Ciencia
La mediación social de la ciencia

No se puede programar un sistema equilibrado de ciencia y tecnología a golpe de titular, como tampoco se puede desplegar la actividad científica al margen de las necesidades radicales de la población y el desarrollo nacional.
Investigación y ciencia
Ensayo científico. Wikimedia Commons

Catedrático de la Universidad de Sevilla y portavoz de Universidades de SUMAR


17 mar 2025 05:00

En los últimos años, el escándalo como dispositivo espectacular de la cultura mediática, afecta no solo al ámbito de la política, sino también al buen curso de los trabajos propios de la academia, con una crisis reputacional de instituciones de referencia como el CSIC (Caso CNIO), centros de educación superior históricos (Universidad de Salamanca), o insignes revistas científicas (El Profesional de la Información, Comunicar), hoy cuestionadas por mala praxis y derivas nada ejemplares en la difusión de resultados de investigación.

En el trasfondo de esta situación, dos procesos han alterado la forma de organización del conocimiento. Nos referimos al proceso de mercantilización de la educación superior, y de la ciencia y la tecnología, y la mediación social de la ciencia, expuesta a la visibilidad del escaparate mediático y la exigencia de la debida y deseable transparencia, pero también al escrutinio público nunca antes apenas considerado.

La proyección pública del trabajo de científicos e investigadores es una exigencia incuestionable. El problema es cuando con la mediación social de la ciencia se confunde lo público con lo privado, sea a través de la proliferación de fundaciones privadas, la externalización de servicios o criterios de evaluación que privilegian el impacto y el llamado efecto Mateo o, habitualmente, desperdiciando la experiencia y alentando el epistemicidio de saberes necesarios para el cambio social.

El resultado como consecuencia de estas lógicas imperantes para un país como España es un daño, no diríamos que irreparable, del prestigio académico e intelectual del campo de la ciencia a nivel internacional. Las dinámicas rentistas y especulativas en el sistema de ciencia y tecnología, así como el reforzamiento de la ley de hierro de los hiperliderazgos en los centros de alto rendimiento, no solo son nocivas y perturbadoras del orden y autonomía propias del campo científico, sino que además es insostenible y cuestiona un modelo de gobernanza y transparencia de la gestión pública de la ciencia que favorece los intereses creados y las redes clientelares, que un día sí y otro también, da lugar a titulares como la del turbio entramado de compra de revistas científicas que marcan los indicadores de productividad y la carrera investigadora de los profesionales del sector en España.

La globalización y competitividad han cultivado el mercadeo e instrumentación de la función social del conocimiento conforme a los fines privados, del capital, y de los trabajadores intelectuales. Una lógica de lo peor que no abunda precisamente en la virtud del magisterio. La publicidad de los avances científicos termina así siendo una suerte de autopromoción de científicos en beneficio de intereses particulares cuando no en la promoción de empresarios simuladores de superhéroes como Elon Musk. De hecho, hoy la universidad se ha transformado, irónicamente, en una casa de citas, cada vez más autorreferencial y tautológica en la justificación y desempeño de sus actividades.

La Ley 17/2022 de 5 de septiembre, de la Ciencia, la Tecnología y la Innovación, establece un marco de desarrollo inscrito en una contradicción de fondo entre la defensa de la autonomía e interés público de los agentes del conocimiento y la asunción de tesis neoliberales que favorecen una planificación y gestión de la ciencia al servicio de intereses comerciales. Falta desarrollar muchos de los compromisos contenidos en la norma, pero también abordar el papel estratégico de la difusión y mediación social de la ciencia.

El papel central de la divulgación y difusión de los resultados de la investigación, la función vertebradora de los parques científicos y tecnológicos, o los fines propios de las jornadas y política de transferencia pensadas para el bien común debieran ser repensadas en este contexto desde nuevos parámetros y desde luego empezar a problematizar indicadores, y criterios de pertinencia en la evaluación de los agentes del conocimiento.

No se puede programar un sistema equilibrado de ciencia y tecnología a golpe de titular, como tampoco se puede desplegar la actividad científica al margen de las necesidades radicales de la población y el desarrollo nacional. En ese difícil equilibro, es hora de abrir un debate sobre la función determinante de la difusión y publicidad en las agendas públicas de investigación y los modos y usos científico-técnicos de implementación del saber para la acción.

En el año del centenario de Manuel Sacristán, convendría aprender de la virtud socrática que nos legó en vida e informar para enseñar, conducir, en fin, hacia adelante, proteger e invitar a la memoria, tanto como cultivar el conocer con la voluntad de transformar en común la realidad. Y ello exige rigor intelectual y coherencia ética. Nada que ver con lo que hoy prevalece en la mediación social de la ciencia y la dialéctica de la cultura de impacto que empiezan por proyectarse públicamente y terminan por hacer estallar las bases colectivas del trabajo académico y científico en general. La ANECA ha dado pasos importantes en esta dirección en los últimos años, pero los indicadores y criterios generales dominantes abundan en una dinámica determinada por la cultura de la imagen que alimenta la espiral del disimulo. Hora pues de pensar nuestro ecosistema cognitivo desde nuevas matrices de mediación.

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