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Historia
El (no tan original) artilugio de los hermanos Lumière
Hace 122 años, un 28 de diciembre de 1895 a las 18:20, los bajos del Gran Café de París (hoy desaparecido) albergaban un espectáculo al que se podía acceder por un franco. Por entonces, en la capital francesa y sus alrededores un obrero de la industria privada ganaba aproximadamente 5 francos al día (la mitad si era mujer) y la libra de pan costaba 15 céntimos.
En el llamado Salon Indien, dos fotógrafos organizaban una proyección de imágenes en movimiento a través de un aparato desarrollado a principios de aquel año en Francia: el cinematógrafo. Clément-Maurice Gratioulet y Claude-Antoine Lumière presentaron al público Salida de los obreros de la fábrica Lumière en Lyon, El almuerzo del bebé, Los peces rojos, La llegada del tren, El regimiento, Herrero, Jugadores de cartas, Destrucción de las malas hierbas, El muro y Baños en el mar. Habían sido los hijos de Claude-Antoine (Auguste y Louis Lumière) quienes habían registrado el cinematógrafo en febrero, y también quienes el 22 de marzo habían exhibido el mismo por primera vez ante el restringido público de la Sociedad de Fomento de la Industria Nacional en París.
Entre los 33 curiosos que nueve meses después pagaron un franco para ver el nuevo invento en acción se encontraba el ilusionista y director de teatro (y futuro director de cine) Georges Méliès, quien intentó comprárselo a Louis Lumière por 5000 francos. Louis rechazó la oferta amablemente: Será la ruina para usted. Puede que sea explotado algún tiempo como una curiosidad científica. Pero más allá de ello, el cinematógrafo no tiene ningún futuro comercial. No obstante, aquella supuesta preocupación de Louis por la hacienda del señor Méliès, resultó ser fingida. Quizá los hermanos Lumière podían olisquear ya los beneficios que el cinematógrafo podía depararles: semanas después llegaban a recaudar 2000 francos diarios con sus proyecciones y comenzaron a establecer una red de operadores y concesionarios para extender su invento a otros países.
¿Suponía el cinematógrafo una innovación tan extraordinaria?
La ola de innovaciones tecnológicas del último cuarto del siglo XIX estaba teniendo un impacto considerable. Sería especialmente desde la invención del teléfono en 1876, cuando una serie de inventos derivados del uso de la electricidad transformaron la vida en las grandes ciudades y extendieron la sensación de que el progreso se estaba acelerando: a finales de la década de 1870 Edison patentó el fonógrafo y el micrófono, en 1880 pequeñas áreas de los núcleos urbanos norteamericanos e ingleses contaban ya con luz eléctrica, en 1891 el Savoy Theatre de Londres instaló “teatrófonos”, que permitían transmitir las actuaciones de ópera y teatro a las casas de suscriptores a través de las líneas telefónicas. A ello le siguieron tranvías eléctricos, carruajes sin caballos, aeroplanos y una serie de promesas de nuevas invenciones. Aunque en un principio, el avance tecnológico podía interpretarse como una simple continuación, aunque acelerada, de tendencias ya existentes a lo largo de todo el siglo (quizá incluso desde la Revolución Industrial), las innovaciones eléctricas de estos últimos años introdujeron un cambio significativo. El historiador Roger Luckhurst señala a este respecto que si en la década de 1840 las estructuras mecánicas de las que los intelectuales se maravillaban (u horrorizaban) se hallaban en zonas industriales, separadas de los núcleos burgueses, en torno a 1880 la propia vida urbana se había convertido en sí misma en un conjunto mecánico.
Comparado con estos prodigios, el cinematógrafo de los hermanos Lumière parecía un aparato simple. No precisaba de electricidad y una simple manivela permitía proyectar hasta 16 fotogramas por segundo de una película. Quizá en esta velocidad de sucesión de imágenes proyectadas radicaba el aspecto más innovador del invento.La idea de servirse de la ilusión óptica para transmitir la falsa sensación de estar viendo imágenes en movimiento no era nueva. Los hermanos Lumière no eran los primeros en “dar vida” a imágenes inanimadas. Mucho había llovido ya desde que Platón enunció el mito de la caverna y la proyección de figuras en movimiento era una práctica común a diferentes culturas y civilizaciones.
Al tradicional teatro de sombras chinescas se sumaron a partir del Renacimiento distintos artilugios que agrandaban imágenes sobre pantallas blancas: la cámara oscura de Leonardo Da Vinci, la linterna mágica del siglo XVII, etc. En la década de 1830 el belga Joseph Plateau y el austriaco Simon Stampfer desarrollaron casi simultáneamente el fenaquistoscopio y el estroboscopio, aparatos que abrieron la puerta a una serie de juguetes ópticos que hacían girar un disco de cartón en el que se representaban las distintas fases del movimiento de unas figuras dibujadas. Al asomar el espectador un ojo por la ranura se transmitía la sensación de que las figuras se movían realmente en el interior de aquel artilugio. Franz Von Uchatius, en 1853, consiguió la proyección de esas imágenes de figuras en falso movimiento sobre la pantalla, combinando el concepto de linterna mágica con el fenaquistoscopio para crear el kinetoscopio, que utilizó para instruir sobre artillería a los cadetes del ejército austríaco.
Pero el nacimiento del cine a finales del siglo XIX no hubiera sido posible sin la fotografía. En 1838 Louis Daguerre lograba apropiarse de una imagen del mundo real fijando el paisaje del parisino Boulevard du Temple sobre una plancha sensible de cobre tras media hora de exposición. Posteriormente, nuevas innovaciones reducirían el tiempo de exposición y se crearían materiales más estables para las fotografías, como el celuloide.
¿Y si era posible dar vida no sólo a dibujos sino también a imágenes captadas del mundo real?
Los experimentos se sucedieron. En 1879 Edward Muybridge consiguió capturar 12 imágenes por segundo de un caballo galopando sirviéndose de una hilera de cámaras. El francés Étienne Jules Maray, a su vez, perfeccionaría con su cronofotógrafo la captación rápida de imágenes. Con todo, el lanzamiento por parte del norteamericano George Eastman de la cámara fotográfica Kodak en 1888 fue fundamental. Este invento, además dar lugar a la aparición de la fotografía de aficionado (puesto que la cámara llevaba ya incorporado un carrete de celuloide que permitía realizar un número determinado de fotos), introdujo el rollo de película en bobina, del que se servirían algunos investigadores para avanzar en la creación de secuencias en movimiento.
El kinetoscopio de Thomas Edison (o más bien de su colaborador William Dickson) de 1891 ofrecía finalmente aquello tan ansiado: ver una secuencia de imágenes del mundo real en movimiento. Sin embargo, sólo permitía un visionado individual a través de una ranura, de forma semejante al fenaquistoscopio.
¿Serían los hermanos Lumière por fin los primeros que conseguirían la proyección de películas fotográficas en movimiento en una gran pantalla?
No exactamente.
Lo que se vio el 28 de diciembre de 1895 en el Gran Café de París no fue la primera proyección abierta al público. Un mes antes, los hermanos Skladanowsky mostraron 16 películas en Berlín con su bioscopio. Es más, ni siquiera era la primera vez que se presentaba un “cinematógrafo”: en 1892 Léon Bouly había patentado el nombre para referirse a una máquina que tomaba imágenes en movimiento, aunque en 1894 se le retiró la patente por falta de pago.
No fue la originalidad lo que llevó al cinematógrafo a su éxito posterior. Sí lo fue en alguna medida su superioridad técnica respecto al bioscopio de los hermanos Skladanowsky (quienes sólo consiguieron tomar 8 fotografías por segundo, frente a las ya citadas 16 de los hermanos Lumière) y su capacidad para desarrollar un aparato más manejable y cómodo, que únicamente pesaba 7 kg y servía a la vez como tomavistas para revelar y como proyector.A pesar de ello, la explosión del cine como producto de ocio no tendrá lugar hasta anos más tarde, cuando gracias a la introducción de distintos planos y el desarrollo de las técnicas de narración, fue posible superar aquella cámara fija y secuencias cortas de imágenes anecdóticas (que no dejaban de resultar un espectáculo óptico de unos pocos segundos) para contar auténticas historias.