Opinión
Para que las puertas crujan
Surgido de la pluma de Aristóteles, el tópico de la hembra como varón truncado, como ser humano inferior intelectual, física y moralmente, atraviesa la filosofía occidental. Tomás de Aquino aseguró: “La mujer es un ser defectuoso”. Toda la escolástica medieval estuvo marcada por esta creencia. En la Modernidad, una vez impuesto el paradigma racionalista, el discurso científico ratificó la inferioridad intelectual y física de las mujeres, asociándola a supuestas pruebas empíricas como el tamaño del cráneo o la formación del esqueleto. No es de extrañar, pues, que a mediados del siglo XIX Schopenhauer definiese a la mujer como “retrasada en todos los aspectos, falta de razón y de verdadera moralidad” y Ortega y Gasset llegase a afirmar poco antes de morir, a mediados del siglo XX: “En presencia de la Mujer presentimos los varones inmediatamente a una criatura que, sobre el nivel perteneciente a la humanidad, es de rango inferior al nuestro”.
“Ninguna mujer ha escrito una obra de primer orden”, dijo Clarín
Sobre ese humus misógino hicieron crecer los escritores el desprecio a sus congéneres femeninas. “Ninguna mujer ha escrito una obra de primer orden”, dijo Clarín. Las mujeres que fueron incluidas en el canon literario lo hicieron siempre bajo el criterio de excepcionalidad (así “elogiaba” Galdós a Pardo Bazán: “Es cosa que a todos maravilla que una mujer posea actitudes tan relevantes en todos los órdenes”). Hasta nuestros días llegan dos de esos tópicos misóginos: el que asegura que somos malas escritoras (todas recordamos a Chus Visor afirmando que la poesía femenina no está a la altura de la masculina) y el que encierra nuestra escritura en el gueto de lo particular, algo alejado de los universales humanos y de los grandes temas. Por eso resulta tan doloroso el caso Carmen Mola.
Jane Austen escribía en el salón de su casa, atenta al crujir de la puerta para esconder los folios de las miradas de las visitas. Solo su familia sabía a qué se dedicaba. En la cubierta de sus libros publicados nunca figuró su nombre. Ya lo dijo Virginia Woolf en Una habitación propia: “Durante la mayor parte de la historia, Anónimo fue una mujer”. Ese afán de ocultarse no obedecía a la humildad o el recato, valores que su tiempo exigía a las damas, sino al más puro miedo. Miedo a ser repudiada, ridiculizada, humillada, encerrada incluso en un sanatorio mental, como fueron encerradas tantas mujeres (es inevitable pensar en las histéricas de la Salpêtrière, sometidas en nombre de la medicina a todo tipo de torturas y vejaciones).
Ese mismo miedo fue el que llevó a Mary Shelley a no firmar la primera edición de su ‘Frankenstein’ en 1818 y a infinidad de mujeres a publicar ocultándose bajo un seudónimo masculino
Ese mismo miedo fue el que llevó a Mary Shelley a no firmar la primera edición de su Frankenstein en 1818 y a infinidad de mujeres a publicar ocultándose bajo un seudónimo masculino. Así, Emily, Charlotte y Anne Brontë inventaron a los hermanos Bell, Violet Paget se disfrazó de Vernon Lee, Amantine Aurore Dauphin se parapetó tras George Sand y Mary Anne Evans se vistió de George Eliot. Hubo también otra clase de usurpaciones. Willy, el marido de Colette, la encerraba bajo llave para que escribiera los libros que después firmaba él. Aún hoy no se ha logrado dilucidar qué partes de sus grandes obras copió literalmente F. Scott Fitzgerald de los diarios y novelas inéditas de su mujer Zelda.
Durante siglos, las mujeres han escrito para que las puertas crujan, para que el mecanismo mal engrasado del mundo chirríe. Porque sentían que la vida había de ser algo más que elegir un vestido o colgarse a la altura del pecho un camafeo. Para que ser mujer dejase de consistir en ponerse volantes, gasas, lazos; envolverse a una misma como se envuelve un regalo.
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