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Anarquismo
Malatesta y el antiparlamentarismo: ¿por qué no votan los anarquistas?
En cuanto se acerca un periodo electoral, ya sea estatal, autonómico o municipal, siempre hay un sector de la izquierda militante que saca a relucir lemas antiparlamentarios y/o carteles llamando a una abstención activa. Esta recurrente situación no deja de generar muchas tensiones entre los diferentes colectivos socialistas, lo que ya lleva ocurriendo desde que se instauró este mecanismo “democrático”. Por esto las reflexiones de Errico Malatesta en torno a esta cuestión siguen teniendo vigencia.
A finales del siglo XIX, el anarquista italiano se vio inmerso en una polémica acerca de las elecciones con Saverio Merlino, un antiguo compañero suyo. Esta discusión se desarrolló en 1897 por medio de artículos en diferentes periódicos del movimiento libertario italiano (como Il Messagero, Avanti! o L’Agitazione) en forma de debate. Se intercalaban las autorías mostrando cada cual su punto de vista, la argumentación personal y la contraargumentación pertinente. De esta manera se podría considerar como un diálogo pausado que proporciona al lector un gran abanico argumental para que llegue a sus propias conclusiones.
Este artículo se centra en la figura de Errico Malatesta y su correspondiente posición antiparlamentarista, aunque también se anima a revisar los argumentos de Merlino, puesto que señala algunos puntos interesantes para tener en cuenta.
No ceder el poder
Uno de los argumentos principales en la abstención activa es aquello de no ceder el poder, entendiendo que, al votar, se legitima el sistema que puede surgir de los resultados. Tanto si saliese algo “menos malo”, en el caso de que la gran parte de la izquierda democrática prescindiese de contribuir con su papeleta, como si no, el problema principal es que se consigue cierto sentimiento de realización de las responsabilidades. Esto es, se cumple con aquella función principal que se le atribuye al ciudadano en la democracia, su participación “activa”, entendiendo que con esto ya solo debe sentarse a ver cómo desempeñan las funciones sus representantes en el gobierno. El error al que induce esta dinámica lo señalaba también Malatesta: “Acostumbrar al pueblo a delegar en otros la conquista y la defensa de sus derechos, es el modo más seguro de dejar vía libre al arbitrio de sus gobernantes”.
Uno de los argumentos principales en la abstención activa es aquello de no ceder el poder, entendiendo que, al votar, se legitima el sistema que puede surgir de los resultados.
En esta línea, mientras se puede argumentar que es un parche “efectivo” para evitar el mal mayor, que no implica necesariamente la pasividad, sí que incluye cierta concepción de aceptación del medio de acción. Y en este caso se le opone una de las máximas ácratas que es la oposición al lema maquiavélico de que el fin justifica los medios, entendiendo que, en realidad, los medios, en cierta medida, definen el fin. En otras palabras, mientras que puede suponer un alivio momentáneo, simplemente como defensa frente a un mal mayor, vuelve a ser una contribución y fortalecimiento de esa herramienta sobre la que se basa el Estado. Es más, cuanta mayor participación electoral de la población, mayor es la legitimación de dicho sistema. Por otro lado, y en relación con esta cuestión, tampoco se garantizan los resultados deseados, puesto que se trata de una clara competición entre mayorías y minorías, y el número de personas que pueden estar de acuerdo con una opinión no la convierte necesariamente en óptima. Sobre todo, en los juegos políticos que incluyen el populismo, con su manipulación de datos y emociones, no se puede garantizar que la cantidad vaya de la mano con la calidad. Por tanto, que se imponga la mayoría no implica per se algo beneficioso para la sociedad; “el ceder de la minoría debe ser efecto de la libre voluntad, determinada por la conciencia de la necesidad; no debe ser un principio, una ley, que se aplica en todos los casos, incluso cuando no hay realmente necesidad. Y en esto consiste la diferencia entre la anarquía y un gobierno cualquiera”.
Por descontado se tiene que el anarquismo está en contra de las jerarquías que se establecen mediante el sistema actual, tanto con la monarquía como con la república, principalmente porque en ambos casos el poder queda en manos de un pequeño grupúsculo. A pesar de que la democracia significa etimológicamente que el poder es del pueblo, en su funcionamiento actual se mantiene en unas pequeñas cúpulas que son los partidos parlamentarios. Es por esta razón por la que el anarquista italiano sentencia rotundamente que lo “contrario a nuestros principios es el parlamentarismo, en todas sus formas y gradaciones. Consideramos que la lucha electoral y parlamentaria educa al parlamentarismo y termina por transformar en parlamentaristas a quienes la practican”.
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Es más, en torno al asunto del poder, plantea unos interrogantes clave: “Si no aspiramos al poder, ¿por qué ayudar a quienes aspiran a él? Si no sabemos qué hacer con el poder, ¿qué harían los demás, sino ejercerlo en contra del pueblo?”. Retomando la cuestión de la representatividad, Malatesta defiende que los obreros no deben habituarse a delegar en otros sus intereses, sino que, al contrario, por medio de asociaciones de todo género, deberían practicar la regulación de sus propios asuntos. Esto tiene, sobre todo, una finalidad prospectiva, dado que entiende —y eso que en la época de la elaboración de estos artículos no había acontecido todavía la dictadura bolchevique— que, con esto, “cuando llegue la revolución nos negaremos a reconocer los nuevos gobiernos que traten de implantarse, no queremos darle a ninguno un mandato legislativo”, lo que necesariamente —observa— tiene que pasar por “que el pueblo tenga repugnancia a las elecciones, se niegue a delegar en otros la organización del nuevo estado de cosas, y que, más bien, se encuentre en la necesidad de actuar por sí mismo”.
Cabe matizar, en el intento de evitar malinterpretaciones, que cuando Errico Malatesta hace hincapié en la actuación del pueblo por sí mismo no se refiere a un individualismo que equivaldría a la máxima hobbesiana del estado de naturaleza, en el que cada hombre persigue intereses egoístas, pisando indiscriminadamente a los demás, sino, más bien, en la asociación comunitaria, sin personalismos. Contemplando también las críticas y señalaciones de utópico, se muestra tajante, por un lado, aceptando las imperfecciones que puede tener el ser humano en la sociedad actual, pero también defendiendo que las condiciones necesarias para la anarquía “están ya en los instintos sociales de los hombres [y mujeres] modernos”. Es decir, asume que el hombre no es un ser de luz, resolviendo que
“como remedio contra las malas tendencias de algunos y contra los intereses creados de otros no es un gobierno cualquiera, que al estar compuesto de hombres no puede sino inclinar la balanza de la parte de los intereses y de los gustos de quien está en el gobierno sino la libertad, que, cuando tiene por base la igualdad de condiciones, es la gran armonizadora de las relaciones humanas”.
En esta línea, viene su concepción personal de que “por la fuerza la anarquía no se hace: la fuerza puede y debe servir para abatir los obstáculos materiales, para poner al pueblo en condiciones de elegir libremente cómo quiere vivir, pero más no se puede hacer”. Una mezcla bastante peculiar entre idealismo y realismo.
Se razona principalmente (en esta discusión concreta desde la figura de Merlino) “como hacen los conservadores”; es decir, se “pone ante todo los inconvenientes, todos los conflictos posibles de la vida social y se sirve de ellos para calificar de imposibles y absurdos nuestros ideales, olvidando sin embargo decirnos cómo se reparan estos inconvenientes y estos conflictos en su sistema”. Se puede llegar a temer una guerra civil, o emplear este miedo como apaciguante de las masas, recurriendo de nuevo al mal menor; “¿pero qué es un régimen autoritario sino un estado de guerra en que una de las partes ha sido vencida y se encuentra sujeta?”.
Malatesta defiende que los obreros no deben habituarse a delegar en otros sus intereses, sino que, al contrario, por medio de asociaciones de todo género, deberían practicar la regulación de sus propios asuntos
El anarquismo no es de ninguna manera, especialmente en su comienzo, Arcadia o Eldorado, ningún libertario sostendría semejante afirmación: “Habrá por supuesto problemas y dificultades inherentes a la imperfección y al desacuerdo de los hombres; pero si hay una probabilidad de que los males sean menores que en cualquier régimen autoritario, esto me basta para ser anarquista”. Y así, Malatesta termina dictaminando que:
“El bienestar y la libertad de todos, la abolición de la tiranía y de la esclavitud no se pueden obtener sino cuando los hombres [y las mujeres] se esfuercen por armonizar sus intereses y se plieguen voluntariamente a las necesidades sociales. Y yo creo que, abolida la propiedad individual y el gobierno, está destruida la posibilidad de explotar y oprimir a los demás bajo la égida de las leyes y de la fuerza social, los hombres tendrán interés, y por tanto voluntad, de resolver los posibles conflictos pacíficamente, sin recurrir a la fuerza. Si esto no ocurriese, evidentemente la anarquía sería imposible; pero serían también imposibles la paz y la libertad”.
En la ideología libertaria se juega mucho con estos silogismos, con la búsqueda del mejor mundo posible, razonando que, si es factible establecer una comunidad en la que reine la libertad, suprimiendo los principales motivos de conflicto que, a su vez, termina fomentando mayor armonía social, que si esto es deseable y que estas condiciones y dinámicas son una encarnación del anarquismo, entonces la anarquía es la solución. Y si, en cambio, no es posible, entonces es que los propios atributos universalmente considerados como positivos y atribuidos al anarquismo son, a su vez, también imposibles. “La anarquía es, en un cierto sentido, el sistema experimental aplicado al arte de vivir civilmente”; entendiendo civil como parte de una comunidad y no propiamente ciudadano de un Estado.
Con todo lo expuesto, en resumidas cuentas, Malatesta señala una clara dicotomía, una incompatibilidad entre el parlamentarismo de cualquier tipo de Estado y la anarquía; “la diferencia sustancial es esta: autoridad o libertad; coacción o consentimiento; obligatoriedad o (perdónense los neologismos) voluntariedad”.
En conclusión, ¿por qué los anarquistas no votan? La respuesta clara de Errico Malatesta es que:
“El «derecho» electoral es el derecho de renuncia a los propios derechos y por tanto es contrario a nuestra finalidad; queremos que el pueblo se habitúe a combatir y a vencer directamente, con las propias fuerzas.
Se ha dicho que el derecho electoral es el derecho a elegir el propio patrón. En realidad, no es ni siquiera esto: es el derecho de competir por una parte mínima en la lista de una partecita del propio patrón y luego creerse soberano.
Nosotros que queremos que el pueblo sea soberano de verdad, tenemos el máximo interés en impedir que éste tome en serio una soberanía de mentirijillas y se conforme”.