Opinión
La seca: muerte silenciosa de la dehesa

Ingeniera Técnica Forestal
Siempre me han llamado la atención los mapas antiguos. El mundo representado iba creciendo y ganando detalles a medida que íbamos explorando nuevos territorios, pero siempre más fiel a la perspectiva del cartógrafo que a la realidad.
A veces, entre la topografía de esos mapas asomaba algún detalle sobre la flora, pero los primeros mapas de vegetación como tal no llegaron hasta el siglo XIX. Lástima no tener esa sucesión de imágenes para ver cómo los bosques fueron cambiando al paso de las migraciones, las conquistas y las guerras. Más tarde, con los avances en la técnica, la progresiva disminución de las distancias facilitó la expansión (voluntaria o involuntaria) de organismos que en su ecosistema no constituyen un riesgo, pero fuera de ese entorno y sobre otras especies vegetales actúan como patógenos. Otro factor más de cambio en el paisaje.
Así, alrededor de 1850 empezaron a morirse los castaños en Europa. Se achacó el daño a un tipo de escarabajo perforador, un bupréstido. Y los tratamientos se dirigieron contra él, sin conseguir detener la enfermedad, hasta que se comprobó que el causante era un hongo, la fitóftora. Inoculándolo en ejemplares sanos producía los mismos síntomas que presentaban los moribundos. El más vistoso, un exudado negro bajo la corteza, por lo que se conoce esta enfermedad como “la tinta del castaño”.
Se atribuyó a este hongo origen asiático, y se supuso que había llegado a Europa en maderas contaminadas. Esta teoría se vio reforzada al encontrar en Asia castaños resistentes a la fitóftora. Así que, para salvar la producción de fruto y madera, se empezaron a introducir en Europa estos castaños asiáticos para injertar o incluso sustituir los indígenas, tan vulnerables. Y al hacerlo, trajimos otra enfermedad de la que eran portadores: el chancro (otro hongo, Endothia parasitica). Una nueva causa de mortalidad.
Lo que llamamos hacer un pan como unas hostias.
Quizá ni siquiera vino de fuera y estaba aquí, latente, esperando su momento
A la hora de valorar la posible virulencia y necesidad de tratamiento de una plaga o enfermedad forestal, la aparición repentina del patógeno (ya sea por venir de otro punto del planeta, ya sea una nueva cepa de algo conocido) es determinante. Nuestros árboles están adaptados a la recurrencia de algunos daños que a priori no comprometen su supervivencia (otra cosa es que esos daños bajen su productividad y nos toquen el bolsillo). Pero en general, no reaccionan bien a las sorpresas.
En cualquier caso, el desarrollo de la enfermedad y su propagación depende en gran medida de la debilidad del arbolado, y esta, a su vez, de múltiples causas.
Se identificó como enfermedad en los años 80 y se observó un empeoramiento durante los 90, coincidiendo con intensos períodos de sequía
Uno de los síndromes más complejos que afecta a nuestros montes es la llamada “Seca” de la encina y el alcornoque. Su nombre ya parece indicar lo que encontramos a simple vista: árboles con distintos grados de decaimiento que acaban por secarse, algunos perdiendo la hoja paulatinamente y otros de forma súbita. Se identificó como enfermedad en los años 80 y se observó un empeoramiento durante los 90, coincidiendo con intensos períodos de sequía.
Aunque no es fácil distinguir cuáles de estos árboles que acaban siendo esqueletos están afectados por un patógeno concreto, cuáles simplemente han muerto de viejos y en cuáles, debido a ese conjunto de factores interrelacionados que llamamos “Seca”, el decaimiento en su conjunto se ha ido agravando progresivamente.
Quién mata (remata) a la encina o al alcornoque casi siempre es fitóftora. Sí, otra vez ella. Su nombre científico Phytophthora, del griego phyto, “planta” y phthora, “destrucción”, lo dice todo. También puede ser Pythium, otro hongo del suelo. O un conjunto de ellos. Y otras veces el protagonista es un insecto, un cerambícido (otro perforador de la madera).
¿Pero de qué depende que el arbolado sea más vulnerable?
La sequía es decisiva. En un contexto de calentamiento global, podemos intuir hacia dónde nos dirigimos: especies que huyen ladera arriba buscando temperaturas más bajas o se refugian en barrancos y en umbrías mientras desaparecen de las zonas más expuestas y son sustituidas por las que ahora ocupan terrenos más áridos. Esta desaparición no es inmediata, no es un incendio (aunque estos también los tendremos más presentes), sino un decaimiento paulatino.
La sobreexplotación de la dehesa ha generado montes envejecidos, sin regeneración natural por exceso de carga ganadera y/o cinegética (demasiados herbívoros), pisoteo, compactación y alteración bioquímica del suelo
Paradójicamente, la propagación de fitóftora va ligada al encharcamiento del suelo, sólo se desplaza por el agua. Y en nuestro territorio, sobre algunos suelos, se unen a veces ambos factores: encharcamientos temporales seguidos de sequía intensa. Como facilitadores: balsas para el ganado o la caza, deforestación de las laderas, que genera escorrentías y acumulaciones de agua en fondos de valle o navas, capas inferiores del suelo impermeables por su propia naturaleza o por pases sucesivos de cultivador (suela de labor).
Por otra parte, los sistemas forestales (salvo esos escasos bosques primigenios que no esperaría encontrar en nuestro continente) los hemos modelado durante toda nuestra existencia y son el resultado de nuestros usos. La intensificación o el abandono de los mismos suponen alteraciones que el medio no es capaz de asimilar tan deprisa como querríamos.
La sobreexplotación de la dehesa ha generado montes envejecidos, sin regeneración natural por exceso de carga ganadera y/o cinegética (demasiados herbívoros), pisoteo, compactación y alteración bioquímica del suelo.
Los recepes sucesivos de encinares para obtener leñas, y el abandono del aprovechamiento de unas décadas para acá, también dan lugar a formaciones viejas. Rebrotes relativamente jóvenes sobre cepas centenarias prácticamente agotadas y ausencia de regeneración por semilla.
Este manejo de los montes influye, pero si vamos a señalarlo como cómplice no podemos olvidar que se enmarca en las imposiciones del mercado. Adaptarse a ellas y ser más y más rentable, o desaparecer. La ganadería extensiva queda arrinconada frente a la intensiva. Los plazos de regeneración natural son demasiado largos, toda la superficie que podamos cultivar es poca. “La prisa mata, amigo”, pero al norte del estrecho no nos libramos de ella.
Desatada la epidemia, devolver el equilibrio no es tan fácil
Una de las principales líneas de trabajo para paliar los efectos de la seca es la mejora genética. La localización de encinas y alcornoques resistentes a fitóftora en nuestros montes (ya hemos visto que irse a buscarlos a Asia no es buena idea) y su propagación mediante semilla, injerto o embriogénesis. Usando sus hijos para regenerar los encinares y alcornocales aún no afectados por la “Seca”, habremos eliminado el hongo de la ecuación, pero no otros factores. Ni el riesgo de que otra especie de hongo recoja el testigo de la fitóftora.
Mientras tanto, prevención: mejores prácticas selvícolas, reducir intensidades de descorche, adaptar el manejo del ganado para frenar la expansión de la enfermedad... Suena bien, pero hay que pensar cómo y a costa de quién. El gasto muchas veces repercute en una economía ya de por sí precaria.
Predicamos sostenibilidad cuando somos conscientes del daño, pero decrecer no es una opción, y frente a eso elegimos crecer deslocalizando los riesgos. Como si la periferia, sea el campo o sea la otra punta del mundo, fuera otro mundo ajeno al nuestro, dentro de una burbuja, y pudiéramos elegir qué sale o entra a través de ella.
Predicamos sostenibilidad cuando somos conscientes del daño, pero decrecer no es una opción, y frente a eso elegimos crecer deslocalizando los riesgos. Como si la periferia, sea el campo o sea la otra punta del mundo, fuera otro mundo ajeno al nuestro
Ya podemos ver desde el espacio nuestro planeta azul (el supervillano Bezos más y mejor), pero seguimos con nuestros mapamundis deformes, con la rosa de los vientos tatuada en el ombligo y nuestros relojes y calendarios marcando una escala de tiempo que aplicamos a la naturaleza como si ésta debiera adaptarse a nuestro ritmo y no tuviera el suyo propio.
Fui una niña ochentera lo suficientemente tranquila para sentarme a observar una fila de hormigas y lo suficientemente inquieta para tener que darle un poco de acción y drama. Miraba cómo iban formando su carretera y las seguía hasta el hormiguero, luego volvía atrás y colocaba una piedra o un palito sobre la fila, generando el caos.
Recuperar la fila perfecta de hormigas, en cambio, era imposible. Quitar el obstáculo no servía de nada, con tiempo encontraban la forma de reorganizarse, pero ese ya no era su camino.
Jugamos a dioses y el papel nos viene grande.
Crisis climática
Ver morirse un bosque
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