Galicia
La esperanza de la gestión colectiva frente al expolio: la Comunidad de Montes de Tameiga contra el Celta

Mientras varios proyectos industriales intentan privatizar y destruir los ecosistemas gallegos, algunos grupos de vecinos y vecinas organizadas hacen oposición social construyendo alternativas comunitarias. A veces, también ganan al gigante.
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Cristóbal López, Iolanda Otero y Cao de Mos, comuneros y comunera de Tameiga (Mos). Bea Saiáns

En Galicia, todas las fincas tienen nombre. O al menos lo tenían antes de la expansión de las ciudades y el avance del cemento. A Espiñeira, A Devesa, O Outeiro... Cientos de miles de topónimos a lo largo de todo el país que son testimonio de la riqueza patrimonial y natural de una tierra de minifundios. Una tierra que hoy vive amenazada por un conjunto de proyectos industriales y de grandes empresas que aspiran a hacerse con ella, a borrar el significado de esas palabras que antes la nombraban, a hacer desaparecer los espacios a los que hacían referencia.

Pero no todas las corporaciones que las amenazan vienen con la sombra gris del progreso colgada. No todas son fábricas de celulosa como la de Altri y Greenalia, explotaciones mineras como la de San Fins y Penouta o fabricantes de aluminio como Alcoa. Algunas visten caras amables y arrastran decenas de miles de adeptos. A pesar de todo, su objetivo es el mismo: hacerse por la fuerza con la base territorial de un pueblo para generar beneficios privados a costa de arrasar su valor ecosistémico. Privatizar la tierra y los beneficios mientras se socializa la pérdida del medio ambiente y, por tanto, del futuro.

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Gonzalo Pérez ye Cao de Mos, coordinador y vicepresidente de la comunidad. Bea Saiáns

Eso es exactamente lo que lleva intentando la empresa propietaria del Celta de Vigo con la complicidad de los sucesivos gobiernos de la Xunta de Galicia desde 2017 en los montes comunales de la parroquia de Tameiga, en Mos (Pontevedra). Primero con Alberto Núñez Feijóo al frente y luego con su sucesor y actual presidente, Alfonso Rueda. El plan inicial, sin ningún tipo de información ni negociación previa con vecinos y vecinas afectadas, era hacerse con un millón de metros cuadrados para construir una ciudad deportiva y un gran centro comercial que dejaría a la comunidad de montes vecinales en mano común sin apenas tierra. Ahora, siete años después, una de las asambleas de comuneros y comuneras más incómodas para el poder —y especialmente unida— ha conseguido torcerle el brazo a un gigante gracias a la presión social: la empresa de la familia Mouriño, de multimillonarios mexicano-gallegos, acaba de abandonar todos sus planes de urbanización del monte. Pero no lo han hecho por las buenas.

Para entender esta lucha y mirar hacia ella desde los movimientos sociales, conviene que entendamos cómo se conforma la idiosincrasia del monte en Galicia, una excepcionalidad en el contexto europeo basada en la gestión horizontal de una cuarta parte del territorio. Más de 700.000 hectáreas son de propiedad colectiva. Son de las vecinas que habitan en la parroquia a la que pertenecen y quieren formar parte de la gestión de lo común. Toda esta enorme cantidad de terreno, en su mayor parte forestal, es gestionada por alrededor de 2.800 comunidades de montes vecinales, según los datos de la Consellería do Medio Rural.

Esto demuestra que esta figura tiene una importancia capital como símbolo de la identidad y de la cultura gallegas. Pero también habla de las potencialidades de la gestión colectiva y asamblearia de los recursos ambientales y del uso del suelo propio. Aunque, por supuesto, son objetivo hacia fuera y hacia dentro de intereses empresariales. Conviene no olvidar que, en un principio, el complejo que planeaba el Celta iba a ocupar casi un millón de metros cuadrados e incluía un centro comercial, gestionado por un fondo de inversión, que aspiraba a ser el motor financiero del proyecto, además de varios campos de fútbol.

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Maria Dolores Mariño y Enrique Campo, históricos comuneros de Tameiga. Bea Saiáns

“Cuando el Celta presentó el proyecto en sociedad, dando por hecha la expropiación de nuestro monte, tuvimos un período de ventaja estratégica. Pensaban que éramos tontos”, recuerdan con ironía Gonzalo Pérez y Cao de Mos, coordinador y vicepresidente, respectivamente, de la Comunidad de Montes Vecinales en Mano Común (CMVMC) de Tameiga. La empresa subestimó la inteligencia colectiva de una asamblea de 420 familias con derecho a voz y voto que gestiona, desde poco después de la Transición —aunque para encontrar el germen de la gestión mancomunada habría que remontarse, probablemente, a los suevos—, más de 90 hectáreas de superficie forestal con el objetivo de conseguir beneficios medioambientales, sociales, energéticos y económicos para su comunidad.

Pensaban que los engañarían fácilmente con una estrategia poco sofisticada que se basaba en engalanar a la directiva y a los comuneros y comuneras mientras apelaban al celtismo: carnés de socios, presentaciones con los futbolistas más famosos y los niños de la parroquia y un montón de estrategias de dudosa legitimidad ética y política. De hecho, la presentación del proyecto se hizo en el pazo dos Escudos, un hotel-restaurante elitista de Vigo con un menú untuoso al que invitaron a todos los actores implicados. De arriba a abajo y de derecha a izquierda. Todos o casi todos asistieron al discurso mientras comían los mejores bogavantes y las mejores lubinas.

En aquella época, el Celta de Vigo era propiedad del empresario de origen gallego, pero afincado en México, Carlos Mouriño. Dueño de un imperio de la gasolina en México y decenas de sociedades de todo tipo —también de especulación inmobiliaria—, Mouriño está estrechamente vinculado al partido derechista Partido Acción Nacional en México: su hijo Juan Camilo Mouriño fue un destacado diputado de la organización hasta que murió en un accidente de avión en extrañas circunstancias. Pero también lo está en Galicia al Partido Popular, llegando incluso a asistir en las primeras filas de los mítines de Alberto Núñez Feijóo e Isabel Díaz Ayuso o a acudir como apoderado del partido a los colegios electorales durante los comicios gallegos de 2024. Es cierto que se debían favores y quizás esa notoria presencia fuese, de algún modo, una parte del cobro.

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Iolanda Otero y Cao junto a las nuevas generaciones de la comunidad en Chan da Cruz, un de los soutos amenazados por el Celta. Bea Saiáns

El primero de los favores fue que el ahora presidente del Partido Popular asistiera en noviembre de 2020, en plena pandemia, a la inauguración de la parte de este complejo comercial que sería posteriormente dedicada a los entrenamientos y partidos de los equipos base del club. Es la conocida como Cidade Deportiva del Celta y está construida sobre la comunidad de montes de Pereiras, lindante con Tameiga y afín a los intereses de la empresa y del partido. Lo hizo con las sospechas fundadas de que aquella obra se había realizado de manera ilegal, ya que se recalificaron suelos rústicos y se emitieron dos licencias de obras pensadas para una envergadura mucho menor de la que finalmente acabaría siendo declarada no conforme a derecho. De todos modos, Feijóo y también Alfonso Rueda, en calidad de vicepresidente de la Xunta, asistieron.

Aquella mañana, en uno de esos campos de fútbol, ante las miradas orgullosas del que era entonces presidente de la Federación Galega de Fútbol, Rafael Louzán, y del presidente de su homóloga española, Luis Rubiales, Feijóo y Mouriño plantaron un roble con una placa en la que todavía hoy se puede leer: “Este roble representa el firme compromiso del RC Celta por el cuidado y respeto del medio ambiente. Esperamos que a su lado siga creciendo nuestra cantera y fortaleciendo nuestros valores”. No crecería hasta ahora otra cosa que cemento, campos de fútbol y, eso sí, conflictividad social.

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Cao y Patricia Dos Santos sostienen la imagen de una asamblea decisiva: cuando aceptaron por mayoría abrumadora que confrontarían con el Celta hasta el final. Bea Saiáns

El coordinador del grupo Rías Baixas de Ecologistas en Acción, Xaquín Pastoriza, recuerda en este punto uno de los conceptos del geógrafo teórico David Harvey como móvil de fondo en este conflicto: las intenciones de acumulación por desposesión del gran capital. En esencia, lo que el Celta de Vigo pretendió siempre fue emplear métodos de la acumulación originaria para mantener el sistema capitalista, mercantilizando ámbitos hasta entonces cerrados al mercado. Es decir, cooptando el monte para sí. Como no puede ser de otro modo, el objetivo de esta y cualquier gran empresa era y será perpetuar el sistema actual, repercutiendo en los sectores empobrecidos la crisis de sobreacumulación. Algo que supieron ver y combatir en Tameiga desde el primer momento.

Después de años de conflicto, docenas de acciones de presión y represión policial y tras la abdicación de Carlos Mouriño en su hija Marián, el Celta de Vigo y la Comunidad de Montes de Tameiga alcanzaron un acuerdo que permite avanzar de manera muy limitada al proyecto deportivo y comercial ahora llamado Galicia Sports 360. Este acuerdo implica que el Celta renuncia a ocupar la mayor parte del terreno comunal de Tameiga, reduciendo significativamente la superficie afectada por el proyecto —apenas empleará 5.000 metros cuadrados del millón inicialmente proyectado— y, como contrapartida, los comuneros y comuneras accederán a abandonar su presión social y su batalla judicial.

Con la paz firmada tras la victoria sin precedentes de los comuneros de Tameiga, el club espera que la Xunta de Galicia, presidida por Alfonso Rueda, apruebe en las próximas semanas, lo que es el segundo gran cobro: la declaración de Proxecto de Interese Autonómico (PIA), que le dará el impulso definitivo a su ciudad deportiva y permitirá iniciar los trabajos de manera inmediata, saltándose muchos de los escalones burocráticos que cualquier otro proyecto no apadrinado por la Administración Rueda tendría que escalar. Las fuentes del Celta explican que los movimientos de tierra están previstos para marzo, aunque ya han comenzado las obras complementarias necesarias para el lanzamiento del grueso del proyecto.

Un modelo de gestión forestal centrado en la comunidad y no en el negocio

Es cierto que el caso de Tameiga no es la tónica general en las más de 2.800 comunidades de montes de toda Galicia. Como cualquier estructura civil del Estado español, en algunos lugares del país, los restos del franquismo sociológico y del caciquismo persisten. Además, los partidos políticos hegemónicos también lo ven como otra estructura de poder que conquistar, pero no siempre les resulta sencillo. Para los poderes económico y político, el monte es fundamentalmente un negocio más. La declaración de intenciones de la Consellería do Medio Rural no deja lugar a dudas: “Dada la necesidad que tiene la valorización del monte como elemento de creación de empleo y de generación de riqueza, el Gobierno gallego quiere ser un aliado de las comunidades de montes a la hora de conseguir esa visibilidad social y también una mayor conciencia en la ciudadanía sobre la necesidad de poner a producir nuestros bosques”. La prioridad es, sin eufemismos, la necesidad de poner a producir los bosques.

Aunque hay otras muchas comunidades de montes en el país que no van por el cauce industrial que la Xunta propone del aprovechamiento forestal —fundamentalmente, a través de las empresas Ence para la transformación de eucalipto en pasta de papel y Finsa para convertir el pino en madera de todo uso—, el caso de Tameiga sirve para ilustrar una alternativa hacia la que mirar.

Desde hace más de veinte años, esta comunidad de montes ha dejado de vender sus árboles a las multinacionales de la madera para centrarse en la gestión de la biomasa forestal directamente para sus vecinos y vecinas. Para que puedan, fundamentalmente, calentar sus viviendas. Esto no es poco. Con ese cambio, han conseguido que vnecinos y vecinas cambiara sus sistemas de calefacción de sistemas fósiles a otros de energía renovable. Están transitando hacia un modelo de comunidad energética y lo están haciendo en colectivo.

Las comunidades como la de Tameiga promueven la organización colectiva para satisfacer las necesidades energéticas de un modo sostenible, responsable y solidario. La descentralización en la producción de energía es una de las claves de este modelo, que pone la energía en manos de las personas y favorece la propiedad compartida. Al mismo tiempo, fomenta la cohesión social, promoviendo la colaboración, el apoyo mutuo y el aprendizaje en conjunto.

El sistema de reparto de leña, que proporcionan a las familias comuneras de su parroquia es también una parte importante de ese modelo de comunidad energética. Su estructura organizativa, basada en la democracia participativa de su asamblea, donde se toman las decisiones sobre el uso de los recursos del territorio, garantiza la cohesión de la comunidad local.

Además, como parte de su proyecto colectivo, esta comunidad revierte de muchas más formas su riqueza material y cultural en la comunidad. De hecho, en su centro social, As Pedriñas, crearon una de las mejores salas culturales de Galicia: la Rebullón. En ella, hacen residencias artísticas, talleres musicales, culinarios, de sensibilización animal, estimulación sensorial y cualquier tipo de propuesta artística dando prioridad a la cultura gallega. Lo que una gran empresa quiso convertir en un agujero negro comercial, la comunidad organizada lo ha transformado en un oasis para la construcción de la esperanza.

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