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Ciencia
No es una cuestión cultural
La imagen de unos países del norte eficientes y honrados y de unos países periféricos, del sur, corruptos e ineficientes, es equivoca. Las diferencias de financiación, la especialización económica a nivel global, la situación económica de los trabajadores del sector, etc. lo explican mucho mejor que una supersticiosa idea de que el norte es mejor que el sur.
El pasado 27 de septiembre el blog amigo “Investigadores en paro” publicaba una entrevista a Ángel Abril Ruiz, a raíz de su libro sobre el fraude en ciencia y las instituciones dedicadas a combatir dicho fraude, “Manzanas Podridas”. La de Ángel es una historia de integridad y honestidad, de esas que no abundan entre los trabajadores de la ciencia. Honestidad que le llevó, en una decisión tremendamente difícil de tomar, a renunciar a una tesis prácticamente acabada cuando descubrió que su director estaba manipulando sus datos.
En la entrevista, a la vez que se denuncia el alto nivel de fraude existente y los dramáticos problemas de reproducibilidad, también se describe con mucho detalle cómo los países más avanzados en el control de la ciencia crean agencias y desarrollan protocolos para combatir el fraude científico y mejorar así la calidad epistemológica, es decir la calidad del conocimiento generado, de aquello que se publica.
El diagnóstico y la descripción tanto del problema como de las soluciones propuestas es exhaustivo y correcto. Sin embargo, en nuestra opinión, la afirmación de que en España no se afronta con las debidas garantías el problema del fraude científico atribuyéndolo a una “cuestión cultural” es reduccionista y simple, al no analizar o comparar con otros países de nuestro entorno. El último ejemplo de esta inacción de la ciencia española ante el fraude lo tenemos en el caso Otín.
Desde nuestra visión del problema, recurrir al argumento de la “cuestión cultural” conlleva inevitablemente asumir que los países del norte de Europa, o EEUU, tienen una cultura democrática, de transparencia y de rendición de cuentas, mientras en el sur tenemos una no tan apegada a estos valores, una “cultura de la picaresca”. Esta forma de explicar las peculiaridades de las regiones o países es un tobogán muy resbaladizo al recurrir a explicaciones generalistas, una suerte de Deus ex machina o explicación sobrevenida, para dar respuesta a fenómenos mucho más complejos. Por desgracia, ante las complejidades, somos muy dados a hacer este tipo de razonamientos para explicar por ejemplo diferencias entre regiones. Ideas simplistas que se enquistan en nuestro imaginario colectivo de forma pertinaz haciendo muy difícil su eliminación. Tópicos que son usados tradicionalmente para justificar ideologías xenófobas.
Asumamos por un momento el argumento de la picaresca. ¿Cuánta picaresca debe existir en un país o región para que se pueda hablar de “cultura de la picaresca”? En EEUU hemos visto cómo investigadores usaban dinero público para comprarse un televisor de plasma. Existen casos de fraude notorios como el de la Universidad de Duke en Carolina del Norte, donde un laboratorio estuvo años recibiendo dinero público a partir de proyectos elaborados con datos falsificados. Sin olvidar uno de los casos de fraude científico con mayor repercusión, el del británico Andrew Wakefield, quien en 1998 publicó resultados experimentales falsos en The Lancet, relacionando la vacuna triple vírica con el autismo. Aunque su publicación fue rápidamente refutada, su fraude, motivado por intereses económicos, sigue utilizándose como argumento a día de hoy por el movimiento anti-vacunas. Si queremos ver más, únicamente tenemos que echar un vistazo al blog de Leonid Schneider, donde solo al instituto sueco Karolinska le ha dedicado decenas de artículos sobre fraude. Parece que la picaresca se distribuye homogéneamente en el mundo. Entonces, ¿por qué se dice que nuestro país (y no Suecia) tiene esa “cultura de la picaresca”?, y ¿cómo esa “cultura” explica la cultura en general? Un argumento circular que no explica nada. Como hemos visto, un análisis basado en la cultura resulta insuficiente y simplista, siendo necesario huir de tópicos manidos para dar respuesta a cuestiones estructurales de la ciencia.
Como premisa de nuestro razonamiento debemos partir de la constatación de que el sistema científico es un elemento fundamental en la división internacional del trabajo. La producción de bienes y mercancías está muy dividida entre los países, y el conocimiento, como no podía ser de otra forma en el sistema capitalista en el que estamos inmersos, es una mercancía más. Si profundizamos un poco más en esta idea, comprobaremos que el conocimiento es una mercancía con unas características distintivas: permite aumentar la productividad, o sea, permite producir más con menos fuerza de trabajo. Así, parece lógico que todos los países inviertan capital en el desarrollo del conocimiento, ya que les garantizará una posición estratégica predominante a la hora de competir con otros países que “no producen tanto conocimiento”. Evidentemente, para conseguir esta competitividad hace falta un sector industrial, ya sea público o privado, capaz de implementar las mejoras que se derivan de un “conocimiento de calidad” en los procesos productivos. La afirmación tantas veces repetida sobre la mejora social que lleva asociada una mayor inversión en ciencia no va más allá de la propaganda interesada, si no se conjuga con un potente sector industrial del cual adolecemos en España.
La especialización norte-sur en el campo de investigación la podemos comprobar analizando qué países europeos reciben más ayuda de los fondos estructurales. A priori, dado el discurso dominante y nuestros prejuicios culturales, podríamos pensar que el sur y los países menos poderosos reciben más ayudas, sin embargo, una comparación de la diferencia entre lo recibido por cada país y la contribución de este país al fondo común europeo revela que los países más poderosos son los que ven más potenciada su financiación desde la UE.
En este contexto, no es de extrañar que los países y/o bloques que más invierten en ciencia son aquellos que económicamente compiten por el poder en el mundo: EEUU, Europa y China-Asia. Si miramos en nuestro bloque, la UE, es fácil concluir que al sur de Europa le ha tocado ser la despensa y la tumbona, y los esfuerzos desde la conformación de la Unión económica han sido al desarrollo de esos aspectos de la economía, y no otros.Como ejemplo de esto que describimos podemos recordar que Margarita Salas, científica de renombre en nuestro país recientemente fallecida, tuvo que vender la patente de la polimerasa a una empresa estadounidense, al no existir en España un sector industrial adecuado para implementar este descubrimiento. La patente y su comercialización no se queda en España, lo que hubiera podido generar un valor añadido. La venta de la patente produjo beneficios que se repartieron en tres partes los inventores, el CSIC y al equipo de investigación de Salas y el Centro de Biología Molecular Severo Ochoa. ¿Es el millón de euros que obtuvo Salas cultura de la picaresca? No, son las condiciones estructurales. Otro ejemplo claro de cómo la producción de conocimiento es un elemento fundamental en la competencia entre bloques lo tenemos en el desarrollo del 5G por parte de Huawey y la guerra económica con detenciones incluidas entre China y EEUU. En un entorno más local, esta necesidad de Europa (que además tiene la particularidad de no ser un único estado, sino que son muchos y con intereses contrapuestos) de ser internacionalmente competitiva en la I+D+i se refleja muy bien en los principios del Horizon 2020, ya caduco. En la página del H2020 podemos leer: “ser los primeros en el mundo, proyecto encaminado a asegurar la competitividad global de Europa”.
Es bastante obvio que los países y las regiones compiten entre sí no solo por los recursos y militarmente, sino también por la innovación. La producción de conocimiento es el gran negocio de nuestro siglo, y la competencia es brutal. El filósofo Javier Echeverría dice en La revolución tecnocientífica (2003):
"Ningún estado ni organización internacional puede tener un poder militar minímamente relevante si no dispone de un sistema de I+D (Investigación y Desarrollo) fuerte y consolidado. El modelo lineal de innovación sigue estando plenamente vigente en la I+D+i militar, cuya función tractora sigue siendo clara en varios ámbitos tecno-científicos.”
Pero estas políticas europeas no son abstractas, sino que aterrizan en medidas concretas y tienen consecuencias en la producción de conocimiento. Así, la competencia no solo es entre naciones y regiones, también es entre laboratorios y entre investigadores: infraestructuras que no se comparten, zancadillas, ocultar resultados, negarse a compartir herramientas, incluso sabotear experimentos de otros laboratorios, etc. Todo esto incentivado por un sistema que prima la producción acrítica de conocimiento en una espiral de perversos efectos: “publish or perish” ("publica o muere" en inglés).
Con esto ya tenemos las condiciones por las que se incentiva el fraude y/o las malas prácticas. Pero ¿qué es lo que lleva a que haya diferencias objetivas entre unos países y otros en los intentos de reducir, controlar y sancionar ese fraude?
Pues de nuevo podemos explicarlo desde una perspectiva materialista y no idealista. La división internacional del trabajo ha terciarizado profundamente nuestra economía desde los años 80. Si a eso unimos una larga dictadura, que eliminó físicamente a todas las mentes brillantes y llevó a la universidad a un pozo oscuro, tenemos las condiciones de una universidad y un sistema científico incapaz de dar respuesta a una necesidad imperiosa: aumentar la calidad epistemológica del conocimiento producido. La competencia entre bloques y el modelo de incentivos obliga a los sistemas científicos a publicar muchísimo con el evidente perjuicio de la calidad en las publicaciones. Pero esto entra en contradicción con la necesidad de que lo que se innova sea cierto y funcional. El patrón más extremo de esta paradoja es el de EE.UU. con Elon Musk y su tubo acelerador, peligroso y de dudosa potencialidad, o el reciente lanzamiento del nuevo Tesla.
A diferencia de lo que decía Manolo Sacristán, el gran peligro de la tecnología no es solo su alta calidad epistemológica, sino también su baja. Ejemplo muy claro son las técnicas de edición genética donde la falta de profundo conocimiento de su funcionamiento a nivel celular, tiene efectos impredecibles muy peligrosos.
¿Pero entonces, tenemos o no una cultura de la picaresca a diferencia de otros países? Si existiera tendría también una explicación material. Por un lado, la precariedad vital y laboral de los trabajadores de la ciencia en España es mucho mayor que en otro países; por otro, hay mecanismos sancionadores a la endogamia y al nepotismo en otros países que no están presentes en el nuestro (en el que más bien se fomenta el nepotismo y la endogamia). Un mecanismo que podría también explicar algunos comportamientos distintivos en ciencia es el papel del tabú en los grupos sociales, como bien explica César Rendueles en Sociofobia. Un doctorando que empieza en un laboratorio donde existe presión por publicar, en el que se reprimen las críticas, y las malas prácticas no son fuertemente rechazadas, verá menos inhibido el tabú del fraude. Es por lo que, resultará de extrema importancia abandonar aquellos mitos culturales y buscar una explicación basada en las diferentes realidades que existen en la investigación para aplicar metodologías concretas a cada caso de estudio.