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Cuando hay que buscar la alegría, muchas veces una va a encontrarla ahí, en el País Valenciano. No sé si es es por la inevitable atracción que tenemos las madrileñas a ejercer de especie invasora sus pueblos, sus playas, sus fiestas y hogueras; o si será por esa condena compartida que cargamos de ser ambos —a nuestro pesar y el de nuestros muertos— territorios tan brutalmente maltratados, convertidos en laboratorios de la peor política, en cuarteles generales de la derecha más mezquina y criminal. La vida, la que pasa entre la escuela y los parques, los viajes en metro y las mañanas sin asiento en el Cercanías, las visitas al centro de salud o las noches de hospital, todo es aquí entregado a la voracidad de los capitalistas más insaciables. Mercadona, Quirón, Fórmula 1, Bankia, vagones de la muerte, una mascletá a la orilla del Manzanares, árboles talados, ríos secos, ríos desbordados. Guillem, Carlos. Demasiados dolores que nos son comunes. Y hoy, en la resaca de la catástrofe, a lo largo de esos cuatrocientos kilómetros recorridos tantas veces en idas y vueltas, late un amor y un dolor profundo, una impotencia compartida desde la distancia, un qué hacer embarrado que estos días muchas nos preguntamos, entre perdidas y furiosas, que no sé bien cómo expresar.
Hace pocos meses, Zoo, la banda valenciana que ha sido música de fondo de tanta y tanta gente buena, se despedía de los escenarios en una gira que también recaló en Madrid. Su adiós, —quizá también un síntoma de los tiempos, y de los ciclos— conjuró a muchas personas con una historia común en una despedida que tuvo también algo de sanador, de terapia colectiva: qué años más salvajes, más hermosos, más intensamente vividos. “Jo el que vull vendre és la victòria cara / Que vull mirar als ulls si un dia arriba l'hora / Que no puc ser feliç amb tanta merda ahí fora”.
Música
Música El grupo ZOO anuncia su despedida tres discos y diez años después
Muchas aprendimos a amar Valencia a kilómetros de distancia gracias a una cultura musical y antifascista llena de luz y de sal, de ardor y de dulzaina, de voces que pusieron letra y sonido a nuestros malestares. Y no es fácil poner hacer de la rabia música y que sonara tan hermosa y tan llena de esperanza. Nos enseñaron memoria, melodía y genealogías contra el olvido, y las convirtieron en dispositivo para cantar a voz en grito, juntas, eufóricas a veces y así enunciar las cosas por construir. Nos politizamos con un hilo musical que, al escucharlo estos días, vuelve a ser casa, terreta, hogar, lugar seguro. “L'esperança als ulls /les banderes al vent / i les ganes de viure / de la meua gent!”.
Mientras las televisiones y las redacciones se rebozaban en la desgracia, daban micrófono a los reaccionarios y cebaban a la audiencia con mensajes huecos de caridad vacía, ya había cientos de brazos y redes organizadas
Cantaban —cantan, porque hay relevo— sobre la hermosa cotidianidad de la militancia, -ser l' antimateria, la gent que somniem- sobre la historia de la tierra y quienes la pisaron —de los Batiste Ceba, de los tres de Pego, esa maestra represaliada de la escuela de Barx, o el ardor de aquella no tan lejana primavera valenciana—. Sobre enamorarse sobre una bici y con los pantalones mojados, sobre ser comanchería, barrio, apoyo mutuo. Aprendimos a recitar a Estellés, a ser tres voltes rebel, a todas las palabras nuevas que podían describir un cielo, el color de una huerta, el sonido del mar. “Bullirà la mar / Com cassola al forn / El temps s'acaba / S'acaba”. Cuánta razón tenía aquella canción.
No sé si este torpe ejercicio —que no pretende ser nostalgia estéril y pureta, sino reconocimiento y gratitud— servirá de mucho entre tanto lodo, tanto dolor, tanta ira. Pero si sirviera, que sea para dar las gracias a ese País Valenciano que nos está volviendo a enseñar cómo se levanta y se sostiene tras el peor de los envites. Mientras las televisiones y las redacciones —sobre todo, las de Madrid— se rebozaban en la desgracia, daban micrófono a los reaccionarios y cebaban a la audiencia con mensajes huecos de caridad vacía y teledirigida, ya había cientos de brazos y redes organizadas.
“El ser humano es bueno, gente, que no os engañen” han dicho, siempre sabios, los Estopa. Llamadles movimientos sociales, asambleas, ateneos, colectivo, partido, sindicato de clase, vecinas, pueblo que salva pueblo, da igual, como queráis. Las que siempre estuvieron ahí. La gente buena. Las personas y las redes que nunca fallan. Llevan décadas militando y han demostrado que son lo que queda cuando las instituciones se abandonan, los buitres te rodean, y la urgencia te supera. Las que, cuando el barro se seque, se haga polvo, y se les despegue de las uñas y las suelas de las botas, cuando ya no abran los telediarios,y vuelva la luz, cuando quieran que todo se amanse, seguirán ahí, organizadas, militando, pico y pala. Ni influencers, ni “creadores de contenido”, ni fascistas ni lecciones de institucionalidad, ni más pena ni piedad despolitizada, ni ricos ni filántropos ni heroicidades de ocasión. Ni “sálvese quien pueda”, ni leyes de la jungla: organización colectiva. Es lo único que puede salvarnos.
El sábado, en esa movilización de cientos de miles de personas, Valencia lo volvió a hacer. Y Alicante. Y Castellón. Pusieron el cuerpo pese al cansancio y el dolor para señalar a los responsables. Desde este pastoso y marrón presente que quiso sepultarles y que están sacándose de encima a paladas, se revelan también los enemigos de la vida, de nuestras vidas: el negacionismo climático criminal, el trabajo asalariado que te obliga a ahogarte antes que llegar a tu casa, la política aritmética, fría, calculadora y cínica que desprecia su sufrimiento mientras se escupe las culpas, los reyes con pies de barro, la importancia de saber cómo se llama ese que vive a tu lado y puede salvarte la vida.
A ese pueblo —que nadie, nunca, nos robe ese nombre, ni esa enunciación, la de ser pueblo—, ese del que nos hablan esas canciones, esos libros, esas poesías, esos amigos que llevan días y días volviendo a casa exhaustos de bregar con el barro y con el abandono, con agujetas, con frustración, con incertidumbre. A ese pueblo, todo el amor, toda la rabia, toda la organización, todo el coraje, toda la fuerza. Estas líneas no pretenden mucho más que eso, que abrazaros desde lejos. Siempre seréis ese lugar en el que encontrarnos para ir a buscar la alegría.
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¡Xè quin articul més bo! ¡¡¡Boníssim!! Gracies Irene, vosté si que sap!