Literatura
Literatura del Oeste: cómo leer la historia con ojos de piel roja

Convertido en transmisor de una visión simplista del origen de Estados Unidos, el wéstern es, sin embargo, un terreno fértil para narraciones que escapan de ese discurso maniqueo de indios salvajes y vaqueros justicieros.
El Oeste de Estados Unidos
El desierto de Sonora, al norte de México. Álvaro Minguito

En una visita oficial a Estados Unidos a finales de septiembre, la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, regaló una de esas frases suyas —o de Miguel Ángel Rodríguez— que animan el día en redes sociales y provocan estupor. Desde Nueva York, la dirigente conservadora afirmó que el indigenismo es un “nuevo comunismo” que pretende reescribir la historia y borrar el “legado español en América”. Tratando de culpabilizar y criminalizar a quienes sostienen argumentos menos etnocéntricos sobre hechos históricos, se sumó con alborozo y sin disimulo al coro de revisionistas que niegan el exterminio y la destrucción de los pueblos originarios, el expolio sistemático por parte del invasor de quienes estaban allí cuando América fue “descubierta” por los conquistadores procedentes de Europa. Como si todo eso no hubiera ocurrido.

“A lo largo de la historia, los indios americanos han sido la parte de la población sobre la que más se ha mentido”, asegura el sociólogo e historiador James Loewen en el capítulo dedicado a la memoria de las culturas precolombinas y cómo se estudian en el sistema educativo estadounidense de su libro Patrañas que me contó mi profe (Capitán Swing, 2018). Este autor sugiere cuál habría de ser el acercamiento a esa formación: “Los americanos nativos no son ni deben ser accesorios de una especie de parque temático histórico al que acudimos para pasar un buen rato y ver culturas exóticas”. En el volumen, Loewen analiza cómo y por qué se enseña la historia de EE UU de la manera en que se hace. Con respecto a la relación entre los pueblos originarios y los recién llegados, que se convertirían en padres fundadores, hace un resumen que huye del relato único: “En lo que ahora es EE UU, los blancos y los americanos nativos colaboraron, en ocasiones convivieron, y se pelearon durante 325 años, desde el primer asentamiento español permanente de 1565 hasta el final de la autonomía de siux y apaches, en torno a 1890”. Y también recomienda una mirada al pasado más amplia que la que se ofrece habitualmente en la escuela: “Ver la historia con ojos de piel roja ofrece a nuestros hijos una comprensión más profunda que la que emana de un encuentro con el pasado conformado como relato del inevitable triunfo de los buenos”.

La historiadora y activista indígena Roxanne Dunbar-Ortiz entiende la historia de EE UU como una historia de colonialismo de asentamiento, sustentada por la creación de un Estado sobre la base ideológica de la supremacía blanca, la práctica extendida del comercio de africanos esclavizados y una política de genocidio y robo de tierras. En pocas palabras, un país de urbanizaciones residenciales para blancos construidas literalmente encima de cementerios indios. En su ensayo La historia indígena de Estados Unidos (Capitán Swing, 2019) señala cómo la cultura estadounidense expande un mito fundacional excluyente y parcial: “Por todo el continente, las historias locales, los monumentos y los carteles cuentan la historia del primer asentamiento: los fundadores, la primera escuela, la primera casa, todo lo que sucedió primero, como si no hubiera habido habitantes que prosperaron en esos sitios antes que los anglos”.

En esa producción cultural que apuntala un determinado relato histórico acerca de EE UU, la imagen que el propio país genera de sí mismo, sobresale —por cantidad e influencia— el wéstern, el género literario iniciado por autores como James Fenimore Cooper a mediados del siglo XIX que tomaría vuelo cien años después en la gran pantalla, con películas que utilizaban arquetipos como la diligencia cargada de maletas, las peleas en el saloon, el sheriff atormentado, el árbol del ahorcado, los sombreros de los vaqueros o los peligrosos indios que acechan los caminos. Los planteamientos maniqueos y simplistas de estas narraciones no empañan su capacidad de fascinar y entretener mediante una fórmula que garantiza el éxito, aunque lo que cuenten sea siempre la misma historia. ¿O no?

Otro Oeste es posible porque ya fue

Dunbar-Ortiz es una de las siete autoras que participan con textos —en su caso, una entrevista— en el libro El otro Oeste, una aproximación crítica al wéstern publicada por la editorial Episkaia en septiembre. Ella deja una frase lapidaria al respecto: “El efecto principal de los wéstern fue que los nativos están muertos, borrados”.

En sus páginas, la escritora Katixa Agirre ofrece una descripción sucinta de lo que cuentan las películas del Oeste en un rotundo párrafo: “En el wéstern clásico, la civilización avanza sobre los últimos residuos de barbarie porque ese es el camino correcto de la historia: el colono trabaja la tierra y crea riqueza donde antes solo había desierto, el sheriff impondrá su estrella con ayuda del rifle, incluso el sureño confederado, perdedor de la guerra, puede aportar su granito de arena matando a unos cuantos pieles rojas o rescatando a alguna blanca cautiva, símbolo de la reconstrucción y de que la frontera entre norte y sur ya se ha vuelto irrelevante. Olvidada esa frontera aparece otra, la del Oeste, esa tierra mítica y salvaje donde aún resisten cuatro indígenas empecinados tras siglos de masacres, traslados forzosos y guerra biológica sin cuartel”.

Por su parte, la experta en Estudios Literarios María Bonete abunda en las circunstancias que caracterizan a los protagonistas de los wéstern: “El vaquero de las películas de vaqueros que hicieron popular al wéstern es un icono de la masculinidad más tradicional, una que es blanca y heterosexual. Encarna valores que se asocian a una idealizada clase obrera sin llegar a involucrarse, ya sea de manera directa o indirecta, en nada que se aproxime a una crítica al sistema capitalista y colonialista del que, de alguna manera, se ha acabado erigiendo en embajador”.

En su capítulo en El otro Oeste, Bonete menciona que la llamada “guerra contra el terror” impulsada por George W. Bush tras el 11 de septiembre de 2001 recuperó el lenguaje y la representación del Oeste que había dominado los productos culturales desde los años 50, cerrando la puerta a algunas lecturas diferentes que se habían propuesto, como la novela Meridiano de sangre publicada por Cormac McCarthy en 1985 o la película Sin perdón, dirigida por Clint Eastwood y estrenada en 1992. Preguntada por cómo el trumpismo ha alterado esa atmósfera cultural, ella opina que “Trump y todo el aparato ideológico y publicitario que se ha construido en torno a él no están demasiado interesados en recuperar los códigos o las narrativas del wéstern como género. A pesar de su eslogan —Make America Great Again!— y del hecho de que, obviamente, la América que se pretende recuperar es la asociada a un pasado idílico e idealizado, en ningún momento se ha visto una identificación tan obvia como durante los años de Bush y la guerra de Iraq”. De hecho, pronostica que, con el tiempo, “podría considerarse que se ha visto suceder todo lo contrario, como si la presidencia de Donald Trump hubiera provocado una respuesta: tanto en la música como en el cine y la televisión se ha vuelto al Oeste, pero en muchos casos se ha vuelto al Oeste recuperando algunas perspectivas que en el wéstern clásico no se contemplaban”. Entre esos casos, cita las películas Más dura será la caída, estrenada en Netflix a finales de octubre, y The rider, dirigida por Chloé Zhao en 2017; y la carrera del músico Orville Peck, un falso artista country que subvierte la imagen popular y nacionalista del viejo Oeste.

“El wéstern es una forma de literatura de género —literatura de acción, de aventuras— y, en general, a la literatura de género no se la toma demasiado en serio, lo que en algunos casos permitió que ciertos autores se metieran en jardines que habrían de evitar si se le prestara más atención”, opina María Bonete, experta en Estudios Literarios

Bonete señala algunas diferencias existentes en la recepción del wéstern, ya sea en forma de libro o de película, que marcan también los discursos que los creadores vehiculan: “El wéstern es una forma de literatura de género —literatura de acción, de aventuras— y, en general, a la literatura de género no se la toma demasiado en serio, lo que en algunos casos permitió que ciertos autores se metieran en jardines que habrían de evitar si se le prestara más atención. El cine es una historia muy distinta, y yo diría que sí hay un paquete de expectativas en lo que concierne a las películas de vaqueros, especialmente durante la edad de oro del wéstern, durante el siglo pasado”.

La posibilidad de crear personajes del Oeste diferentes a los estereotipos está ahora más abierta que nunca, asegura esta especialista razonando su respuesta. “Si una plataforma como Netflix, que al final está interesada en crear contenido consumible y que le reporte beneficios, apuesta por algo como Más dura será la caída —con un reparto totalmente negro y con un personaje que se sale del binarismo de género— es porque ese margen existe. Otra cosa es que haya parte de la población que se queje, o que este tipo de productos sean más complicados de sacar adelante, cosa que probablemente aún sea cierta. Pero el margen existe”.

Forzar los límites sin llegar a romperlos, sin que el resultado deje de tener un poso de wéstern clásico, fue precisamente una de las motivaciones de Francisco Serrano cuando escribió la novela En la costa desaparecida (Episkaia, 2020). Pese a intuir que en el género ya está todo inventado, considera que el margen de actuación es absoluto ya que su territorio es el mito, no tanto la realidad. “Las historias que quería contar en la novela —explica— son las que surgen de las grietas del relato oficial y la épica de la conquista y la ocupación. Quizá lo que más me interesaba explorar es la tensión entre la leyenda y la realidad, cómo se alimentó el mito y se ensalzó una narrativa y se ocultaron otras muchas”.

En la costa desaparecida, tercera novela de Serrano, cuenta la vida de Clara Hooper cuando enviuda del sheriff de Coppercreek y ante ella se abre un futuro condicionado por un pasado que se va desvelando según avanza la lectura. En la narración cobra importancia un libro del Oeste, Los bandidos enamorados. El escritor juega con ese relato mítico ajeno pero muy presente en nuestro imaginario debido al dominio cultural estadounidense y recuerda que, en el embrión de la novela, llegó a pensar en convertir la trama en una historia de bandoleros y situarla en España. “La persistencia del wéstern se debe a que, en el fondo, es un tipo de conflicto más que una ambientación histórica concreta. Por eso permea tanto otro tipo de historias: la ciencia ficción, el noir... Reconocemos los códigos sin problemas, los enfrentamientos. El colectivo y el individuo, la civilización y la naturaleza, el orden de la ley y el caos de los forajidos. En este sentido son conflictos perfectamente universales”.

“Las historias las estamos escribiendo ahora, por lo tanto da igual que tengan una ambientación decimonónica. Hablamos siempre de lo que ocurre ahora, de lo que nos preocupa ahora. Fingir lo contrario, idealizar el pasado o no cuestionar esa visión añeja, sería deshonesto”, señala el escritor Francisco Serrano

Como autor, y partiendo de la importancia de escuchar los otros relatos, Serrano reflexiona sobre el papel que desempeña la literatura en el proceso de generación y transmisión de ficciones, qué lugar ocupa en la mitopoiesis colectiva quien escribe: “Las personas que se salen de los marcos raciales, heteronormativos, etcétera, que nos ha transmitido el wéstern como vehículo del mito han existido siempre. Por lo tanto, lo extraño es que no figuren. Pero aunque no fuera ese el caso, tampoco importa. Las historias las estamos escribiendo ahora, por lo tanto da igual que tengan una ambientación decimonónica. Hablamos siempre de lo que ocurre ahora, de lo que nos preocupa ahora. Fingir lo contrario, idealizar el pasado o no cuestionar esa visión añeja, sería deshonesto”.

Tres lecturas dejaron su impronta en la idea y el enfoque literario que Serrano le dio a En la costa desaparecida: Tristeza de la tierra (Errata Naturae, 2015), de Éric Vuillard; los relatos de Elmore Leland publicados por Valdemar, y los bolsilibros del Oeste de Curtis Garland, uno de los seudónimos utilizados por Juan Gallardo Muñoz en sus más de 2.000 libros. Conviene detenerse en este género de los bolsilibros o libros de a duro, que se vendían en quioscos y eran tan populares como menospreciados. “El bolsilibro del Oeste es una corriente literaria española por derecho propio, con sus características y aproximación al tema particulares y específicas. Hacer mi versión de eso, formar parte de esa tradición, me interesaba mucho”, asegura Serrano. Marcial Lafuente Estefanía fue otro de los grandes nombres del bolsilibro desde que publicó en 1943 su primera novela del Oeste, La mascota de la pradera, cuyo éxito le valió un contrato con Bruguera para sucesivas series de pequeñas novelas que oscilan, según las fuentes, entre los 2.600 y los 3.500 títulos, algunos de ellos con tiradas superiores a los 30.000 ejemplares.

Yo, apache

Con excelente recepción entre la crítica pero muy escasas ventas, la quinta novela de Thomas Savage, El poder del perro, trató en 1967 un tema soslayado en el wéstern: la homosexualidad entre los cowboys. “Una homosexualidad reprimida, que adopta la forma de homofobia, dentro del mundo masculino de las haciendas ganaderas”, apunta la escritora Annie Proulx en el posfacio de la edición española, publicada este año por Alianza. La historia de los hermanos Phil y George, cuya versión cinematográfica a cargo de Jane Campion acaba de ser estrenada en Netflix, es un libro “brillante y difícil, que debería figurar en cualquier lista de novelas serias del Oeste americano”, según Proulx, autora a su vez de un relato de la misma temática que en 2005 dio pie a Brokeback Mountain, la película dirigida por Ang Lee. Más recientemente, el escritor irlandés Sebastian Barry ha indagado en las relaciones homosexuales en el oeste norteamericano en un par de novelas: Días sin final y Mil lunas, ambas publicadas también por Alianza, la segunda protagonizada por una niña huérfana de la tribu de los indios lakotas.

De anomalía cabe calificar la novela Manituana, firmada por el colectivo italiano Wu Ming en 2007 y centrada en el siglo XVIII, durante los años de la Guerra de Independencia que daría lugar a la fundación de Estados Unidos y el papel que jugó en ella la alianza de las Seis Naciones iroquesas, la más poderosa confederación india.

Un testimonio extraordinario, de primera mano y en primera persona, lo constituyen las memorias de Gerónimo, líder de la nación apache que batalló contra las tropas estadounidenses y mexicanas en la segunda mitad del siglo XIX. Titulada Soy apache en la edición que Mono Azul publicó en 2008, se trata de la biografía de un jefe indio que, rendido y recluido en un fuerte militar, echa la mirada atrás y le cuenta al intérprete S. M. Barrett lo que ha sido su vida, los recuerdos de la infancia, las costumbres de su tribu, los primeros encuentros con blancos y los encarnizados enfrentamientos con los soldados estadounidenses y mexicanos. Sus últimas palabras expresan un deseo colectivo: “Si he de morir en cautiverio, espero que a los supervivientes de la tribu apache, cuando yo no esté, se les conceda el único privilegio que piden: regresar a Arizona”.

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