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Relato
El cumpleaños
Los sándwiches estaban preparados. También los platos de cristal marrón oscuro, llenos de bolitas de queso y gusanitos naranjas. Había botellas de dos litros de Fanta y Coca-Cola, y vasos dispuestos en torres inclinadas, de casi medio metro sobre el nivel de la mesa. El local se mantenía muy fresco, y eso que era junio, y el calor a las puertas del verano había empezado a apretar. Las tardes ahora duraban tanto que la promesa de una fiesta de cumpleaños tras el fin de curso en los colegios era un motivo para la alegría.
Gracias a un ladrón simple había conectados al mismo tiempo un ventilador y un radiocasete con dos altavoces enormes. El aparato tenía lector de cintas y de CD, aunque de estos últimos casi no tenía. La muchacha, que deseaba tenerlo todo listo antes de que llegase la gente, trasteaba con el radiocasete y las cintas, ubicaba las canciones que preveía iban a ser las del verano, y comprobaba que el volumen estuviese lo suficientemente alto para que pudiera oírse desde todos los rincones.
Sus padres habían alquilado el local, que olía a polvo y a cemento, por mil duros. La chica lo sabía porque había oído discutir a sus progenitores en torno a la cuantía. Para la madre era una especie de inversión en la felicidad de la pequeña, que cumplía su primera década de vida; pero para el padre era absurdo gastar dinero en un alquiler y tener un horario cerrado, en vez de gastarlo por ejemplo en un regalo mejor, como en una bicicleta nueva con luces y timbre.
En las paredes del local no había nada. Ni cuadros ni carteles de películas. No había ni un manido póster de Ricky Martin, que era el cantante del momento e invadía las paredes de casi todos los cuartos de adolescentes. Eso disgustó a la cumpleañera, que decidió no protestar delante de sus padres y guardarse la crítica para sus adentros.
El reloj marcó las seis, pero por la puerta todavía no había entrado nadie. Hacía días que no veía a sus compañeros de clase y se sentía impaciente. A David, un chico que estaba a punto de mudarse lejos, a otro país, no lo extrañaba. De hecho, si pudiera elegir, preferiría que no viniese porque hacía poco, en una discusión en los pasillos de la escuela, él terminó tirándole un escupitajo. Ella no se chivó. Sin embargo, aquel líquido viscoso que se le pegó en la camiseta seguía revoloteándole por la cabeza de vez en cuando y, un par de veces al día, pensaba en cómo podría llevar a cabo su venganza.
Volvió al radiocasete y a las cintas, y puso una canción de las Spice Girls para animarse. Comenzó a bailar alrededor de sus padres, que empezaban a temer que, por el comienzo de las vacaciones, no viniese nadie. Pero para alivio de todos los presentes, de la cumpleañera incluida, por la puerta entraron dos niñas de clase, que tan pronto como escucharon la música se pusieron a cantar y a servirse refrescos hasta el borde de los vasos.
Al rato, cruzaron la puerta dos niños más y algunos vecinos curiosos y mayores, atraídos por la merendola gratis. La fiesta era un desastre. Sin embargo, la niña del cumple hacía y deshacía sin prestar mucha atención. Era consciente de su escasa popularidad, pero al menos había llegado gente.