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Coronavirus
Ironías de la vida… y los virus que la acompañan
Un parásito diminuto, que ni siquiera llega al umbral mínimo de complejidad para poder ser considerado un organismo vivo, ha puesto en jaque, en unos meses, toda la estructura organizativa de las sociedades más avanzadas del Homo sapiens.
Un virus nos ha cambiado la vida, en su acepción más cotidiana, tal y como la experimentamos los humanos. La tuya, la del vecino, la de la abuela, la de los amigos en la diáspora... la de prácticamente cualquier persona sobre el planeta. Por supuesto, la de quienes se ocupan más directamente del problema arriesgando su salud a diario. O la de quienes investigan para hacer frente a algo que se vaticinó hace tiempo (superpoblación, alta conectividad social, desequilibrios ecológicos, casos previos a menor escala).
No obstante, la vida para el resto de los organismos de la Tierra no ha cambiado tanto. Los efectos del SARS-CoV-2 sobre ellos son insignificantes, salvo por el fuerte parón de actividad industrial y productiva. Sin duda, ello estará ayudando a restablecer algunos equilibrios locales, los que todavía son reversibles, y aliviando la deriva insostenible de contaminación y calentamiento global a la que conducían nuestras rutinas previas. Una temeraria combinación de arrogancia e inconsciencia.
“La vida para el resto de los organismos de la Tierra no ha cambiado tanto. Los efectos del SARS-CoV-2 sobre ellos son insignificantes, salvo por el fuerte parón de actividad industrial y productiva.”
Maldita enfermedad, para quienes la padecen, bendita cura de humildad, como especie, si aprendemos de ella y nos preparamos para las siguientes (o, todavía mejor, si apostamos por prevenirlas). Entre tanto, habrá que seguir insistiendo en que el futuro de la vida no está en juego. En un sentido amplio, microbiano, el conjunto de la biosfera es un entramado robusto, que ha superado numerosas extinciones, algunas de ellas masivas. Otra cosa es el estrés al que se está sometiendo a una red de interdependencias múltiples, sin la cual, la viabilidad ecológica de nuestra especie, y la de unas cuantas más, se agotará. En este contexto, la epidemia actual encierra varias ironías en las que merece la pena detenerse.
La primera es que un parásito diminuto, que ni siquiera llega al umbral mínimo de complejidad para poder ser considerado un organismo vivo, ha puesto en jaque, en unos meses, toda la estructura organizativa de las sociedades más avanzadas del Homo sapiens. Protagonista del recién estrenado antropoceno (un modo quizás prematuro, y ciertamente inmodesto de denominar a esta parte del periodo Cuaternario), nuestra especie se repliega a sus nichos más seguros (hogares y hospitales) para coordinar su respuesta ante un virus que la ha pillado por sorpresa debido, fundamentalmente, a su propia miopía. Tras las revoluciones de Copérnico, Darwin, Einstein, Woese... resulta desconcertante que sigamos sin comprender lo efímero e insignificante de nuestra posición en el mundo. Peor aún, somos incapaces de ponderar nuestras necesidades a corto plazo, el aquí y el ahora de cada individuo, con nuestras condiciones de sostenibilidad a medio y largo plazo, como sociedad y como especie biológica.
“Maldita enfermedad, para quienes la padecen, bendita cura de humildad, como especie, si aprendemos de ella y nos preparamos para las siguientes”
Un segundo aspecto bastante irónico es el modo de transmisión de la Covid-19 que, a pesar de la alarma (necesaria para evitar más muertes), está lejos de poner en riesgo nuestra supervivencia como especie. Según las voces expertas, el coronavirus que ha provocado la crisis proviene, en origen, de los murciélagos. Estos mamíferos placentarios tienen un sistema inmune altamente eficaz para hacer frente a las infecciones víricas, lo que los convierte en un reservorio de potenciales patógenos de este tipo para otros mamíferos, incluidos los humanos. A día de hoy, todo apunta a que la zoonosis no fue directa, sino que otra especie actuó como intermediaria: los pangolines. Es decir, el virus habría saltado de los murciélagos a los pangolines, y de ahí a los humanos, donde podría haber evolucionado antes de convertirse en una variante nociva para la salud. Pues bien, resulta que el pangolín es un mamífero en peligro de extinción. Se trafica con él, en particular en los mercados chino y vietnamita, por lo apreciada que es su carne y por las supuestas propiedades curativas de sus escamas. En dichas culturas, comer pangolín es un alarde de estatus social, el equivalente al caviar o las angulas de regiones más cercanas. La ostentación es todavía mayor cuando el animal se sacrifica in situ, en una ceremonia previa a la degustación. No creo que haga falta entrar en más detalles (algo parecido podría argumentarse en caso de que los transmisores hubieran sido los mapaches, por ejemplo) para justificar una llamada a la reflexión sobre la manera en la que nos relacionamos con el resto de las especies animales, muchas de las cuales ya hemos llevado a la extinción.
La tercera ironía tiene que ver con el discurrir de los acontecimientos, observados desde una perspectiva temporal más dilatada, y que nos lleva a una paradójica carambola existencial. Sin la presencia de los virus, desde los primeros pasos de la vida sobre el planeta, el dominio biológico actual sería totalmente diferente, y nuestra especie (como el resto de especies conocidas) no formaría parte del mismo. En otras palabras, junto con las bacterias y otros bichos microscópicos como las arqueas, los virus son corresponsables de nuestra existencia... esa misma que ahora amenazan. Aunque no los veamos, virus y bacterias son parte consustancial de la dinámica biológica, incluso en los sistemas multicelulares. De hecho, hay gran cantidad de virus en circulación entre especies, solo que pocas veces se convierten en agentes patógenos.
El origen evolutivo del sistema inmune, ese que en estos momentos está luchando en tantos cuerpos humanos para hacer frente a la infección, es un buen ejemplo: bacterias y virus han co-evolucionado, desde el comienzo de los tiempos (hace miles de millones de años), dando lugar a múltiples sistemas de defensa procariota, como el “CRISPR-Cas”, que ya estamos comenzando a utilizar en aplicaciones biotecnológicas. Pero los virus, junto con otros elementos genéticos móviles y transferibles (como los “transposones”), también fueron claves en el desarrollo natural de los sistemas inmunológicos más complejos, como los adoptados posteriormente por las formas de vida eucariota. Más concretamente, el sistema inmune adaptativo, exclusivo de vertebrados con mandíbula (como los humanos) no se habría consumado sin la aportación de los virus. Por no hablar de nuestra dependencia de las bacterias, imprescindibles para la digestión, y sobre las cuales se erigen todos los ecosistemas y la propia biosfera en su conjunto.
En realidad, la especie humana somos una filigrana biológica cuya constitución proviene y depende (tanto ecológica como metabólicamente) de la dinámica de entidades mucho más arraigadas y resilientes, como las bacterias y sus incómodos compañeros de viaje, los virus. Es una suerte ser conscientes de ello, y haber desarrollado capacidades cognitivas y tecnológicas para poder alterar, con un notable conocimiento de causa, nuestras propias condiciones de viabilidad. Ello nos ha llevado a un éxito adaptativo considerable, teniendo en cuenta la complejidad y el constante cambio del mundo en el que vivimos.
Pero mucho ojo. Si sobrevaloramos dichas capacidades y no actuamos con cautela, el riesgo es enorme. De hecho, diversos indicadores vienen sugiriendo a la comunidad científica que hace tiempo que estamos jugando con fuego. Y que son probables pandemias o crisis más letales. Si en un abrir de ojos, un virus con baja tasa de mutación ha parado en seco a nuestra especie (insisto que más en términos económicos que ecológicos), ¿qué ocurriría con un grupo de “super-bacterias”? En algún momento, puede que el mal uso y el abuso de los antibióticos se vuelva en nuestra contra. En ese caso, y aunque las posibilidades de transmisión de la infección no fueran tan rápidas y efectivas como las de un virus, la amenaza podría llegar a ser mucho más complicada de gestionar, y su solución necesitaría de una escala temporal mucho mayor.
“De hecho, diversos indicadores vienen sugiriendo a la comunidad científica que hace tiempo que estamos jugando con fuego. Y que son probables pandemias o crisis más letales.”
Por lo tanto, más nos vale aprovechar esta situación para reflexionar y replantearnos el modelo de desarrollo que queremos para las próximas generaciones. No se trata de caer en la angustia ante un futuro incierto, pero sí que tenemos que aclararnos con el orden de nuestras prioridades, como individuos, como sociedades, y como especie.
Cualquier otro camino supondrá una última ironía suprema muy poco divertida: asumir que la filigrana biológica y cognitiva que representamos tiene sus días contados. La consciencia que nos caracteriza, como forma peculiar de inteligencia, no habría sido lo suficientemente audaz, o enérgica, como para hacernos capaces de mirar al horizonte... y, en un ejercicio necesariamente colectivo, aprender a enfocar.
Sería un triste final para nuestra andadura, la gran ocasión perdida por nuestra especie, que solo habría permanecido unos centenares de miles de años sobre la Tierra. En tal caso, quién sabe si la vida repetirá un ensayo semejante alguna vez, en los miles de millones de años que —a ella sí— le quedan por delante.