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Militarismo
No habrá seguridad sin justicia social
Los contextos de incertidumbre económica y la sensación de inseguridad material de la población son aprovechados por las derechas para extender los discursos de odio, alimentar conflictos innecesarios, justificar la militarización de las sociedades y proteger así al verdadero causante de la inseguridad: el capital.
Desde una perspectiva feminista, la seguridad se entiende no sólo como la ausencia de violencia militar, sino también de violencias económicas, institucionales y sexuales. Violencias que están relacionadas entre sí y cuyo antídoto pasa necesariamente por poner en valor los cuidados en su sentido más amplio.
Frente a un modelo de seguridad nacional que busca proteger los intereses de las élites económicas o las fronteras, el feminismo pacifista defiende que lo que hay que proteger es la vida de las personas. Lo explica con ejemplos muy claros una de las fundadoras del Centre d’Estudis per la Pau J.M. Delàs, Tica Font: “Las personas deben sentirse seguras en el sentido de que, pase lo que pase, recibirán un salario para poder seguir viviendo; que si enferman tendrán acceso a la medicina; que tendrán asegurada la educación; que podrán vivir en un medio ambiente seguro, para tu salud, tu alimentación y para tu disfrute; seguridad de participación social y política, sin miedo a ser reprimidas”.
Sin embargo, el concepto hegemónico de seguridad se refiere exclusivamente a la violencia física. Por eso los grandes medios de comunicación dicen que, en la ejecución de un desahucio, las violentas son las personas que se interponen entre la policía y la familia en situación de vulnerabilidad. No los Cuerpos de Seguridad del Estado rompiendo la puerta. No el juez que sentencia el desalojo. No la ley que no garantiza el derecho a la vivienda. No el banco o el fondo buitre que se lucran acaparando el suelo del que otros son expulsados.
Cuando hablamos de construcción de paz, hablamos de algo que va mucho más allá de la simple ausencia de guerra. Nos referimos a la paz positiva como un proceso que busca también la justicia, la igualdad, el respeto a la naturaleza y a los derechos humanos. Esa paz positiva se fundamenta en el diálogo, la empatía, la solidaridad, el respeto a la diversidad, y la interdependencia.
Discursos de odio para blindar a las élites
El objetivo del sistema capitalista heteropatriarcal es que los pocos que lo controlan sigan acumulando riqueza a costa del resto. Partiendo de esa base, la gran amenaza para ese sistema es que disminuyan los beneficios de esos acaparadores. Lo que el sistema protege no es a las personas, es al capital.
Todo lo demás es teatro. Para que olvidemos que somos explotadas en todos los rincones del mundo para que gente como Jeff Bezos pueda hacer excursiones al espacio, nos llenan las redes, las televisiones, los parlamentos y las calles de discursos de odio, para intentar convencernos de que el enemigo es el musulmán, el negro o la gitana. Para que odiemos a las personas con menos recursos, las más vulnerables. Como si tuviéramos más en común con Bezos, Tesla o Galán.
En palabras de la politóloga e investigadora austriaca Judith Goetz, especialista en Ideologías y Políticas de la Desigualdad, “donde la extrema derecha del pasado hablaba de Volkstod (muerte del pueblo) o Umvolkung (“inversión étnica”), habla ahora de "Gran Reemplazo”. Esta teoría del Gran Reemplazo, que para la gente que no habita en el odio puede sonar a marcianada conspiranoica, tiene un profundo trasfondo sistémico. Esta teoría de la ultraderecha más fundamentalista arguye que la cultura occidental peligra por la conjunción de dos fenómenos: la migración y el feminismo. La llegada - según ellos - masiva de inmigrantes (no blancos, no católicos), y el hecho de que las mujeres blancas tengan cada vez menos hijos -según ellos, -por culpa del feminismo, hace que el futuro de Europa sea mestizo y no blanco. Cosa que - según ellos - es un problema. La periodista y antropóloga Nuria Alabao da en el clavo cuando señala que “esta teoría está detrás de todos los discursos racistas y antifeministas de la ultraderecha, y activa una doble ofensiva, puesto que tiene en su punto de mira a mujeres y migrantes. Casualmente, las dos fuentes de mano de obra baratas”.
Por tanto, esos discursos de odio tienen una lectura totalmente material. “La extrema derecha condensa en términos culturales las inseguridades vitales que se producen como consecuencia del avance del neoliberalismo. Los sentimientos de incertidumbre y de miedo provocados por el deterioro de las condiciones de vida, son reinterpretados como crisis de valores tradicionales: familia tradicional, patria, raza”, explica Alabao. De este modo, desvían el foco del problema real: el de la necesidad de redistribución de la riqueza.
La justicia social es imprescindible para neutralizar esos discursos, hacer frente a la ultraderecha y conseguir una paz positiva. Incluso para lograr la simple ausencia de violencia física es necesaria la justicia social. Los discursos de odio tienen por objetivo defender el status quo y el acaparamiento de los recursos por parte de las élites. Las consecuencias para la mayor parte de la población son la discriminación, el despojo, la explotación, y en muchos casos la muerte.
Por eso es tan urgente que algunos abandonen la idea de que unas vidas valen más que otras. Si el Presidente del gobierno defiende que una operación policial que acaba con más de 20 personas asesinadas y amontonadas es un buen trabajo, ese Presidente está defendiendo que las vidas de esas personas no importan. No valen. Molestan.
Disputar el concepto de seguridad
Quienes defendemos los Derechos Humanos no podemos dejar de clamar que la seguridad es otra cosa, y que otra gestión fronteriza no sólo es posible, sino que es necesaria. La celeridad de los tiempos nos permite comparar el caso de la masacre de Melilla con las medidas adoptadas por la UE hace apenas 4 meses con las refugiadas ucranianas. Ese racismo institucional, esa necropolítica, es sustrato indispensable para hacer enraizar el discurso de odio de la extrema derecha. Construir la paz es abrir vías seguras para todas las personas que huyen de la guerra, del hambre. Construir la paz es dejar de legislar para las multinacionales que esquilman las tierras, los minerales, los mares y las reservas de agua dulce del sur global. Dejar de provocar esas guerras, esas hambrunas, y apoyar a las producciones locales, responsables social y ecológicamente. Construir la paz sería abolir la ley de extranjería, e igualar los derechos laborales de las trabajadoras del hogar y los cuidados a las del régimen general. Por poner algunos ejemplos.
Debemos entender que la seguridad del país, o la de las calles, no se conseguirá con más presencia policial, ni con muros más altos, sino con igualdad de derechos para todas las personas y garantizando el acceso igualitario a la cobertura de todas las necesidades básicas. Del mismo modo que el problema de la vivienda en Europa no es la okupación sino la especulación; el problema de seguridad que nos amenaza no son las fronteras sino la progresiva desaparición de los servicios públicos.
La concepción de seguridad que elijamos es importante porque de ella dependen las asignaciones presupuestarias que estimen los distintos gobiernos. Durante la primera etapa de la pandemia por Covid19, cuando no había sitio en las UCIs -ni en las morgues- cuando tanta gente murió por no tener acceso a un respirador, el Gobierno de España tenía aparcados más de 100 tanques Leopard 2E. Por el valor de cada uno de esos tanques se podrían haber adquirido 40 respiradores. Es sólo un ejemplo. Existen retos para nuestra seguridad a los que no se le está prestando la necesaria atención mediática, política ni institucional, como son el energético, el climático, o el sanitario. Por el contrario, el único pacto internacional de inversión presupuestaria es el de la OTAN, que obliga a todos los estados miembros a gastar como mínimo el 2% de su Producto Interior Bruto en armamento.