético controlado por Moscú. La guerra también frenó el flujo de trigo, maíz y semillas oleaginosas. Los precios de la energía se dispararon en Europa; los alimentos básicos escasearon en África y América Latina; las tensiones aumentaron entre Polonia, la República Checa y Ucrania tras la supresión de los límites a la exportación de productos agrícolas ucranianos. La economía alemana está estancada y otros Estados miembros de la UE se han visto obligados a reorganizar su abastecimiento energético cerrando acuerdos con países del norte de África. Rusia ha reorientado sus exportaciones energéticas hacia el este, principalmente a China y la India. Las nuevas rutas comerciales —a través de Georgia, por ejemplo— le han permitido eludir, al menos parcialmente, las sanciones occidentales. Esta reorganización de los espacios logísticos es claramente una de las principales apuestas del conflicto.
El sistema en su conjunto se halla acosado por una creciente fragmentación espacial y la aparición de geografías impredecibles
También en Gaza, las reorganizaciones logísticas e infraestructurales son decisivas, aunque a menudo queden oscurecidas por el insoportable espectáculo de la matanza allí perpetrada por Israel. Estados Unidos esperaba que el Corredor Económico India-Oriente Próximo-Europa, que se extiende desde la India hasta Europa a través de Emiratos Árabes Unidos, Arabia Saudí, Jordania, Israel y Grecia, fortalecería su influencia económica regional y contrarrestaría la Iniciativa de la Franja y de la Ruta lanzada por China, lo cual dependía, sin embargo, del proyecto de normalización de las relaciones árabe-israelíes, que puede haberse visto fatalmente socavadas por la guerra en curso. Además, los ataques de los hutíes en el Mar Rojo han obligado a las principales compañías navieras a evitar el Canal de Suez y a utilizar rutas más largas y costosas. El ejército estadounidense está construyendo ahora un puerto frente a la costa de Gaza, supuestamente para facilitar las entregas de ayuda, aunque las organizaciones palestinas afirman que su finalidad última es facilitar la limpieza étnica.
Así pues, los combates en Ucrania y Gaza ejemplifican la remodelación mundial de los espacios del capital. Se están remodelando lugares clave de circulación, bajo el actual régimen de guerra, mediante la intervención activa de los Estados-nación, lo cual implica el entrecruzamiento de lógicas políticas y económicas: un fenómeno que es aún más evidente en la región del Indo-Pacífico, donde las crecientes tensiones registradas en el Mar de China Meridional y alianzas militares como AUKUS están influyendo en redes económicas como la Comprehensive and Progressive Trans-Pacific Partnership. En este período de transición, cada conflicto o interrupción de la cadena de suministros puede beneficiar a tal o cual Estado o actor capitalista. Sin embargo, el sistema en su conjunto se halla acosado por una creciente fragmentación espacial y la aparición de geografías impredecibles.
¿Palestina global?
En la oposición al régimen de guerra global, los llamamientos al alto el fuego y los embargos de armas son esenciales, pero el momento actual también exige una política internacionalista coherente. Lo que necesitamos son prácticas coordinadas de deserción a través de las cuales la gente pueda apartarse radicalmente del statu quo. En el momento de escribir estas líneas, el movimiento mundial de solidaridad con Palestina es el que más claramente prefigura este proyecto.
En los siglos XIX y XX el internacionalismo se concebía a menudo como solidaridad entre proyectos nacionales. Esto sigue siendo cierto en la actualidad, como en el caso de la denuncia presentada por Sudáfrica contra Israel por «conducta genocida» ante la el Tribunal Internacional de Justicia. Sin embargo, el concepto de liberación nacional, que sirvió de fundamento a las luchas anticoloniales del pasado, parece cada vez más inalcanzable. Aunque la lucha por la autodeterminación palestina continúa, las perspectivas de una solución de dos Estados y de un Estado palestino soberano son cada vez menos realistas. ¿Cómo configurar entonces un proyecto de liberación sin asumir la soberanía nacional como meta? Lo que hay que renovar y ampliar, inspirándose en ciertas tradiciones marxistas y panafricanistas, es una forma no nacional de internacionalismo capaz de enfrentarse a los circuitos globales del capital contemporáneo.
El internacionalismo no es cosmopolitismo, es decir, requiere una base material, específica y local en lugar de pretensiones abstractas de universalismo, lo cual no excluye las potestades de los Estados-nación, sino que las sitúa en un contexto más amplio. Un movimiento de resistencia adecuado para la década de 2020 incluiría una serie de fuerzas, como organizaciones locales y urbanas, estructuras nacionales y actores regionales. Las luchas de liberación kurdas, por ejemplo, atraviesan las fronteras nacionales y las fronteras sociales en Turquía, Siria, Irán e Iraq. Los movimientos indígenas de los Andes también atraviesan estas divisiones, mientras que las coaliciones feministas de América Latina y otras regiones ofrecen un poderoso modelo de internacionalismo no nacional.
Las movilizaciones contra la masacre de Gaza, que brotan en las calles de las ciudades y en los campus universitarios de todo el mundo, presagian la formación de una «Palestina global»
La deserción, que designa una serie de prácticas de huida, ha sido durante mucho tiempo una táctica privilegiada de resistencia a la guerra. No sólo los soldados, sino la totalidad de los miembros de una sociedad pueden resistir simplemente sustrayéndose al proyecto bélico. Para un combatiente de las Fuerzas de Defensa Israelíes, del ejército ruso o del ejército estadounidense, esto sigue siendo un acto político significativo, aunque en la práctica pueda resultar extremadamente difícil llevarlo a cabo. También podría ser el caso de los soldados ucranianos, aunque su posición es muy diferente. Sin embargo, para quienes están atrapados en la Franja de Gaza la deserción apenas constituye una opción. Así pues, la deserción del actual régimen de guerra debe concebirse de forma diferente a los modos tradicionales. Este régimen, como ya hemos señalado, rebasa las fronteras nacionales y las estructuras de gobierno. En la Unión Europea, uno puede oponerse a su gobierno nacional y a sus posiciones patrioteras, pero también debe enfrentarse a las estructuras supranacionales del propio bloque comercial, reconociendo al mismo tiempo que ni siquiera Europa en su conjunto es un actor soberano en estas guerras. En Estados Unidos, las estructuras de toma de las decisiones militares y del uso de las fuerzas de combate también desbordan las fronteras nacionales e incluyen una amplia red de actores nacionales y no nacionales.
¿Cómo se puede desertar de una estructura tan diversificada? Los gestos locales e individuales tienen poco efecto. Las condiciones de una praxis eficaz deben pasar por el rechazo colectivo organizado en circuitos internacionales. Las protestas masivas contra la invasión estadounidense de Iraq, que tuvieron lugar en ciudades de todo el mundo el 15 de febrero de 2003, han identificado correctamente la formación supranacional de la maquinaria bélica y anunciado la posibilidad de un nuevo actor internacionalista y antibelicista. Aunque no han conseguido detener el asalto, sí han creado un precedente para futuras prácticas de sustracción masiva. Dos décadas después, las movilizaciones contra la masacre de Gaza, que brotan en las calles de las ciudades y en los campus universitarios de todo el mundo, presagian la formación de una «Palestina global».
Uno de los principales obstáculos para una política internacionalista liberadora de este tipo es el campismo, esto es, el enfoque ideológico que reduce el terreno político a dos campos opuestos y que a menudo acaba afirmando que el enemigo de nuestro enemigo debe ser nuestro amigo. Algunos defensores de la causa palestina celebran, o al menos evitan criticar, a cualquier actor que se oponga a la ocupación israelí, incluido Irán y sus aliados en la región. Aunque se trata de un impulso comprensible en la coyuntura actual, cuando la población de Gaza está al borde de la inanición y sometida a una violencia atroz, la lógica geopolítica binaria del campismo conduce en última instancia a la identificación con fuerzas opresoras que socavan la liberación. En lugar de apoyar a Irán o a sus aliados, incluso retóricamente, un proyecto internacionalista debería, por el contrario, vincular las luchas de solidaridad con Palestina a las luchas de movimientos como «mujer, vida, libertad», que desafiaron a la República Islámica. En resumen, la lucha contra el régimen de guerra no sólo debe tratar de interrumpir la actual constelación de guerras, sino también llevar a cabo una transformación social más amplia.
El internacionalismo, pues, debe surgir desde abajo, a medida que los proyectos de liberación locales y regionales encuentren medios para luchar unos junto a otros. Pero también implica un proceso inverso. Debe aspirar a crear un lenguaje de liberación que pueda reconocerse, reflejarse y elaborarse en diversos contextos: una máquina de traducción continua, por así decirlo, que pueda reunir contextos y subjetividades heterogéneos. Un nuevo internacionalismo no debería asumir ni aspirar a ninguna homogeneidad global, sino combinar experiencias y estructuras locales y regionales radicalmente diferentes. Dadas la fractura del sistema global, la disrupción de los espacios estratégicos de acumulación de capital y la articulación de la geopolítica y la geoeconomía, todo lo cual ha sentado las bases para el surgimiento del régimen de guerra como forma privilegiada de gobernanza, el proyecto de deserción requiere nada menos que una estrategia internacionalista para rehacer el mundo.