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En saco roto (textos de ficción)
Cloro
Las tardes de los martes y los jueves iban a natación. El camino desde el colegio hasta la piscina era un sendero sin nombre entre descampados y solares. Solo al final del recorrido aparecía un momento de emoción: el puente que cruzaba la autopista. Entonces, los dos hermanos jugaban a tratar de pasar aquel puente como si los coches que circulaban por debajo fueran flechas lanzadas por un enemigo imaginario. No era fácil cruzar esquivando aquellos automóviles con prisas por llegar a casa. No era fácil elegir el momento preciso para correr, para detenerse y para volver a correr. En todo caso, una vez llegados al otro lado del puente, los hermanos siempre discutían sobre si un coche —una flecha— había impactado en uno de ellos o no. No se ponían nunca de acuerdo y continuaban el camino para no llegar tarde.
Odiaban la piscina con moderación. Dicho de otro modo: sabían que era un peaje obligatorio porque era un deporte muy completo y era muy bueno tener seguridad en el agua. O al menos eso les habían dicho sus padres. Nadaban despacio, pero con buen estilo. Contaban cada minuto desde que entraban en el pabellón acristalado con olor a cloro hasta que lo abandonaban para refugiarse en el vestuario y en el bocadillo envuelto en papel aluminio. Cuarenta y cinco minutos: largos libres de calentamiento y luego diez a crol, diez a braza, diez a espalda e incluso dos a mariposa. “Más que mariposas parecéis polillas”, dijo una vez uno de los monitores… y nadie se rio. Diez respiraciones y vuelta a empezar. Diez a crol, diez a braza, diez a espalda, dos a mariposa.
Pasaban los años y allí seguían: esquivando los coches que pasaban bajo el puente, esquivando a los nadadores más veloces y esquivando los comentarios del vestuario. Los coches cada vez eran más numerosos, los nadadores cada vez más rápidos y los comentarios escondían una malicia que a veces no sabían descifrar
¿Cuándo terminaría aquella disciplina de los martes y jueves? No estaban seguros. Pasaban los años y allí seguían: esquivando los coches que pasaban bajo el puente, esquivando a los nadadores más veloces y esquivando los comentarios del vestuario. Los coches cada vez eran más numerosos, los nadadores cada vez más rápidos y los comentarios escondían una malicia que a veces no sabían descifrar. Los hermanos siempre estaban juntos y esa cercanía, esa unión, también concitaba bromas alargadas, sombras que nadaban entre ellos y el olor del cloro.
Siguieron pasando los años y el cloro adquirió un nuevo significado. Se convirtió en un elemento de la tabla periódica. Hidrógeno, litio, sodio, potasio. Y casi al final de aquella retahíla resonaban con fuerza el flúor, el cloro, el bromo, el yodo y el astato. Mientras nadaban de espalda tratando de no perder la línea recta, repetían aquella cantinela. Y, en alguna tarde de invierno difícil de olvidar, crol, braza, espalda y mariposa parecían también elementos de una tabla periódica. Y flúor, cloro, bromo, yodo y astato, los nuevos estilos natatorios que había traído al sur del continente aquel bendito campeonato de natación que nos situó en las puertas de la modernidad.
Cada historia tiene su pequeña historia. Aquellos campeonatos acuáticos retransmitidos por televisión volvieron populares los deportes de la piscina. Unos meses después de su celebración, cuando en septiembre llegó el periodo de las inscripciones, una estupenda fila daba la vuelta al recinto. Se había producido el milagro que lo popular. Cientos de niños querían nadar a gran velocidad, jugar al waterpolo e incluso saltar del trampolín. Los hermanos respiraron aliviados, sonrieron y dejaron que los acontecimientos se precipitasen. Como eran alumnos con una consolidada trayectoria, alguien tuvo la idea de facilitarles la inscripción. Fue un contratiempo menor. Su buen estilo los situó en el grupo más avanzado: nivel cuatro. Después de aquel nivel comenzaba el curso de iniciación a la competición.
Duraron dos semanas, tal vez tres. Los dos hermanos, con su buen estilo y su ritmo lento, dificultaban el avance de los que estaban ansiosos por competir. Por fin llegó el día que aún hoy no han olvidado. Un jueves de octubre, el monitor, al término de la clase, les comunicó que la semana siguiente estarían en iniciación a la competición. No dieron saltos de alegría para no resbalar. Agradecieron la información y se retiraron. Sabían que era su último día en la piscina. En efecto, cuando lo comunicaron en casa, obtuvieron la respuesta prevista: competir no era obligatorio; si querían, podían dejarlo.
Lo dejaron sin remordimientos. Y aún hoy, muchos años después, disfrutan nadando con deliberada lentitud. Alguna vez, al nadar de espalda, repiten: flúor, cloro, bromo, yodo y astato.