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Insólita Península
Camino de tierra quebrada
En la provincia de Ávila vi un cocodrilo disecado en una iglesia, un bar con un periódico repleto de noticias —sobre árboles huecos, sobre casas vacías—, un campo de golf en el que nadie jugaba y, finalmente, un embarcadero sobre la tierra cuarteada.
Entre la sierra de Gredos y la sierra de la Paramera, el río Alberche discurre sonoro pero tímido, sin que quede muy claro si las nieves de las cumbres —que anuncian el deshielo— lograrán atenuar la sequía. La carretera avanza junto al curso del río y, una vez atravesada la localidad de Navaluenga, el cauce del Alberche comienza a abrirse ante el inicio del embalse de El Burguillo. Como en cualquier otro punto semejante de la península, el agua embalsada ha dado lugar a un simulacro de playas, calas y remedos de costa.
En estos días de sol de invierno, en una jornada entre semana, solo se dejan ver vehículos con prisa y perros que ladran desganados. Esta tierra interior, hoy y siempre objeto de reflexiones urbanitas, resbala entre los dedos de quienes estamos de paso y no terminamos de entender lo que en ella sucede. Pero es una tierra tentadora.
De pronto, entre Los Pinos, surge un claro y una construcción blanca con remates azules y vocación marítima. Un letrero pintado sobre la fachada sugiere la presencia de un embarcadero. Me detengo y desciendo hasta el muelle.
La pinada cede pronto a las rocas de granito y la arena. Se diría que se trata del descenso a una playa inexistente, un descenso lunar, de pisadas que se hunden y se escuchan en el silencio del valle. El embarcadero, por obra de la sequía, se asemeja a un puerto seco a la espera de tiempos mejores. Una boya y una barca varadas en tierra aguardan la subida de las aguas. Trato de imaginar que, dentro de no mucho, por esta tierra blanda que ahora piso se deslizarán piraguas, embarcaciones de recreo y hasta esquiadores acuáticos. Trato de imaginarlo… pero cuesta. El embalse de El Burguillo está en uno de sus peores momentos (al 14% de su capacidad), tanto es así que los vecinos del valle acaban de limpiar a fondo sus entrañas.
Pisar barro quebrado junto a un río ofrece al caminante la sensación de estar a punto de hundirse. En la orilla, los terrones se van desmoronando y el cauce del río gana terreno. Quiero imaginar que el Alberche crecerá y alimentará la inmensidad artificial que es cualquier embalse. Quiero suponer también que sus aguas llegarán limpias al Tajo y a la desembocadura en Portugal. Pero semejantes conjeturas no coinciden con los artículos que hablan del estado de emergencia del Alberche, de las restricciones al uso de las aguas del embalse, del riesgo, en definitiva, de que este invento centenario del agua acumulada en El Burguillo atraviese una crisis profunda.
Una acumulación de granito rosa sirve de mirador del horizonte seco. Al sur, al otro lado del Alberche, algunas casas solitarias y habitadas invitan a imaginar cómo será la vida en este paraje cambiante, sometido a los caprichos del agua y de la mano del hombre. En ese otro lado cercano y ajeno, el embalse desnudo muestra, junto a la orilla del río, las líneas del agua que hoy falta y los muros de piedra que en otro tiempo protegían una vereda o quizá algún campo de cultivo. Al este, bajo el sol que borra los contornos, se intuye la envergadura del embalse, rodeado de montes duros, roquedales y tonos ocres.
De regreso al embarcadero y a la casa mediterránea que lo anuncia, me dedico a tocar las rocas y los troncos de los árboles, que es una actividad que practicamos en campo abierto quienes vivimos rodeados de césped artificial y zonas ajardinadas infranqueables. Este amago de contacto con la naturaleza suele quedarse justo en ese punto, en el amago.
Para finalizar la visita es obligado esquivar al perro que protege la casa. Según lo escribo, me doy cuenta de que en algunos de estos intentos de excursionismo atípico aparece al final el ladrido de un perro. Y ahora intuyo que ese sonido repetitivo es una forma de despedida. Adiós al breve contacto con el espacio abierto, con los olores fuertes de la vegetación, con los sonidos indescifrables, con el silencio. Bienvenido de nuevo al rumor urbano.
Es el momento de recordar lo vivido, de escribir. Así que puedo asegurar que en la provincia de Ávila vi un cocodrilo disecado en una iglesia, un bar con un periódico repleto de noticias —sobre árboles huecos, sobre casas vacías—, un campo de golf en el que nadie jugaba y, finalmente, un embarcadero sobre la tierra cuarteada. Me quedan esta vez ganas de volver y comprobar cómo sigue el Alberche, cómo cambia, cómo discurre la vida a través de sus aguas.
Tocar el agua helada de un río es una forma de acordarse de lo esencial.