El shock de la guerra en Europa

La primera gran guerra en suelo europeo del siglo XXI se da en varios planos e involucra a la población de todo el continente.
Galería la guerra de Lviv - 11
Edu León Una mujer reza y llora por los muertos en el conflicto en la iglesia militar de Lviv.

Josep Borrell, alto representante de la Unión para Asuntos Exteriores, lo subrayó mediante una apreciación con ecos coloniales: “Europa es un jardín y el mundo es una jungla”. El jardín europeo ha quedado sacudido, quizá para las próximas décadas, por la invasión de Ucrania, un país soberano enfrentado desde finales de 2013 con la Federación Rusa. Con los discursos encendidos de Borrell volvían, tras los sucesivos amagos de descarrilamiento de la Unión Europea, las ideas de una Europa que entona una sola voz frente a las autocracias. Esa voz convirtió a Vladimir Putin en un sátrapa, a los principales empresarios rusos en oligarcas, hizo que la incautación de la propiedad se pueda llevar a cabo sin atender a la, en otros aspectos, todopoderosa seguridad jurídica y convocó a miles de jóvenes al alistamiento en la resistencia ucraniana.

El shock de la guerra en Ucrania ha transformado algunas concepciones arraigadas en las sociedades europeas. La guerra tiene múltiples planos que convergen, uno es el del control del relato. No es el más importante pero ha aterrizado suavemente en unas sociedades acostumbradas a la militarización de la vida pública y a lo que el geógrafo Mike Davis llama “el presentismo patológico”, que impide reconocer lo que ha acontecido antes de que el conflicto iniciado en 2014 se haya convertido en una cuestión sobre la identidad europea.

Como ha explicado el escritor norirlandés Richard Seymour, la guerra está revitalizando las “identidades civilizatorias apocalípticas” en los términos de una batalla contra los bárbaros

Como ha explicado el escritor norirlandés Richard Seymour, la guerra está revitalizando las “identidades civilizatorias apocalípticas” en los términos de una batalla contra los bárbaros, que habían quedado desdibujadas tras los fracasos en Iraq y en Afganistán y el agotamiento de la “guerra contra el terror”.

A años luz del daño que generan los bombardeos, pero importante en el plano político, la batalla por el relato ha conseguido una primera victoria con la marginación de las voces que se han opuesto al envío de armas a la resistencia ucraniana. Lo explicó Naomi Klein, autora de La doctrina del shock: “Si pides algo menos que una escalada militar en respuesta a la invasión ilegal y escandalosa de Putin, serás acusado de todo tipo de traición y denunciado en Twitter. No dejes que eso te haga callar. Solo el poder del pueblo y la diplomacia salvarán vidas. Piensa, no adores al héroe”.

La guerra de las fronteras

La defensa de la soberanía de Ucrania, al margen de las consideraciones sobre la conformación nacional del país y del preexistente conflicto del Donbass, ha dado una razón de ser a la Unión Europea. La reafirmación de lo que en jerga se conoce como sus valores se ha traducido en el fortalecimiento de las relaciones con Estados Unidos y la asunción de sus presupuestos —ideológicos y materiales— en materia de defensa. En un plano secundario en el relato de las primeras semanas de guerra pero clave en la interpretación política del conflicto, China —que ha sido acusada por el Pentágono de proveer armas a Rusia— ha retrocedido terreno diplomático respecto a una UE que sigue dependiendo, sin embargo, de las importaciones y el comercio con el país dirigido por Xi Jinping.
El ataque de Putin a Ucrania ha generado también el relato de que la expansión rusa va a continuar hacia el oeste

Hasta ahora, las ofertas de mediación de China han sido tímidas, como la respuesta de la propia Comisión Europea a los avances de las conversaciones de paz en Bielorrusia. El ataque de Putin a Ucrania ha generado también el relato de que la expansión rusa va a continuar hacia el oeste, algo que, durante los primeros días de la guerra, alentaron altos mandos militares rusos con sus amenazas a los países bálticos.

La imprudencia de las primeras horas de la guerra provocó una respuesta unívoca de los países europeos, que se alinearon al unísono con los presupuestos de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN). Alemania marcó tendencia accediendo a la exigencia de incrementar su presupuesto militar en el marco de esa organización y cerrando, al menos momentáneamente, una de las vías de abastecimiento energético con Rusia. Los gobiernos de Suecia y Finlandia han abierto debates de Estado que pueden conducir a la entrada de estos países en la OTAN.

En España, Pedro Sánchez ha asumido el mismo compromiso de incremento del presupuesto militar y ha dado el paso de aplaudir la pretensión de Marruecos de integrar el Sahara Occidental como una provincia del país. Aunque la carta de compromiso de Sánchez con Rabat respecto al Sahara es solo un ejercicio de equilibrismo diplomático, es significativo que la cuestión del control de flujos migratorios se mencione explícitamente.

Las fronteras que dibuja esta guerra entre jardines y junglas remiten a otro de los planos que convergen alrededor de la primera guerra europea del siglo —descontando conflictos como los de Nagorno Karabaj— como es el de sus consecuencias económicas. El aumento de los precios del trigo y del maíz, la problemática por la escasez de los fertilizantes rusos y ucranianos, y el coste de los combustibles fósiles, en resumen, la guerra en los mercados financieros y de abastos, es un factor de potencial desestabilización en sociedades hasta ahora no involucradas, o solo lateralmente, en la cuestión de la seguridad con respecto a Rusia.

“El efecto dominó de esta guerra y de las sanciones”, explica el analista político Eric Hacopian, “hará subir los precios de los alimentos (especialmente del pan) en toda una serie de países, desde Oriente Medio hasta la mayor parte del continente africano. Desde el punto de vista europeo, esto puede acabar con la ya débil economía turca y con casi todos los Estados del norte de África. Cualquier crisis de este tipo lanzará un número mucho mayor de refugiados a Europa que el número de personas que estamos viendo huir de Ucrania en este momento”.

La guerra de los recursos

El energético es el plano de la guerra en el que la UE ha chocado con la mayor contradicción. La UE alberga a un 5% de la población mundial pero consume el 20% de la energía que se genera a nivel global y es el primer importador del planeta. Todos los gasoductos rusos siguen en pleno funcionamiento un mes después de que las tropas rusas cruzaran la frontera ucraniana, el gasoducto Nord Stream 2 no se llegó a abrir pero tampoco se ha procedido a su desmantelamiento, y prácticamente ningún país al margen de Reino Unido y Estados Unidos ha planteado paralizar la importación de petróleo ruso.

En la cuarta semana de la guerra, el secretario general de Naciones Unidas, António Guterres, alertaba de que el “todo vale” para sustituir los combustibles rusos del mix energético puede crear “una dependencia de los combustibles fósiles a largo plazo y cerrar la ventana a los 1,5 grados”, en referencia a los objetivos de cambio climático. Cuatro días después de la invasión, el Panel Intergubernamental de Expertos para el Cambio Climático (IPCC) advertía de los “múltiples e inevitables riesgos” que el aumento de la temperatura, hoy un objetivo que parece menor bajo la niebla de la guerra, va a acarrear en las dos próximas décadas.

Sin los beneficios de la industria fósil no se explica la decisión del presidente ruso de embarcar a su país en la guerra

La cuestión de la dependencia energética es delicada también en la política interna de los países europeos. El shock inflacionario y provocado por el agotamiento de energía y de materiales —anterior a la guerra— es un factor determinante en las protestas sociales en varios países, hoy explotadas por la extrema derecha. Sin la exportación petrolera no se entiende la recuperación del “orgullo nacional” perdido en la década de los 90 por la Rusia postsoviética y la derivación supremacista que ha mantenido a Putin en el poder y ha dado lugar al auge de una ideología antiliberal y anticomunista que, de momento y a pesar de las decenas de miles de personas que se han opuesto a la guerra pese al coste represivo de sus actos, genera una corriente mayoritaria de apoyo a las decisiones del Kremlin. Sin los beneficios de la industria fósil no se explica la decisión del presidente ruso de embarcar a su país en la guerra.

La guerra-guerra

El mes que ha pasado desde el comienzo de la guerra de Ucrania hasta el 1 de abril más de 10,5 millones de personas en Ucrania —de un total de 41,5 millones de habitantes— ha tenido que abandonar su hogar. Las cifras de muertos y heridos civiles como consecuencia de la guerra son objeto de propaganda y lo poco oficial que hay —los 1.189 muertos reconocidos por la Oficina del Alto Comisionado para los Derechos Humanos de Naciones Unidas— está desfasado según reconoce la propia institución.

Aún más resbaladizas son las cifras de soldados muertos. De ser ciertas las que propagan las autoridades ucranianas, Rusia estaría en un ritmo de bajas superior al que la URSS sufrió en Afganistán, una guerra que supuso el comienzo de su desintegración. El intento de decapitar súbitamente al Estado ucraniano mediante un ataque en 48 horas y provocar así la capitulación exprés de su primer ministro, Volodímir Zelensky, fracasó. Desde entonces, el ejército ruso ha orientado su ataque en dos vías: en las ciudades de Kyiv y Járkov se suceden los bombardeos, que han afectado principalmente a zonas residenciales. 

El Kremlin no ha iniciado una guerra urbana “edificio a edificio” en las principales ciudades ucranianas que podría tener consecuencias catastróficas para ambos ejércitos. El 16 de febrero, el Kremlin anunció la retirada de algunas tropas y la reducción de los ataques sobre la capital, aunque los medios ucranianos oscilan entre la desconfianza hacia el anuncio y el triunfalismo de considerarlo prueba de que su país está cambiando el curso del conflicto. El último día de marzo, Rusia denunció el primer ataque de Ucrania en su propio suelo. Un bombardeo sobre tanques de combustible en Bolgorod, a pocos kilómetros de la frontera y de la ciudad de Járkov.

En el frente del este se dirimen los combates más importantes de la guerra. Rusia ha reducido a escombros la ciudad portuaria de Mariupol —aunque al cierre de esta edición no se ha producido la rendición total del enclave— y aspira a encerrar a las tropas ucranianas que atacan el Donbass, donde se encuentran las autoproclamadas repúblicas populares de Donetsk y Lugansk. El control ruso de esa franja, que abarcaría todo el sur de Ucrania salvo la ciudad de Odessa, unida a la anexión de Crimea y la garantía de que el país hoy presidido por Zelensky no ingresará en la OTAN son los hitos más concretos de un posible acuerdo de alto el fuego que ponga fin a este episodio. 

En un equilibrio con tintes desesperados, el Gobierno de Kyiv alimenta las posibilidades de ese alto el fuego —Zelensky ha declarado en varias ocasiones que su Estado no tiene posibilidades reales de entrada en el Tratado del Atlántico Norte— y al mismo tiempo pide a Estados Unidos que intervenga definitivamente en la guerra estableciendo una zona de exclusión aérea que escalaría el conflicto hasta un nivel desconocido en Europa desde el final de la II Guerra Mundial. La peor noticia posible es que el shock puede recrudecerse, la noticia menos mala es que las posiciones del Kremlin y Kyiv no parecen tan lejanas cuando se cumple un mes y una semana del inicio de la guerra.

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